Revista Andes, Antropología e Historia

imageVol. 1, Nº 31, Enero-Junio de 2020

 

Esta obra está bajo licencia de Creative Commons Atribución - No Comercial CC BY-NC    https://creativecommons.org/licenses/by-nc/4.0/ ISSN Nº 1668-8090

 

 

EL MODELO NORTEAMERICANO COMO IDEAL EN PUGNA:

ENTRE LA REPÚBLICA CRISTIANA Y EL REINO DE LA LIBERTAD INDÓMITA (BUENOS AIRES, 1855-1860)

 

THE AMERICAN MODEL AS A DISPUTED IDEAL:

BETWEEN A CHRISTIAN REPUBLIC AND THE REIGN OF UNFETTERED FREEDOM (BUENOS AIRES, 1855-1860)

 

 

Diego Castelfranco

UCA/UdeSA/CONICET

Buenos Aires, Argentina

dcastelfranco@gmail.com

 

 

Fecha de ingreso: 04/04/2019

Fecha de aceptación: 03/03/2020

 

 

Resumen

El artículo analiza las diferentes apropiaciones del modelo norteamericano que un conjunto de actores, pertenecientes a la elite política e intelectual de Buenos Aires, desplegó durante la década de 1850 y a comienzos de la década de 1860. Más específicamente, se centra en un conjunto de polémicas periodísticas que involucraron a Félix Frías, Domingo Faustino Sarmiento y Héctor Varela en 1855 y 1856, en primer lugar, y en los debates desarrollados durante la Convención Reformadora de la Constitución Nacional de 1860, en segundo término. Se afirma que las comprensiones divergentes de la republica norteamericana se enmarcaron en dos lenguajes políticos diferentes. Uno de ellos, articulado por un emergente laicado porteño, contemplaba la libertad en clave negativa y observaba en los Estados Unidos una democracia genuina merced a su carácter cristiano, en cuanto dicha religión permitía contener las pasiones de los sujetos. El segundo, en cambio, manifestaba una imagen positiva de la libertad y ensalzaba las instituciones norteamericanas al sostener que no ponían trabas a la libre acción de los individuos.

Palabras claves: Félix Frías, Domingo Faustino Sarmiento, Estados Unidos, Siglo XIX, Cristianismo

 

 

 

Abstract

The article analyzes the different appropriations of the North American model that a group of actors, belonging to the political and intellectual elite of Buenos Aires, put forward during the 1850s and early 1860s. More specifically, in the first place, it focuses on journalistic controversies that involved Félix Frías, Domingo Faustino Sarmiento and Héctor Varela in 1855 and 1856, and, in the second place, during the debates that took place during the Reform Convention of the National Constitution of 1860.  It considers that the divergent understandings of the North American republic were framed in two different political languages. One of them, associated with an emerging Buenos Aires laity, regarded freedom in a negative way and observed a genuine democracy in the United States because of its Christian character, in so far as this religion permitted to contain the passions of the subjects. The second one expressed a positive image of human freedom, emphasizing the ample liberties that the American institutions permitted.

Keywords: Félix Frías, Domingo Faustino Sarmiento, United States, 19th century, Christianism

 

 

 

 

El presente artículo indaga sobre las representaciones antagónicas acerca de los Estados Unidos que un conjunto de actores, pertenecientes a la elite política e intelectual porteña, articularon durante la década de 1850 y a comienzos de la década de 1860. Se centra, en primer lugar, en una serie de polémicas desarrolladas tras la aparición del periódico El Orden, fundado por Félix Frías y Luis Domínguez, que opusieron las nociones postuladas por dicho diario a aquellas desplegadas por La Tribuna –en manos de los hermanos Varela- y El Nacional –dirigido durante aquellos años por Sarmiento-. En segundo lugar, el trabajo analiza las discusiones surgidas durante la Convención Reformadora de la Constitución Nacional, en 1860, sobre el papel que debía ocupar la religión católica en la carta constitucional.

Este conjunto de combates retóricos, desplegados en una esfera pública que había protagonizado una fuerte expansión tras la batalla de Caseros, involucraron la apelación al ejemplo de los Estados Unidos como una herramienta para legitimar perspectivas diferentes sobre el modelo político al que Buenos Aires -y el país entero- debía ceñirse[1]. Dicha república, así, actuó como una suerte de espejo que devolvía a los distintos interlocutores una imagen que reflejaba sus propias convicciones y proyectos políticos. En este trabajo se afirma que este conjunto de polémicas –las cuales, en su mayor parte, giraron en torno a los conceptos de libertad y de progreso, junto a un interrogante de carácter general sobre el papel social y político de la religión en la Buenos Aires del período - dieron lugar a dos posiciones antagónicas como consecuencia de los diferentes lenguajes políticos que estructuraron las intervenciones de sus participantes[2]. A su vez, dicha recuperación selectiva del ejemplo norteamericano se vio atravesada por las crecientes disonancias entre un sector de católicos “clericales” –que defendían una perspectiva religiosa vinculada al catolicismo ultramontano, y postulaban que la Iglesia, en cuanto “sociedad perfecta”, debía ser liberada de cualquier injerencia estatal, aunque sin cercenar su vínculo con el Estado- y otro de católicos “anticlericales”–quienes, desconfiados con respecto a la Iglesia romana, procuraban erigir diques que contuvieran su influencia en el país, a la par que anhelaban una Iglesia que respondiera a los intereses nacionales -que se incrementaría con el correr de la década-[3].

Si bien diversos trabajos han estudiado la centralidad de la república norteamericana como modelo para las elites políticas e intelectuales argentinas durante la segunda mitad del siglo XIX[4], resultó por lo general soslayada su apropiación por un emergente grupo de laicos católicos que anhelaban conciliar su perspectiva ultramontana con una cierta comprensión del liberalismo. Estos “católicos liberales” locales, entre los que destaca Félix Frías durante el período aquí comprendido -y José Manuel Estrada durante las décadas siguientes-, compartieron el entusiasmo generalizado por el ejemplo de los Estados Unidos, aunque otorgándole un sentido muy diferente que el que solía primar al referir a él.

 Durante su exilio en Francia, entre 1848 y 1855, Frías había abandonado el lenguaje historicista que otrora compartiera con los miembros de la Joven Generación Argentina para adoptar, en cambio, uno centrado en la necesidad del orden, garantizado por un Estado fuerte en alianza con la Iglesia católica. A partir de sus contactos con autores europeos como el conde de Montalembert, Juan Donoso Cortés y Guizot –con el fuerte giro teológico que el pensamiento tardío de este último había manifestado-, el emigrado porteño desarrolló una perspectiva agustiniana que contemplaba al hombre como un ser caído, corrompido esencialmente luego del pecado adánico, que requería la guía de la providencia y de los dogmas evangélicos para alcanzar la “verdadera” libertad. Si bien nunca abandonó la centralidad de la democracia -y de la propia libertad- como el horizonte de llegada de las sociedades modernas, consideró que sólo podría accederse a ellas luego de que los sujetos hubieran sido moralizados por los dogmas del cristianismo[5].

Su mirada sobre el progreso, noción antes pivotal en su pensamiento, tendió así a fracturarse: un “exceso” de progreso, comenzó a sostener, podía conducir a un nuevo tipo de barbarie, identificada con aquel epítome de la corrupción sensualista que había creído contemplar en las doctrinas socialistas. Estados Unidos –al igual que Inglaterra, aunque esta última en menor grado- se mostraba para él como una sociedad casi idílica: de acuerdo con Frías, que realizó una peculiar lectura de La Democracia en América de Tocqueville, los Estados Unidos encarnaban la tierra más libre y democrática del globo porque nunca habían disociado dichas virtudes del espíritu cristiano. Y no solo eso: a su modo de ver la población católica de dicho país constituía el grupo más democrático de la entera nación.

Sarmiento y Varela ubicaron su reflexión sobre el caso norteamericano en el marco de un lenguaje político muy diferente. Tanto uno como el otro se habían convertido, durante la década de 1850, en paladines de la causa porteña y en enemigos acérrimos de la confederación urquicista y del viejo orden encabezado por Rosas. Sarmiento, que había también compartido el lenguaje historicista propio de la Generación del 37, tendió a abandonarlo luego de su viaje a Europa y los Estados Unidos en la década de 1840. Como sostiene Elías Palti, creyó descubrir en las capacidades y potencialidades propias del sujeto humano una vía de escape para la trampa determinista del historicismo[6]. Embelesado por la pedagogía de Horace Mann y por los textos de Tocqueville y del jurista Joseph Story, confiaría en el poder de la educación popular para liberar el yugo creador de los hombres y permitir su desarrollo movido al mismo tiempo por el interés y por la virtud republicana[7].

En la década de 1850, estas nociones cristalizarían en una apoteosis de la libertad como elemento fundamental para alcanzar el progreso nacional –un progreso que, a diferencia de lo imaginado por Frías, revestía un carácter tan lineal como permanente y autosostenido-. Tanto Sarmiento como Varela afirmarían, de este modo, que resultaba fundamental modificar las instituciones de Buenos Aires, sin mediar ningún período de transición, siguiendo el modelo norteamericano. Manifestando una visión sobre la libertad en clave eminentemente positiva, en cuanto inagotable capacidad del hombre para superarse a sí mismo, declamaron que sólo permitiéndole actuar librado a su propia dinámica podría una República Argentina todavía en ciernes alcanzar los primeros puestos entre las naciones del mundo. Así, entre unos Estados Unidos contemplados como garantes de una casi irrestricta libertad, o como el reino de un cristianismo que permitía contener las pasiones de los hombres, los debates arreciarían[8].

 

La libertad y la democracia norteamericanas en clave cristiana: la perspectiva de Félix Frías

 

Félix Frías retornó a Buenos Aires a mediados de 1855. Sus largos años de exilio, que sucesivamente lo habían conducido a Montevideo, Bolivia, Chile y Francia, llegaban así a su fin. El emigrado regresó enarbolando aquella línea discursiva que había desarrollado a lo largo de la década anterior, y cuya articulación había terminado de materializarse durante su estadía en Europa. Para difundir en su ciudad natal el proyecto que abogaba por la necesidad del orden como elemento central de la vida política, y de la religión católica como insumo fundamental para alcanzarlo, Frías apeló a los repertorios de acción que había incorporado durante las dos décadas previas: contemplándose a sí mismo como un tinterillo –según etiquetara Alberdi algunos años antes- se asoció a Luis Lorenzo Domínguez, otro emigrado que había coincidido con él en la Joven Argentina, y fundó un periódico titulado, justamente, El Orden. Si entre sus contactos franceses y cierto sector de la elite chilena, sin embargo, sus ideas habían encontrado un fuerte eco durante los años anteriores, la situación sería muy diferente en el marco del escenario rioplatense: casi desde un primero momento debió lidiar con la férrea oposición de los principales periódicos porteños. La prédica del recién llegado, afirmaban -y muy particularmente en lo relativo a sus apreciaciones sobre la religión-, nada tenía que ver con la situación contemporánea de Buenos Aires. Desconfiaban también de su excesivo énfasis en el orden y la concordia, en cuanto signos de una potencial cercanía a los sectores vinculados a Urquiza o incluso a los viejos defensores del rosismo.

El artículo inaugural de El Orden retomó aquellos tópicos sobre los que Frías había escrito en París. Su intención, afirmaba, era “propagar las opiniones moderadas y religiosas” que profesaba, fundando un “diario serio, órgano de la política conservadora y de los intereses morales de la sociedad[9]. ¿Cómo entendía la política conservadora? Al modo en que lo hacían “los hombres más eminentes de Francia”: siguiendo una política que resistiera a las “pasiones sin freno y el abuso licencioso de las libertades pública”; combatiendo “el espíritu revolucionario en su hostilidad contra la autoridad espiritual y civil”; procurando que la paz no esté solo en las calles, “sino también en las conciencias, levantando el sentimiento religioso que recuerda nuestras obligaciones para no abusar de los derechos[10].

¿Cuáles eran sus principales enemigos? El “espíritu revolucionario” y, específicamente para el caso rioplatense, quienes adhirieran a la “idolatría democrática”, cuyos excesos habían perdido al país luego de la emancipación preparando el terreno para la anarquía y, por medio de ella, para la tiranía. Sus ejemplos ideales, sólo alcanzables luego de que la sociedad atravesara una profunda transformación moral, eran Inglaterra y Estados Unidos, “los dos países más libres de la tierra, [que] no han separado jamás sus creencias religiosas de sus opiniones liberales[11]. Sin embargo, los modelos inmediatos no eran esas naciones, cuyos ciudadanos habían ya interiorizado hacía tiempo las verdades evangélicas, sino aquellos países sudamericanos que hubieran logrado construir un orden estable gracias  a una sólida autoridad estatal: el Brasil imperial[12], por un lado, y sobre todo la república chilena, que en su exilio había conocido de primera mano.

De un modo similar a Alberdi, Frías articuló su propia mirada sobre una “república posible” y una “república verdadera”, alcanzable sólo en algún momento indeterminado del futuro cuando un conjunto de factores la tornara asequible[13]. La comprensión del progreso que ambos autores sostenían, sin embargo, se introducía en el marco de un lenguaje político ya muy diferente. Ambos habían creído encontrar un elemento que escapaba al determinismo historicista –que tiempo atrás había estructurado su pensamiento-, y que podían ser extrapolables a todo tiempo y lugar. Alberdi veía en la dinámica de los factores económicos y en el aprendizaje por y para el trabajo un elemento que podía importarse de Europa a través de sus hombres y de sus capitales, para lo cual se requería un marco legal y político ordenado, subordinado a una autoridad fuerte. El orden y la autoridad eran también fundamentales para Frías, pero para impulsar un elemento muy diferente: una moral religiosa, fiel a los principios del cristianismo –asociado ahora plenamente con el catolicismo ultramontano- que era universal y que se adecuaba por lo tanto a las necesidades de toda nación.

Por otro lado, mientras que el progreso se introducía para Alberdi en una concepción lineal del tiempo histórico, que abría el espacio para un desarrollo continuo desde una instancia bárbara y atrasada hacia una regida por la civilización, esto ya no era así para Frías; a su modo de ver el progreso no revestía un carácter lineal, sino que dependía de una mayor o menor adecuación a un conjunto de valores cristianos que eran, en último término, atemporales. Lo esencial, por lo tanto, no era propiciar una suerte de desaforado “salto hacia adelante” –como propondrían una y otra vez los redactores de El Nacional y La Tribuna, sus principales adversarios retóricos-, sino el buscar siempre y ante todo un orden inspirado en los principios del evangelio. En esta misma línea, sostuvo que cualquier entramado institucional o tipo de gobierno que pudiera adoptarse era por completo secundario frente a las cualidades morales de los individuos que lo componían.

En sintonía con la línea editorial de La Relijion, periódico con el que había colaborado y del que luego devendría director, Frías propugnó desde El Orden una visión fuertemente ultramontana del credo católico, del mismo modo que lo había hecho en sus escritos franceses. Si bien, a diferencia del periódico editado por Federico Aneiros y Olegario Correa, Frías y Domínguez no pretendían hacer de su diario un órgano de intereses estrictamente religiosos, sino uno abocado a cuestiones políticas y de interés general, la apelación a dicha temática era inescindible del discurso de orden proferido por su redactor principal. En sus palabras, “No hay orden social, no hay paz, no hay gobierno posible, no hay prosperidad sólida, sin la creencia religiosa[14].

Si el pecado original de las revoluciones sudamericanas había sido entender el liberalismo en clave “irreligiosa”, la única solución posible consistía en retornar al seno de esa Iglesia y ese catolicismo que previamente, según Frías, había sido condenado como enemigo de la democracia. Y el modo de conseguirlo implicaría recuperar el vínculo con Roma, donde se encontraba “el punto culminante de nuestras relaciones exteriores”. En cuanto la Argentina era católica, apostólica y romana, sostenía, resultaba imperativo que mirara hacia la Santa Sede, depositaria de la autoridad suprema de la Iglesia, y que se pusiera a disposición del Papa: “Sometámonos! Besemos humildemente el pié del Sumo Pontífice é impetremos de su benignidad el arreglo de nuestra iglesia, el arreglo inmediato, pronto, pronto, que en esto no hay un instante que perder[15].

Frías apoyó estas ideas delineando una lectura de la historia francesa reciente en clave católica ultramontana, asegurando que era esa la dirección que el mundo estaba tomando en los tiempos recientes, y que constituía el verdadero progreso de los tiempos que corrían. En sus palabras:

 

La Europa ha protestado, ha repudiado, ha refutado, por el órgano de sus hombres más eminentes, todos esos errores de la filosofía del siglo XVIII. Chateaubriand y De Maistre iniciaron á principios de siglo esa reacción salvadora de la sociedad moderna. Muchos genios ilustres, tales como Bonald, Ballanche, O’Connel, Montalembert, Veuillot, Gousset, Lacordaire, Ravignan, la han continuado más tarde. Después del año 1848 sobre todo esa reacción ha tomado más grandes proporciones. La iglesia francesa, tan renombrada por la ciencia y las virtudes del clero, es hoy más adicta que nunca á la Santa Sede. Thiers, Odilon Barrot, Berryer, Falloux, defendían ayer con superior elocuencia en la tribuna los derechos y la independencia de la iglesia, y aplaudían esa intervención francesa, que restauraba el trono del Sumo Pontífice[16].

 

Apelando a la enumeración de referentes de autoridad, una de las estrategias retóricas más utilizadas por Frías, dicho personaje hilvanó un relato que articulaba la visión de autores tradicionalistas y reaccionarios, neo-católicos, católicos liberales e incluso antiguos radicales –como Odilon Barrot- en un intento por demostrar que el mundo avanzaba hacia un catolicismo que reconocía la primacía del Pontífice romano y se alejaba tanto de la impiedad como del galicanismo[17]. El mundo a él contemporáneo, sostendría con vehemencia, se caracterizaba por desechar los errores de la revolución francesa y edificar una nueva sociedad fundada en el orden, la libertad moderada y el retorno al redil católico –ultramontano-. La alternativa era tajante: o se aceptaba la primacía del catolicismo como garante de una libertad limitada por los principios evangélicos, o se estaba en las filas del “liberalismo irreligioso” cuyas doctrinas fomentaban la inestabilidad social.

El ejemplo áureo al que Frías apeló, sin embargo, no estaba constituido por una nación mayoritariamente católica como lo era Francia, a cuyos publicistas remitió una y otra vez. Identificó en cambio a la república norteamericana como su anhelado horizonte de llegada, puesto que en dicho país, a su modo de ver, el desarrollo de la libertad y de la democracia nunca había estado escindido de una moral intrínsecamente cristiana. Ya en los años de su exilio chileno, cuando no había adherido todavía a una perspectiva ultramontana de la fe católica[18], el emigrado porteño había comenzado a señalar en los Estados Unidos a una suerte de faro cuyo ejemplo debía guiar a las repúblicas de Sudamérica. Partiendo de una lectura en clave estrictamente cristiana de La Democracia en América de Tocqueville, Frías había sostenido que era dicha fe el principal sustento de las libertades disfrutadas por esa nación. Afirmó también, a partir de la citada obra, que era el sector católico de la sociedad norteamericana el que mostraba un mayor celo republicano y democrático[19].

Dicha perspectiva se vio reforzada luego de su traslado a París en 1848, donde su contacto con autores como el conde de Montalembert, Juan Donoso Cortés, Lerminier y Guizot reforzarían su convicción de que solo a través de la moral religiosa podían las naciones alcanzar el orden y, eventualmente, la libertad y la democracia. Y, en este marco, Estados Unidos –junto a Inglaterra- aparecían nuevamente como su modelo de referencia. Como le escribiera a Montalembert, en una carta luego reproducida por El Mercurio de Valparaíso:

 

Los códigos humanos no deben ser otra cosa que el reflejo, pálido como todas las obras del hombre, pero fiel del código revelado. […] La Inglaterra y los Estados Unidos, los dos únicos países de la tierra que hayan llegado por la religión á la verdadera civilización, no han pedido los preceptos de su libertad á los filósofos, que en nada creen, ni á los literatos, que lo creen todo; los han aprendido en la Biblia; y la primera palabra pronunciada por ellos al poner los cimientos de sus colosales monumentos fue siempre la de Dios[20].

 

Tras su retorno a Buenos Aires, Frías pondría en suspenso algunas de las aristas más conservadoras y teológicas de su discurso, en un intento por interpelar a un público que parecía mostrarse reacio a tales perspectivas. Abandonó virtualmente por completo las referencias a Donoso Cortés y a Balmes como referentes de autoridad, a la par que las exposiciones que hacían del hombre un ser caído y atravesado siempre por el pecado tendieron a perder el lugar de primacía que habían alcanzado en sus escritos franceses. En este marco -y mientras procuraba defender su adscripción a un “verdadero liberalismo” sustentado en la moral cristiana, reñido con el “liberalismo fanático” de sus adversarios-[21] su apelación al ejemplo norteamericano como horizonte de llegada al que Buenos Aires y la Confederación Argentina debían encaminarse cobró aún mayor fuerza para legitimar sus enunciaciones políticas. Como afirmó en uno de sus artículos: “Respetamos el modelo [norteamericano], y declaramos que los hemos respetado desde la niñez. Hemos bebido las ideas republicanas y democráticas en las fuentes puras de los fundadores de la libertad norte-americana. Somos calurosos admiradores de aquel pueblo eminentemente religioso y libre[22]. Aunque incluía, inmediatamente, una condición sin la cual el ideal norteamericano resultaría inalcanzable: “Pero no creemos posible practicar ya y sin preparación en nuestro país, víctima por tan largos años de todo linage de desórdenes, esas grandes instituciones políticas, que suponen el mas amplio desarrollo de una civilización cristiana[23].

Dado que en Buenos Aires la moral religiosa no dominaba aún la conciencia de los hombres, la imitación de las libertades y de las instituciones políticas estadounidenses sólo podría degenerar en anarquía, revolución y despotismo. Si los ciudadanos no habían incorporado sólidamente los principios cristianos, era preciso que una autoridad estatal fuerte, en alianza con la Iglesia, se los inculcara por medio de la educación pública. El ejemplo inmediato que debía iluminar el camino de las naciones sudamericanas no eran los Estados Unidos, por lo tanto, sino la república chilena, católica y conservadora; allí regía la “libertad moderada” pregonada por Frías, generando el marco, a su modo de ver, para un progreso más lento pero también más estable.

Frías defendió su mirada en clave cristiana del caso norteamericano apelando a diversos autores, entre los cuales descolló Tocqueville. El editor de El Orden realizó una lectura muy selectiva de La Democracia en América, y sobre ella estructuró su discurso. Pudo afirmar, así, que: “‘El espíritu de libertad, y el espíritu de religión, son los elementos de la civilización anglo-americana’. Esto no lo dice Mr. Montalembert, sino Mr. Tocqueville, autoridad que no puede ser sospechosa[24]. Mientras distintos periódicos porteños multiplicaban sus denuncias sobre el “fanatismo” del antiguo emigrado, éste comenzó a referir a autores que no pudieran ser identificados con el catolicismo ultramontano –bajo cuya luz era posible identificar a Montalembert, entre otros- y sobre los cuales, por lo tanto, no pudiera caer ninguna “sospecha” de este tipo.

En ese mismo sentido citó un pasaje de La liberté aux états-unis [1849], redactado por Michel Chevalier, en que hizo una total abstracción de las argumentaciones económicas realizadas por dicho autor para recuperar uno de los pocos pasajes en que refería a la importancia de la religión para la libertad norteamericana. Pudo así afirmar, remitiendo a dicho autor, que:

 

En Norte-América, es un principio sólidamente establecido en los Estados que dan el tono, que la república no tiene otros fundamentos sólidos que la religión, la moral, la sencillez de costumbres. En consecuencia se exije de todo hombre que se muestre religioso, esposo fiel, que sea sencillo y modesto en su modo de vivir. Podéis ser lo que os parezca: metodista, calvinista, luterano o católico: pero honraréis a Dios, le prestaréis homenaje en el templo, y si no la sociedad entera os repudiará[25].

La recuperación que Frías realizó de estos publicistas, como antes se sostuvo, resultó sumamente selectiva. Al enumerar las religiones “aceptables” que podían ser profesadas en los Estados Unidos, Chevalier había incluido también la “religión natural” de los cuáqueros y el mahometanismo[26]; en la reproducción realizada por Frías, sin embargo, éstas fueron directamente eliminadas.

La peculiar recepción de estos textos realizada por el editor de El Orden  no se limitó a excluir de las religiones legítimas a las que se ubicaran por fuera del cristianismo –o que se encontraran en sus márgenes- para explicar los progresos norteamericanos, sino que apuntó a identificar al catolicismo como la fuerza que en mayor medida impulsaba la democracia en dicho país. En sus palabras: “En los Estados Unidos el catolicismo hace cada día mas señalados progresos, como lo revelan las cifras estadísticas; y son los católicos en aquel país la porción más democrática de su población[27]. Frías convertía un argumento específico de Tocqueville, que contemplaba al catolicismo como particularmente favorable a la libertad e igualdad republicanas en el contexto particular de los Estados Unidos, en un argumento de carácter universal[28].

La mayor omisión de Frías al recurrir a la autoridad de estos autores –y de otros personajes, tales como Washington, Hamilton, Franklin, Jefferson y Millard Fillmore-[29], sin embargo, tenía un carácter diferente. Tocqueville, muy en particular, había otorgado un peso importante al “espíritu religioso” para el desarrollo de la democracia norteamericana. Pero lo había hecho bajo una condición fundamental: que los asuntos confesionales se mantuvieran cercenados de la esfera política y estatal, y que los sacerdotes, cualquiera fuera su denominación, abocaran sus tareas estrictamente a las regiones del espíritu[30]. Mientras en la Buenos Aires de aquellos años comenzaba a ensancharse una brecha entre los católicos “clericales” y los católicos “anticlericales”[31], Frías se convirtió en el campeón de la postura que defendía la unión entre la Iglesia católica y el Estado –más allá de que eso no menoscabara su apoyo a la “tolerancia” de los cultos disidentes-. A su modo de ver, dado que los habitantes de Buenos Aires no habían internalizado la moral cristiana, y que eran mayoritariamente católicos, las instituciones estatales debían coligarse con las eclesiásticas para llevar adelante el proyecto que educaría a la población en los principios de la religión. Por ese motivo, su referencia a autores como Tocqueville y Chevalier, pero también a Montalembert –para quien la Iglesia y el Estado debían estar legalmente, aunque no espiritualmente, separadas- no podía más que ser parcial en sumo grado.

 

Los Estados Unidos como tierra de libertad y ejemplo del “salto” hacia el progreso

 

Las ideas vertidas por Frías en El Orden no pasaron inadvertidas en el campo periodístico porteño. Poco después de su aparición, los dos diarios más importantes que se editaban en la ciudad, La Tribuna y El Nacional, hicieron de él su principal antagonista. Las polémicas se intensificaron particularmente en 1856.  Ese año la elite política provincial se dividió en dos facciones, con miras a los proyectados comicios legislativos: “progresistas” -vinculados a la facción de los llamados Pandilleros- y “conservadores” -asociados con los Chupandinos-. Los primeros recibieron el apoyo de El Nacional y La Tribuna, y tuvieron como eje el Club de la Guardia Nacional; los segundos tuvieron su principal sostén frente a la opinión pública en El Orden, y sus defensores se aglutinaron en la red de clubes parroquiales de la provincia[32]. Este conjunto de combates retóricos, así, cobró un carácter particularmente álgido al vincularse a los apoyos diferenciados que sus protagonistas otorgaban a las distintas listas electorales, que conducirían al recambio de los diputados bonaerenses.

Los pandilleros, como señala Mariano Aramburo, se oponían radicalmente a la figura de Urquiza y rechazaban toda política o tendencia que supusiera un acercamiento o “fusión con la Confederación. Los chunpandinos, en cambio, “eran un amplio y mayoritario grupo que incluía federales alineados tras Lorenzo Torres, ex rosista que había defendido la causa porteña después de Caseros”[33]. Más allá de sus distintas posturas sobre la religión y sobre el modelo político que tanto Buenos Aires como la nación debían seguir, los Varela y Sarmiento denostaron también a Frías por asociarse, en el contexto de las elecciones provinciales de 1856, con ese segundo grupo. Su posición vacilante con respecto al vínculo entre el recientemente fundado Estado de Buenos Aires y la Confederación, que anteponía la búsqueda de una pronta unión consensuada ante cualquier otra vía, le valdría posteriormente motes como “fraile vendido al oro de Urquiza”. A pesar de los conflictos, tanto políticos como ideológicos, que separaban a los antagonistas en dichas polémicas, todos podían sin embargo acordar en un punto: la hermana República del norte era el ejemplo que debía seguirse para alcanzar la grandeza de la nación. Pero las formas de interpretarla, como se ha ya señalado, variaban significativamente de acuerdo a las posiciones que dichos personajes ocupaban en la caldeada grilla facciosa del período.

La Tribuna había sido fundada por Héctor y Mariano Varela –hijos del fallecido Florencio Varela- en agosto de 1853. Aunque sus redactores habían apoyado inicialmente el proyecto de Urquiza, luego de la revolución del 11 de septiembre se convirtieron en paladines de la secesión bonaerense y adoptaron un programa que defendía ante todo los valores de la libertad, la democracia y el progreso. El mismo día que comenzó a publicarse El Orden, y al mismo tiempo que saludaban respetuosamente su aparición, publicaron un artículo que parecía actuar como un manifiesto de sus ideas, casi simétricamente opuestas a aquellas que postularía el periódico de Frías y Domínguez[34].

Los redactores de La Tribuna afirmaban allí que la mayor parte de los males del país tenían su origen “en la aplicación viciosa de ciertas locuciones generales: Paciencia! Paciencia! Todavía no es tiempo! El país no está preparado para eso! Hace cuarenta años”, continuaban, “que se repiten esas palabras malditas, toda vez que una reforma ó una innovación se pretende introducir en nuestro país[35]. Por culpa de ese funesto terror a la innovación, a su modo de ver, los pueblos hispanoamericanos se rezagaban y permanecían fijados en su lugar mientras que las naciones anglosajonas del continente avanzaban. ¿Cuál era el camino que permitiría resolver ese problema? No una adecuación de las instituciones a las capacidades y posibilidades de la propia tierra, como habían afirmado los románticos y, aunque en un sentido diferente, seguía afirmando Frías. Para igualar a las naciones avanzadas del globo era necesario imitarlas, sin pretender “que los hijos de esta tierra son menos y todavía no están preparados[36]. El modelo por excelencia era Estados Unidos, aunque contemplado de un modo muy diferente al que aparecería expuesto en las páginas de El Orden. Los redactores de La Tribuna ensalzaban el avance frenético protagonizado por Texas y California debido, sostenían, al constante salto hacia el futuro que caracterizaba el accionar del yankee:

 

En las manos de la Rutina, aquellos países [Tejas y California] eran poco menos que nuestra campaña; el go-a-head del atrevido Yankee los transformó en lo que son hoy día; un emporio de prosperidad y de riqueza que marcha á un engrandecimiento indefinido.

Adelante! Ahead! Ahead! Hé aquí el grito de guerra con q’ el americano del norte aterroriza y ahuyenta esos búhos de funestos presajios, cuyo fúnebre chillido alarma á los hombres débiles y afemina á los pueblos nuevos […]. Siempre es tiempo para mejorar, siempre es tiempo para adelantar, siempre es tiempo para aprender, para prosperar, para elevar su país al rango y la altura que debe tener[37].

 

Para que esta marcha ascendente del progreso fuera habilitada era necesaria la mayor expansión posible de un régimen de libertad y democracia. En ese sentido, si Frías consideraba que era preciso restringir las libertades públicas, y particularmente la de imprenta[38], los hermanos Varela la contemplaban como uno de los baluartes esenciales para la salvaguarda de dichos valores: “Demócratas hasta el infinito, miramos la libertad de pensamiento, como indispensable para la conservación de nuestro sistema. Es la garantía positiva de la libertad; el centinela que vela constantemente por el bien común[39]. Un régimen democrático, por otro lado, no se alcanzaría después de que los hombres estuvieran preparados para ello, sino que debían ser las instituciones las que lideraran el movimiento progresista. Sólo cuando, siguiendo el ejemplo norteamericano,  la institución de las municipalidades sea una verdad y un hecho práctico en nuestro país”, y cuando se expandiera la práctica del juicio por jurados, entre otras, “podremos decir que nuestro modo de ser político es democrático[40]. Por ese motivo, al afirmar Frías en uno de sus artículos que “El peor de los gobiernos es preferible a la mejor de las revoluciones”, la crítica emitida desde La Tribuna fue demoledora: el viejo emigrado fue tachado de “absolutista”, y sus ideas, se afirmó desde el periódico, no sólo eran condenatorias de la Revolución de Mayo y del movimiento anti-rosista, sino del propio mensaje de Jesucristo. Intentando revertir la significación que Frías otorgaba al cristianismo, en cuanto principal sostén del orden social, éste fue presentado como parte de un gran movimiento revolucionario:

 

para concluir, preguntaremos al Orden: ¿condenará esa gran revolución que se operó diez y ocho siglos ha, y cuyas ramificaciones abrazaron el mundo entero? Condenará el cristianismo? ¿y qué otra cosa más fue el cristianismo sino una gran revolución cuyo gefe fué Cristo, su bandera la cruz, su teatro el mundo, y su objeto la redención del género humano?”[41].

 

El sentido del cristianismo, como ya se afirmó, se encontró fuertemente disputado en la Buenos Aires de este período entre quienes, como Frías y los redactores de La Relijion, lo pensaban como un factor de orden y de regeneración moral, encarnado en una “sociedad perfecta” de carácter global que tenía su centro geográfico y espiritual en Roma, y quienes, como los hermanos Varela, veían en él un factor humanitario de progreso, portador de los ideales de libertad e igualdad y sometido mayoritariamente a los intereses y necesidades de la sociedad local. Así, desde La Tribuna se lo podía incluir en la misma línea de un gran movimiento revolucionario que signaba la época por ellos vivida y que finalmente conduciría, a partir de su caos creador, a la institucionalización de un orden:

 

Los sucesos prósperos como los contrastes de la reacción, las victorias como los reveses de la libertad, los triunfos como las derrotas de la democracia, todo es igualmente útil á la revolución. Su objeto está designado, y trazado su camino; realizar la disolución de la vieja sociedad, empujándola hasta el estremo límite de la anarquía, y proceder á la construcción de la sociedad nueva, fundándola sobre una ciencia social, que establezca la unidad en las ideas y en las creencias, y sobre una sanción religiosa que instaure la unidad en las voluntades y en las acciones. Solamente entonces acabará la época de la revolución porque habrá sido inaugurada la época del orden social[42].

 

Los hermanos Varela, que reivindicaban el papel de campeones del anti-rosismo y de la lucha contra los resabios de barbarie que aún pudieran restar en la sociedad porteña, cantaban loas a una libertad magmática de la cual nacería el progreso futuro. Y el ejemplo norteamericano, encarnado sobre todo en el dinamismo de Texas y de California, emergían como el epítome de dicho proceso a la vez que como el ejemplo que Buenos Aires debía imitar para adentrarse en la senda de ese progreso en apariencia tan próximo.

Sarmiento desarrolló una estrategia similar desde las páginas de El Nacional, que era, junto a La Tribuna, el periódico de mayor presencia en la Buenos Aires de esos años[43]. El sanjuanino también afirmó que era necesario copiar instituciones foráneas para asegurar el crecimiento del país, marcando su quiebre definitivo con el modelo historicista de la Nueva Generación. El problema de la Argentina no había sido, per se, la imitación de modelos extranjeros, sino el haber copiado los modelos equivocados: “No está el error en haber imitado y aún plagiado, sino en haber copiado pésimos modelos, y esos son los que nos ha dado la Francia, en la revolución del 89, en el imperio, en la restauración, en la república y en el socialismo[44]. El modelo que debían seguir, como lo había venido afirmando desde fines de la década de 1840, era en cambio el norteamericano, que sancionaría la entrada al reino de la libertad. Según la opinión de Sarmiento,

 

el progreso es fruto de la libertad que pone en movimiento febril la inteligencia y el capital. Y el hecho práctico aquí desmiente la idea del progreso lento, paulatino, moderado. El progreso ha sido exabrupto, repentino, rápido. En tres años se ha hecho lo que Chile, por ejemplo, ha dado en treinta en lo material[45].

Si alguna vez Sarmiento se había plegado a los modelos del historicismo, afirmando que era preciso adecuar las instituciones políticas a las creencias y costumbres rioplatenses, su estadía en los Estados Unidos durante la década de 1840 lo había convencido de que solo la libertad podía permitir a los hombres eliminar los obstáculos que impedían un impulso intrínseco a marchar en la senda del progreso[46]. Así, frente a una Buenos Aires a la que la libertad recuperada tras la caída de Rosas parecía estar permitiendo enormes avances en el plano material, condenó cualquier perspectiva que procurara refrenar la erección de instituciones libres –que siguieran el modelo norteamericano- en dicha provincia. Esto incluía no solo a los planteos de Frías, teñidos de un prisma moral y cristiano, sino también aquellos que adjudicaba a Alberdi, con su cautelosa propuesta de que, en el corto y mediano plazo, resultaba preciso que la Confederación Argentina adoptara la forma de una autoritaria “república posible”. Al referir a las creencias del “partido moderado”, Sarmiento escribía que:

 

Este partido, cuyos sostenedores se llaman a sí mismos sensatos, juiciosos, moderados, llama á sus adversarios locos, inmoderados, insensatos. […] Los escritos de Alberdi están llenos de esa fraseología. Son los Estados Unidos un modelo, que en cuanto á la libertad política lo aplauden, con la única restricción de que no nos hallamos á la altura de la civilización conveniente para adoptar sus instituciones[47].

 

Pero, de acuerdo con el redactor de El Nacional, los Estados Unidos habían alcanzado en 1776, cuando adoptaron sus instituciones, un nivel civilizatorio menor al que en ese momento disfrutaba Buenos Aires. Tampoco podía adjudicarse su buen funcionamiento al predominio en dicho país de la “raza sajona”, puesto que ese mismo predominio podía observarse en Canadá, Alemania e Inglaterra y, sin embargo, la república norteamericana “les exceden en libertad y civilización[48]. Para Sarmiento, de este modo, la noción alberdiana de que el “trasplante” de la población europea era preciso para modificar las costumbres locales, en cuanto premisa fundamental para la erección de instituciones libres, no podía más que ser espuria[49].

No era Alberdi sino Frías, en cualquier caso, el principal antagonista retórico de Sarmiento cuando escribía dichas líneas. Para socavar la imagen que dicho personaje había postulado sobre los Estados Unidos, se introdujo también en el terreno al que éste prestaba mayor atención: el religioso. Sarmiento, al igual que Frías, consideraba que la religión cumplía un papel importante para el funcionamiento de la democracia norteamericana[50]. Pero si este último planteaba que el cristianismo actuaba como virtualmente el único elemento capaz de garantizar las amplias libertades de los norteamericanos, a la vez que procuraba destacar la primacía del catolicismo en dicho plano, Sarmiento se explayaría sobre dicho punto de un modo muy diferente. Enfatizó, así, la absoluta libertad de cultos que regía en dicho país. “Esto repiten”, sostuvo, “treinta constituciones y á la de la Unión entre las limitaciones puestas á la soberanía ejercida por el Congreso, se le puso la de ‘no dar leyes respecto de establecimiento de una religion, ó la prohibición de otra’”[51]. Podía afirmar, así, que:

 

Este es el pueblo modelo en espíritu religioso, y al que se nos propone imitar. Se nos dice que nosotros no hemos llegado á esta altura de sentimientos religiosos, para poner en nuestras constituciones tales declaraciones. Luego entonces no se invoquen torcidamente las palabras raza, civilizaciones, religión para sostener contrasentidos. Si no son eminentemente religiosos aquellos principios, no eran eminentemente religiosos los autores de esas instituciones; y si no queremos hacer lo que tan insignes varones y pueblos tan religiosos hacen y practican, no nos reputemos más religiosos que los que quieren tales cosas[52].

 

Al contemplar la experiencia norteamericana, Sarmiento subrayó un elemento que Frías luchaba dificultosamente por soslayar: el hecho de que el gran ejemplo de este último, un país donde las libertades públicas se encontraban intrínsecamente asociadas al espíritu cristiano, sostuviera como uno de sus principios fundamentales la no injerencia –teóricamente, al menos- del poder político sobre la esfera religiosa. El editor de El Nacional podía así revertir la apelación que su antagonista realizara al caso norteamericano para encontrar en una libertad que fuera lo más extensa posible, incluso en el plano espiritual, el fundamento de los progresos realizados por dicho país[53].

Sarmiento podía preguntarse, entonces: “¿Qué es el progreso? Es ir hacia adelante, es mejorar intelectualmente, moralmente, materialmente[54]. Para poder nutrirse de sus frutos eran necesarios tres elementos fundamentales: “Depende”, en sus palabras, “de la libertad, de la inteligencia y del capital de que un pueblo goza[55]. Dado que los Estados Unidos –y California en particular, durante aquellos años- gozaban de dichos elementos en mayor medida que cualquier otro país de Europa o América, su avance lideraba la marcha del mundo entero. Por ese mismo motivo debía denunciarse el programa de aquellos que, como Frías y Alberdi, se llamaban a sí mismos “moderados”: porque intentar contener una de las tres potencias que hacían a la puesta en marcha del progreso, en este caso la consolidación de instituciones libres y democráticas, no podía más que resultar en una importante merma del desaforado salto hacia adelante que se buscaba. Del mismo modo que Héctor Varela había enaltecido una libertad magmática que conduciría inexorablemente al adelantamiento y fortalecimiento de Buenos Aires, Sarmiento podía considerar que, incluso si menoscababa la inmediata consecución del orden, solo la libertad podía garantizar que las potencias del progreso se desenvolvieran sin trabas. Como sostenía en uno de sus artículos:

 

En Buenos Aires había hasta 1851 capitales, y no se notaba progreso: había orden, mucho orden, y no había progreso; había inteligencia, pues que á la mañana siguiente la hubo, y no había progreso.

¿Qué faltaba? Faltaba libertad, mucha libertad. Para obtenerla era necesario el desorden, la guerra; y con guerra y desorden que duró dos años obtuvimos la libertad[56].

 

Sarmiento, al igual que Héctor Varela, situaba en la libertad al elemento fundamental que permitiría a la provincia de Buenos Aires adentrarse en la senda del progreso. Como lo había afirmado en años anteriores, influido por el ejemplo norteamericano, sería esa misma libertad, encarnada en la acción democrática que los sujetos debían desarrollar en los aún inexistentes municipios, la encargada de educar para la ciudadanía. En contra del lenguaje político adoptado por Frías, que enfatizaba el carácter corrompido del hombre y la necesidad de que sus pasiones inmanentemente negativas fueran contenidas –ya fuera por el Estado y la Iglesia o por la interiorización de la moral cristiana-, Sarmiento y Varela contemplaban las capacidades de los sujetos bajo una luz positiva: era necesario disponer de instituciones que impulsaran su búsqueda innata de aquella libertad que los conducía a su propio mejoramiento y, junto a él, al avance de la república que se pretendía construir en la Argentina.

 

El modelo constitucional norteamericano frente a la disputa religiosa: la Convención Reformadora de la Constitución y el recrudecimiento de la polémica

 

Frías abandonó la redacción de El Orden a fines de 1856 para volcarse a la labor legislativa y a diversas actividades vinculadas al naciente asociacionismo católico. Su experiencia en dicho diario, sin embargo, no había resultado estéril: el año anterior había sido electo diputado provincial y en 1856, tras las primeras elecciones verdaderamente reñidas de la década, la lista defendida por su periódico se había alzado con el triunfo[57]. Si bien algún tiempo después comenzó a desempeñarse como redactor principal del periódico La Relijion, su menor tirada y la apelación a un público más restringido quitó centralidad a sus polémicas con Sarmiento y Varela en el campo periodístico bonaerense.

Esto no significa, sin embargo, que las disputas entre un sector de católicos “clericales” con otro de católicos “anticlericales”, cuyas líneas de demarcación comenzaban a tornarse más definidas, menguaran. Aunque muchas de las disputas entre los “clericales” y los “anticlericales” siguieran reflejando problemas de vieja data, tales como los límites de la injerencia del Estado sobre la Iglesia y el papel del patronato, el escenario se vería profundamente modificado en la segunda mitad de la década de 1850 por dos elementos novedosos. En primer lugar la llegada a la ciudad de la masonería, que como señala Roberto Di Stefano cambió por completo las reglas del juego. Por medio de ella el anticlericalismo pudo encontrar una verdadera base organizativa en la trama de instituciones y medios que acompañaron su desarrollo[58]. En segundo lugar, y si bien todavía de un modo incipiente, comenzaron a circular en la esfera pública porteña discursos que se desplazaban desde un “catolicismo anticlerical” hacia un cada vez más nítido anticatolicismo.

Los avatares del conflicto entre la Confederación Argentina y el Estado de Buenos Aires, en este contexto, darían forma a un nuevo escenario en que los debates sobre el papel político y social de la religión retornara –brevemente- al centro de la discusión.

Tras la derrota de las tropas bonaerenses en los campos de Cepeda y la firma del pacto de San José de Flores, en 1859, Frías movilizó sus redes de contactos para embarcarse en nuevas empresas asociativas, cuyo fin último sería consolidar la unificación nacional lo más rápido que fuera posible. El 24 de noviembre de ese año fundó la Asociación de la Paz, junto a diferentes personajes tales como el joven José Manuel Estrada –colaborador de La Relijion-, el militar Emilio Conesa, Miguel Azcuénaga y Ambrosio P. Lezica –respectivamente, un acaudalado terrateniente y un inmensamente acaudalado comerciante-[59]. Sus redes relacionales, sin embargo, no se agotaban en ese grupo. En febrero de 1860 participó de la fundación del periódico La Patria junto a Miguel Cané, Vicente Fidel López, Luis Frías, José Domínguez, José Roque Pérez y Manuel Rafael García, con el objeto de promover la aceptación de la Constitución de 1853 sin reformas[60].

La Convención comenzó a sesionar en febrero, con Frías liderando el grupo minoritario que, vinculado a la Asociación de la Paz, atravesaría las sesiones en silencio manifestando un apoyo en principio total al texto constitucional de 1853[61]. En el último encuentro, luego de que los convencionales del grupo mayoritario –con Sarmiento contándose entre ellos- se hubieran expedido sobre las distintas reformas sugeridas, levantó sin embargo su voz para plantear una cuestión que hasta el momento había sido casi por completo soslayada: el tipo de vínculo que la constitución nacional debía sancionar entre la Iglesia y el Estado.

Esta cuestión, a diferencia de lo ocurrido en la Convención de Buenos Aires, había sido fuertemente debatida en el Congreso Constituyente de 1853. La fórmula que allí primó luego de extensas discusiones declaraba, de modo escueto, que “El Gobierno federal sostiene el culto Católico, Apostólico, Romano”. Más allá de las ambigüedades de dicho artículo, se declaraba que el Estado sostenía materialmente el culto externo del catolicismo, aunque sin adoptarlo como religión oficial y proclamando al mismo tiempo la libertad de cultos en el territorio nacional. El texto constitucional, a su vez, otorgaba al naciente Estado argentino la potestad patronal sobre el nombramiento de los obispos, quedando también en manos de sus distintos poderes la concesión del “pase” a las bulas papales y el derecho de habilitar o impedir la instalación de congregaciones religiosas en su territorio[62].

El mero “sostén” del culto católico, entonces, había sido la opción finalmente triunfante en 1853[63]. Y fue ese punto el que Frías intentó modificar durante la sesión final de la Convención de 1860, proponiendo que el artículo 2° de la constitución proclamara: “La Religión Católica, Apostólica, Romana es la religión de la República Argentina, cuyo gobierno costea el culto. El gobierno le debe la más eficaz protección, y sus habitantes el mayor respeto y la más profunda veneración[64]. Abandonó por completo, para defender su posición, las aristas teológicas que su discurso había revestido en ocasiones anteriores; ante un auditorio que se mostraba sumamente reacio a las discusiones confesionales, también Frías apoyó su exposición en un plano estrictamente político y terrenal[65].

La intervención del convencional “clerical” repitió los tópicos que había estado desarrollando desde hacía ya una década y se construyó sobre tres puntos fundamentales: no eran las instituciones, sino los hombres el elemento fundamental para un buen gobierno; sólo los hombres educados por la religión para la libertad podían ser libres[66]; y, dado que el catolicismo era la religión del pueblo, debía seguirse el ejemplo de las provincias, “mejor inspiradas que el Congreso Nacional”, y declararlo como religión del Estado.

Los argumentos esgrimidos para defender su posición fueron también los que había expuesto ya numerosas veces: que los problemas del país habían emergido porque los hombres de mayo, discípulos de Rousseau y plagiarios de la revolución francesa, habían intentado crear una república en contra de la religión; que perdida la moral religiosa las sociedad hispanoamericanas habían oscilado continuamente entre el despotismo y la anarquía –más allá de lo buenas o malas que pudieran ser sus instituciones-; y que Estados Unidos, el país más libre y adelantado del mundo, sólo era tal gracias a la alianza de la religión y la libertad, llevada a su mayor grado de perfección por los católicos de dichas tierras –como, a su modo de ver, afirmaba Tocqueville-[67].

Las referencias a la “República Modelo” norteamericana, que atravesaron una gran parte de las discusiones durante la Convención[68], se situaron en el corazón del discurso de Frías. Éste sostuvo, como elemento fundamental de su argumentación, que “Las instituciones, se ha dicho con razón, no tienen más valor que el de los hombres destinados a practicarlas[69]. Un pueblo, entonces, no podía alcanzar la libertad por medio de sus leyes, sino por una pureza de sus costumbres que sólo podía obtenerse merced al influjo de la religión: “La verdad, Señores, es que no son libres sinó los pueblos educados, y educados por la relijion para la libertad[70].

En ese punto residía el secreto del éxito encarnado por los Estados Unidos. Allí había primado desde sus inicios una alianza inquebrantable entre la religión y la libertad. En palabras de Frías:

 

Aquella civilización, Señores, fue fundada por un puñado de beatos, llenos de fe en Dios, y de respeto por la ley divina. […] Celosos del cumplimiento de sus deberes, comprendieron desde el primer momento que solo es libre el hombre cuando obedece al Criador, cuando siente en la propia conciencia el freno de la regla moral, cuando obra por fin en provecho suyo y del prójimo el bien que la ley religiosa prescribe. La libertad no era para aquellos colonos una cosa que se escribe en el papel, era un dogma de la conciencia, un hábito de la vida; en una palabra, eran libres porque eran cristianos; y podían tomar parte del gobierno de la sociedad a la que pertenecían, porque la relijion les había enseñado á gobernarse á sí mismos[71].

 

En ese punto se hallaba, de acuerdo con el convencional “clerical”, la diferencia fundamental entre la revolución norteamericana y aquella desarrollada en territorio argentino. En el plano local, la religión y la libertad habían estado divorciadas desde el comienzo: “La libertad es en la América del Norte hija del cristianismo, en la del Sud es hija de la revolución[72]. Los pioneros de la independencia en la América del Sud, aunque sus intenciones hubieran sido buenas, habían sucumbido ante las ideas “equivocadas” de filósofos como Rousseau, olvidando que sólo por medio de la religión se puede moralizar a los hombres, permitiendo así evitar el desborde de sus pasiones.

Esto no significaba, sin embargo, que el modelo religioso norteamericano debía ser copiado a rajatabla en la naciente República Argentina. El motivo de ello, para Frías, consistía en lo que contemplaba como una diferencia basal entre la realidad social de uno y otro país:

 

¿Por qué, se pregunta, introducir en nuestra Constitución un artículo que no existe en la de los Estados Unidos? –Porque aquí no hay infinitas sectas que nos dividan, porque los arjentinos son todos católicos; y porque los estranjeros que vienen al país, y que deseo lleguen por millares, no piden ni necesitan mas cuando no son católicos, que la tolerancia de que han gozado y á la que no se ha opuesto el reconocimiento de una relijion de Estado[73].

 

 La justificación otorgada para enaltecer al catolicismo como religión oficial no emergía de una pretendida superioridad teológica de dicha fe, ni de algún tipo de comunión trascendente entre el pueblo argentino y el credo católico. El argumento revestía, en cambio, un carácter estrictamente terrenal y sociológico: dado que la población argentina era casi enteramente católica, consideraba Frías, se mostraba perfectamente lógico que dicha orientación fuera institucionalizada por la Constitución nacional.

En este sentido, la vía de acción genuinamente “liberal” y que, tácitamente, mejor se ceñía al espíritu de las leyes norteamericanas, era a su modo de ver la instauración del catolicismo como religión del Estado, acompañada de la “liberación” de la Iglesia de sus ataduras estatales. Si los “liberales” se mostraran “consecuentes consigo mismos”, sostuvo Frías, debían asegurar la libertad de la Iglesia en cuanto representante de la religión del pueblo. ¿Cuál era, se preguntaba, “el presente” hecho por la nueva constitución a una institución eclesiástica que no se correspondía ya con la religión oficial del Estado? “Un salario y el patronato real, que hace á la Iglesia más esclava en una república, que lo es en Rusia[74]. La única solución posible era seguir de las constituciones provinciales, “mejor inspiradas” que la nacional, que habían formalizado al catolicismo como su religión oficial.

Las palabras del convencional “clerical” generaron una breve batahola en el recinto de la Convención, cuyos integrantes, como señala Ignacio Martínez, temían despertar reacciones encendidas que pudieran poner en peligro el proyecto nacional que se estaba allí tejiendo[75]. Roque Pérez propondría dejar “esta cuestión vidriosa, para una conferencia entre amigos”[76], y Sarmiento acusó a su viejo compañero de “echar una tea incendiaria para hacer arder las pasiones[77]. Fue este último, sin embargo, quien respondió más extensamente a la propuesta de Frías. No era la religión, a su modo de ver, el motor que había permitido a Estados Unidos desarrollarse, sino la libertad de conciencia, que conformaba la base de toda libertad. De este modo, las leyes con respecto a la libertad de conciencia se inscribían en una suerte de progresión histórica:

 

considerando que este artículo [2° de la Constitución Nacional] es una conquista que el progreso ha hecho sobre la Constitución de Buenos Aires, mui atrasada á ese respecto, quisimos conservar la conquista que ha hecho el pueblo arjentino, porque creíamos que después de haber dado un paso hacia adelante, no debíamos dar un paso hacia atrás; y á medida que fueran corriendo los años en la via de progreso en que vamos, las Provincias habían de aprobar otros pensamientos como más avanzados[78].

 

Sarmiento argumentaba la existencia de una senda de progreso lineal, que conducía desde la menor hacia la mayor libertad de cultos y de conciencia, y a la cual también las provincias terminarían por adaptarse. Podía, así, delinear una suerte de taxonomía progresiva de los gobiernos con relación a su apertura religiosa: el más retrasado era el Estado romano, donde “los pecados y los delitos son castigados por los mismos jueces”; en un segundo lugar se encontraba el caso de Buenos Aires, donde se declaraba una religión oficial pero se permitía la libertad de cultos; la Confederación había dado aún otro paso, asumiendo sólo el sostenimiento del culto; el punto de llegada, finalmente, sería el ejemplo norteamericano, donde el Congreso no podía legislar sobre religión, ni preferir ningún culto sobre otros[79].

De acuerdo con Sarmiento, el gran logro de los Estados Unidos había consistido en la instauración plena de la libertad de conciencia. En dicho país la religión ya no se encontraba “armada” por el poder civil, y no podía por tanto oprimir las conciencias individuales. Ese mismo hecho explicaba los progresos de la fe católica en la república del norte: “Y si progresa el catolicismo en los Estados Unidos, es por eso; porque el catolicismo no está armado y no puede perseguir a nadie, ni condenar á la conciencia[80]. Disociar el poder religioso del poder civil, así, constituía para dicho personaje un avance fundamental en la senda del progreso, y declarar una religión oficial del Estado implicaría volver sobre la senda progresiva recorrida desde los tiempos coloniales.

Una opinión similar sostendría Roque Pérez, para quien “En la época en que vivimos, y conquistada la libertad de conciencia como derecho político, es un anacronismo recordarnos otras doctrinas, que en América no tiene raíces[81]. También dicho convencional apeló al ejemplo norteamericano para recusar el artículo propuesto por Frías, aunque en un sentido un tanto diferente. Refiriendo al abundante número de ocasiones en que la referencia a los Estados Unidos había emergido durante el debate, afirmó que

 

puesto que es moda citar las doctrinas de tan nobles escritores [norteamericanos], yo invocaré aquí las de Hamilton, que aconsejaba á sus conciudadanos propusieran las ideas y deseos de reformas para después de realizada la Unión Americana[82].

 

 El objetivo fundamental, consideraba, era lograr la unificación nacional sin mayores conflictos[83]. Y, como en todos los casos anteriores, parecía posible recurrir a alguna figura proveniente de la “república modelo” para legitimar su postura.

La propuesta de Frías resultó finalmente descartada. José Mármol convocó a una votación para definir si se modificaría el artículo 2°, cuyo resultado fue negativo. Concluía, de ese modo, la Convención de Buenos Aires. Así quedaba definitivamente consolidado ese nuevo umbral de laicidad por el cual se declaraba la libertad de cultos y se abandonaba la identificación entre la fe católica y el Estado nacional en ciernes, aunque se la sostuviera materialmente y, de ese modo, pudiera conservarse la potestad patronal. Y las referencias al modelo norteamericano, más allá de sus interpretaciones divergentes y contradictorias, no dejaron de emerger como una suerte de “talismán” – de acuerdo con la caracterización de Jonathan Miller- que revestía de una pátina de solidez a la constitución reformada.

 

Reflexiones finales

 

Resulta difícil dudar que, para los integrantes de la Generación del 37, Francia actuó como un inicial modelo de referencia. Más allá de que pudieran denunciar al régimen asociado con la Monarquía de Julio, consideraban que dicho país encarnaba el eje más avanzado de una suerte de razón universal. En cuanto tal, sostenían, debía actuar como faro para el desarrollo de la sociedad rioplatense –un desarrollo que, en cualquier caso, no podía más que estar atado a las formas y determinantes históricos propios de dicha región-. Pero, mientras los años del exilio se acumulaban sin un final aparente, y la persistencia de Rosas en el poder parecía ser por momentos inexpugnable, las antiguas certezas de los jóvenes románticos comenzaron a resquebrajarse.

Los viajes realizados por este conjunto de personajes tuvieron un papel fundamental en dicho proceso: Sarmiento, por ejemplo, deploró las enormes desigualdades que percibió en el viejo mundo, pero se vio en cambio maravillado por la pujanza y el espíritu cívico de la sociedad norteamericana; Frías sufrió una fuerte decepción al contemplar los frutos de la revolución francesa de 1848, y comenzó a asociar a dicho país con una inherente inestabilidad política sostenida sobre su alejamiento de los principios cristianos –cuya máxima expresión creyó encontrar en la difusión de las doctrinas socialistas-.

En este contexto, el lenguaje político historicista antes compartido comenzó a ser abandonado en busca de nuevos marcos conceptuales que pudieran explicar la realidad nacional y apuntalar nuevos proyectos que permitieran a una Argentina todavía en ciernes dotarse de estabilidad y encaminarse en la senda del progreso. Si bien los fundamentos para dicha apreciación pudieran variar de un modo notable, virtualmente ninguno de estos actores prescindió del modelo norteamericano como un nuevo horizonte de llegada. Tanto Sarmiento como Frías –junto a personajes que habían entrado más tarde a la arena pública, como Héctor Varela- creyeron descubrir en la república del norte un nuevo ideal que podía guiar los pasos de la sociedad rioplatense.

En el caso de Frías, si bien adoptó una perspectiva conservadora y ultramontana durante sus años de exilio, nunca abandonó una postura que pretendía conciliarse con cierto tipo de “liberalismo”, si bien sólidamente anclado en los valores cristianos. Los objetivos finales de toda sociedad, a su modo de ver, consistían en la consecución de la libertad y la democracia, pero eso sólo sería posible cuando sus integrantes hubieran logrado interiorizar la moral cristiana. Así, Frías no contó entre sus referentes a los autores más claramente asociados con una posición reaccionaria o ultracatólica –Louis Veuillot, Bonald o De Maistre-, sino que apoyó su discurso en políticos y publicistas vinculados al catolicismo liberal –Montalembert y Lacordaire- junto a, por ejemplo, Tocqueville y Chevalier.

Esta vertiente se vería reforzada tras su retorno a Buenos Aires, donde la “opinión pública” –si se la puede asociar con aquellos periódicos que contaban con un mayor número de suscriptores- se oponía férreamente a su búsqueda de una “libertad moderada” y a su perspectiva ultramontana. Mientras procuraba consolidar su identificación con su particular comprensión del liberalismo, pudo apelar al ejemplo norteamericano como ideal de libertad y democracia hacia el cual tanto el Estado de Buenos Aires como la Confederación Argentina debían propender. Si en un corto plazo su ideal de una “libertad moderada” debía conducir a la limitación de las libertades públicas, en sintonía con lo que había observado en la conservadora república chilena, su ideal no dejaba de residir en la –a su modo de ver- cristiana democracia que se practicaba en los Estados Unidos. Sólo cuando los dogmas evangélicos se hicieran uno con la población, afirmó así, podría un “verdadero” liberalismo ser practicado.

Esta postura –que en su forma exterior no difería demasiado de aquella sugerida por Alberdi, aunque sus acentos estuvieran situados en ejes muy distintos-[84] sería denostada por Varela y Sarmiento. Tales personajes denunciaron a la prédica de Frías como “absolutista” y “reaccionaria”, a la vez que como completamente fuera de lugar en la Buenos Aires de aquellos años. Aunque pudieran apelar a la autoridad de los mismos autores –Tocqueville, en particular- el marco conceptual a partir del cual leyeron la realidad nacional y el caso norteamericano era muy diferente. Las instituciones políticas no debían constreñir las libertades individuales, consideraban, sino potenciarlas. Era en ese sentido que la “libertad moderada” pregonada por Frías podía cobrar ante ellos un aspecto “reaccionario”: convencidos de las capacidades innatas de los hombres para abalanzarse hacia la búsqueda del progreso, cualquier escollo puesto en su camino no podía más que redundar en la obstaculización de dicho proceso. El ejemplo norteamericano, por lo tanto, no emergía como algo que podría imitarse sólo en algún momento indeterminado y posiblemente lejano del futuro. Como afirmara Varela, “Adelante! Ahead! Ahead! Hé aquí el grito de guerra con q’ el americano del norte aterroriza y ahuyenta esos búhos de funestos presajios, cuyo fúnebre chillido alarma á los hombres débiles y afemina á los pueblos nuevos[85]. El momento para lanzarse hacia el progreso era ahora mismo. Casi nada, un puro impulso inicial solamente, separaba a una Argentina todavía desunida para alcanzar a la república idealizada del norte.

 

 



[1] Esto de ningún modo implica que, abrevando en la tradición de la “historia de las ideas”, este trabajo pretenda analizar la mayor o menor “desviación” de los planteos realizados por estos personajes con respecto a un modelo “puro” del funcionamiento institucional norteamericano. La apelación al ejemplo de los Estados Unidos es analizada en su sentido performativo, en cuanto una herramienta para legitimar los discursos y proyectos políticos en pugna en la esfera pública porteña del período. Sobre estos temas puede consultarse Palti, Elías, El tiempo de la política. EL siglo XIX reconsiderado, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.

[2] De acuerdo con Pocock, los lenguajes políticos pueden ser definidos como “una forma de hablar y escribir que es reconocible, internamente consistente, capaz de ser ‘aprendido’, y suficientemente distinto de otros como él para permitirnos considerar qué ocurre cuando una expresión o problema migra, o es traducido, fuera de ese contexto hacia otro”.  Propugna a partir de ello un modelo heurístico “en el que un número de paradigmas lingüísticos […] pueden ser reconocidos como ocurriendo al mismo tiempo, pudiendo ser distinguidos y que interactúan entre ellos, de modo que un debate puede ser visto como desarrollado en un texto complejo escrito en numerosos idiomas y en varios niveles de sentido de forma simultánea” Pocock, John Greville A. “The reconstruction of discourse: towards the historiography of political thought”, en Pocock, John Greville A., Political thought and history. Essays on Theory and Method, Cambridge, Cambridge University Press, 2009, pp. 77-78.

[3] Di Stefano, Roberto, “Asuntos de familia: clericales y anticlericales en el Estado de Buenos Aires”, en Di Stefano, Roberto y Zanca, José, Fronteras disputadas: religión, secularización y anticlericalismo en la Argentina (siglos XIX y XX), Buenos Aires, Imago Mundi, 2016.

[4] Juan Manuel Romero, por ejemplo, analizó las imágenes cambiantes sobre los Estados Unidos que se formularon en territorio del naciente estado argentino durante el siglo XIX. Si bien distintos políticos y publicistas apelaron a dicho modelo ya desde la década de 1810, Romero señala que fueron los integrantes de la Generación del 37 quienes, en las décadas de 1840 y 1850, lo identificaron como el referente por excelencia al que debían ceñirse la constitución y las instituciones políticas locales –más allá de las disputas y diferencias entre las distintas posiciones en juego-. Según Jonathan M. Miller, por su parte, la constitución norteamericana no sólo actuó como un modelo para la Argentina, sino que se convirtió también en un “artículo de fe” que otorgaba legitimidad a la legislación local. En este sentido, afirma dicho autor, la constitución norteamericana actuó como una suerte de talismán que en sí mismo actuaba como fuente de autoridad. Romero, Juan Manuel, “El espejo norteamericano: imágenes de los Estados Unidos en la Argentina del siglo XIX: 1852-1912”, Tesis de Maestría, Universidad de San Andrés (2018) y Miller, Jonathan, “The authority of a foreign talisman: a study of U.S. constitutional practice as authority in nineteenth century Argentina and the argentine elite’s leap of faith”, American University of Law Review, Nº 46, 1997. Sobre la recepción del constitucionalismo y la jurisprudencia norteamericana en este período también puede consultarse Zimmerman, Eduardo, “Translations of the “American Model” in Nineteenth Century Argentina: Constitutional Culture as a Global Legal Entanglement”, en Duve, Thomas (ed.), Entanglements in Legal History: Conceptual Approaches, Max Planck Institute for European Legal History, Frankurt am Main, 2014, 385-421; Levaggi, Abelardo, “La interpretación del derecho en la Argentina en el siglo XIX”, Revista de Historia del Derecho, Nº 7, 1980, pp. 23-122 y Pérez Guilhou, Dardo, “Primer debate sobre el control jurisdiccional de constitucionalidad (1857-1858)”, Revista de Historia del Derecho, Nº 10, 1983, pp. 147-170.

[5] Es necesario remarcar que ese marco de referencias conceptuales, particularmente nítido en sus escritos desarrollados en Francia, tendió a difuminarse a su retorno a Buenos Aires. Frías debió moderar las aristas más negativas de su perspectiva antropológica para adecuarse a una opinión pública porteña que era muy diferente a la conformada por el público chileno para el que había escrito previamente. Ciertos trazos más claros de ese lenguaje político reaparecerían en sus textos, sin embargo, al hacerse cargo de La Relijion a fines de la década de 1850. Sobre este tema puede consultarse Castelfranco, Diego, “¿Dios y Libertad? Félix Frías y el surgimiento de una intelectualidad y un laicado católicos en la Argentina del siglo XIX”, Tesis doctoral, Universidad Nacional de General Sarmiento e Instituto de Desarrollo Económico y Social, 2018.

[6] Palti, Elías, El momento romántico. Nación, historia y lenguajes políticos en la Argentina del siglo XIX, Buenos Aires, Eudeba, 2009, pp. 74-75.

[7] Botana, Natalio, La tradición republicana: Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo, Buenos Aires, Sudamericana, 1984, pp. 285-293 y 317-331.

[8] Las apreciaciones divergentes sobre un concepto tan polisémico como el de “libertad”, ciertamente, no eran nuevas. Como señalan Gabriel Entin y Loles González-Ripoll, ya a fines del siglo XVIII, y muy particularmente tras la radicalización del proceso revolucionario en Francia, habían comenzado a circular en Iberoamérica dos comprensiones diferentes del término: una que defendía la “verdadera libertad”, vinculada a la religión católica y al orden tradicional contra la expansión del “libertinaje” y la “licencia”; y otra que interpretaba el concepto en clave positiva, en cuanto formalización de las libertades naturales reclamadas a lo largo del siglo. Ambas perspectivas, a su vez, debieron entretejer sus propias concepciones del término con una comprensión del orden -en particular durante el período postrevolucionario- y con una expansiva pero sinuosa noción de “liberalismo”. Ver Entin, Gabriel y González-Ripoll, Lole y Entin, Gabriel, en Fernández Sebastián, Javier (dir.), Diccionario político y social del mundo iberoamericano. Conceptos políticos fundamentales, 1770-1870, Tomo 5, Universidad del País Vasco, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid. 2014, pp. 15-69.

[9] Frías, Félix, “15 de julio de 1855”, Escritos y discursos de Félix Frías, Vol. II, Imprenta y Librería de Mayo, 1884, p. 2.

[10] Frías, Félix, “15 de julio de 1855”, Ob. Cit., Vol. II, p. 2.

[11] Frías, Félix, “15 de julio de 1855”, Ob. Cit., Vol. II, p. 2.

[12] Ya en Francia Frías había abandonado la idea de la única organización política deseable era la republicana. En un artículo de 1853, así, podía elogiar a la monarquía brasilera por haber conseguido un orden estable pero no despótico. La nota inaugural que publicó en El Orden, por otro lado, daba cuenta de que el Impero del Brasil había alcanzado “las amplias libertades de que goza” apelando a una política conservadora. Frías, Félix “París y Roma”, 25/10/1853 y “Nota inicial del diario”, 15/07/1855, en Frías, Félix, Ob. Cit., Vol. I y II, pp. 325-342 y 1-9.

[13] Para ambos, de hecho, un modelo de referencia para el corto y el mediano plazo sería la conservadora y fuertemente presidencialista república chilena. Sobre el caso de Alberdi puede consultarse Zimmerman, Eduardo Liberalisme et conservatisme dans la pensée d’Alberdi”, en Quatrocchi-Woisson, Diana (dir.), Juan Bautista Alberdi et l’indépendance argentine. La force de la penseé et de l’ecriture, París, Presses Sorbonne Nouvelle, 2011, 236-254; y Botana, Natalio, 1984, Ob. Cit., p. 352.

[14] Frías, Félix, “La Iglesia, 5 de agosto e 1855”, en Frías, Félix, Ob. Cit., Vol. II, p. 42.

[15] Frías, Félix, “La Iglesia, 5 de agosto e 1855”, en Frías, Félix, Ob. Cit., vol. II, p. 42.

[16] Frías, Félix, “La Iglesia, 5 de agosto de 1855”, en Frías, Félix, Ob. Cit., vol. II, p. 41.

[17] Castelfranco, Diego, 2018, Ob. Cit., pp. 252-266.

[18] Castelfranco, Diego, 2018, Ob. Cit., pp. 145-178.

[19] Frías, Félix, El Cristianismo Católico considerado como elemento de civilización en las Repúblicas Hispano-Americanas, Imprenta del Mercurio, Valparaíso, 1844, pp. 37-44.

[20] “Carta al conde de Montalembert”, diciembre de 1850, en Frías, Félix, 1884, Ob. Cit. Vol. I, p. 49.

[21] Como señala Roberto Di Stefano, del mismo modo que los “anticlericales” porteños no estarían dispuestos a abandonar su adscripción católica, los “clericales” laicos pugnarían por manifestar su adherencia a cierto tipo de liberalismo. Di Stefano, Roberto, 2016, Ob. Cit.

[22] Félix Frías, “Un modelo”, en El Orden, 7/08/1855, p. 47.

[23] Félix Frías, “Un modelo”, en El Orden, 7/08/1855, p. 47.

[24] Félix Frías, “Un modelo”, en El Orden, 7/08/1855, p. 49.

[25] Félix Frías, “Un modelo”, en El Orden, 7/08/1855, p. 49.

[26] Chevalier, Michel, La liberté aux États-Unis, París, Capelle, Libraire-Éditeur, 1849, p. 48.

[27] Félix Frías, “La Iglesia”, en El Orden, 5/08/1855, p. 45.

[28] En La democracia en América, Tocqueville afirma que “Entre las diferentes doctrinas cristianas, el catolicismo me parece […] una de las más favorables a la igualdad de condiciones”. La sociedad religiosa del catolicismo, consideraba, se compone de sólo dos elementos: el sacerdote y el pueblo. Por debajo del sacerdote rige una completa igualdad. Esto impulsa tanto la obediencia como la igualdad -a diferencia del protestantismo, que lleva mucho menos a la independencia que a la igualdad. Sin embargo, para que en Estados Unidos esa tendencia católica a la igualdad pudiera efectivamente actualizarse, se debieron cumplir dos condiciones: en primer lugar, que el clero no se imbricara de ningún modo en el gobierno; en segundo lugar, que constituyan el elemento más pobre de la sociedad, lo cual impulsa su deseo de igualdad. Tocqueville, Alexis de (1992), La Democracia en América, FCE, México D.F., p. 288.

[29] “El Orden y el Progreso”, 18 de julio de 1855 y “Los fanáticos” (14/03/1856), El Orden.

[30] Tocqueville, Alexis de, 1992, Ob. Cit., pp. 339-346.

[31] Di Stefano, Roberto, 2016, Ob. Cit.

[32] González Bernaldo, Pilar, "Los clubes electorales porteños durante la secesión del Estado de Buenos Aires (1852-1861): la articulación de dos lógicas representativas en el seno de la esfera pública porteña”, en Sábato, Hilda (ed.), Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, México D. F., FCE, 1999, p. 8.

[33] Aramburo, Mariano, “La República del Río de la Plata”: El Estado de Buenos Aires y la nación en 1856”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani, Tercera serie, Nº 49, segundo semestre de 2018, p. 53.

[34] Si bien El Orden aún no había sido puesto en circulación, es probable que los hermanos Varela hubieran accedido a su prospecto, una herramienta que los impulsores de un nuevo periódico utilizaban para exponer las principales líneas de su empresa y captar así una masa inicial de suscriptores.

[35] La Tribuna, 15/07/1855, N° 561.

[36] La Tribuna, 15/07/1855, N° 561.

[37] La Tribuna, 15/07/1855, N° 561.

[38] En pocas ocasiones Frías definió qué instituciones podrían asegurar su pregonada “libertad moderada”. Esto ocurría, al menos en parte, como consecuencia de su enaltecimiento de la moral individual por sobre las instituciones específicas que una sociedad pudiera darse a sí misma. Uno de los puntos que sí enfatizaría, sin embargo, era la necesidad de imponer límites a la libertad de imprenta. Debía existir algún tipo de organismo oficial, a su modo de ver, que pudiera censurar aquellas publicaciones cuyo contenido visiblemente pudiera conducir al desorden social. Puede verse, por ejemplo, “El 25 de mayo de 1852”, en Frías, Félix, 1884, Cit. Fabio Wasserman, por otro lado, analiza en términos generales las acaloradas disputas alrededor de este tema durante la década de 1850 en Buenos Aires. Ver Wasserman, Fabio, “Prensa, política y orden social en Buenos Aires durante la década de 1850”, Historia y comunicación social, Vol. 20, Nº 1, 2015, 173-187.

[39] La Tribuna, 19/07/1855.

[40] La Tribuna, 20/07/1855.

[41] La Tribuna, 26/07/1855.

[42] La Tribuna, 26/07/1855.

[43] Frías afirmaría explícitamente, con respecto a La Tribuna, que era el diario que contaba con la mayor cantidad de suscriptores en la ciudad de Buenos Aires. Frías Félix, “Diciembre 13 de 1855”, en Frías, Félix, Ob. Cit., vol. II, p. 115.

[44] Sarmiento, Domingo Faustino,“Teorías”, en Sarmiento, Domingo Faustino, Obras de D. F. Sarmiento, tomo XXV, Buenos Aires, Imprenta y Litografía Mariano Moreno, 1899,  p. 20.

[45] “Principios y táctica de la prensa”, en Sarmiento, Ob. Cit., 1899, p. 142.

[46] Palti, Elías, 2009, Ob. Cit., pp. 74-75.

[47] “Entendámonos”, en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit. p. 44.

[48] “Entendámonos”, en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit. p. 45.

[49] Durante la década de 1850 Sarmiento y Alberdi postularon visiones divergentes sobre el modelo político y constitucional que una República Argentina unificada debería adoptar. En publicaciones como Comentarios a la Constitución de la Confederación Argentina [1853], Sarmiento apeló a la obra del jurista norteamericano Joseph Story para defender la aplicación directa del modelo constitucional estadounidense en el plano local. Alberdi, en cambio, había cuestionado en sus Bases la efectividad de una tal transliteración constitucional, nutriéndose en cambio de diferentes experiencias constitucionalistas para proponer una carta magna para la Confederación. Sobre este tema puede consultarse Romero, Juan Manuel, 2018, Ob. Cit., pp. 33-39.

[50] Eran todavía muy pocos los que, en la Argentina de este período, estarían dispuestos a negar a la religión un rol social de primer orden. Siguiendo el modelo postulado por Jean Baubérot para el caso francés, puede afirmarse que las polémicas de aquellos años no escapaban a los límites de un “primer umbral de laicidad”: en este sentido, si bien se aceptaba como inevitable –y, en muchos casos, como positiva- la pluralización religiosa en la esfera tanto pública como privada, las creencias religiosas se contemplaban aún como el fundamento último de la moral colectiva Baubérot, Jean,  Laïcité, 1905-2005, Entre passion et Raison, Seuil, París, 2004. Para un análisis del caso rioplatense a la luz del modelo de Baubérot puede consultarse Di Stefano, “Por una historia de la secularización y de la laicidad en la Argentina”. Quinto Sol, vol. 15, Nº 1 (enero-junio). 2011, 1-32.

[51] “Entendámonos”, en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit., p. 45.

[52] “Entendámonos”, en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit., p. 45.

[53] Cuando Sarmiento se enfrentara nuevamente a Frías en las sesiones de la Convención Revisora de la Constitución, desarrollada en 1860, sostendría, de hecho, que la libertad de conciencia constituía el fundamento de toda libertad. A su vez, la describiría como realizando un progreso lineal y sostenido desde una instancia en que el Estado y la Iglesia eran una y la misma cosa –cuyo ejemplo encontraba en Roma- hacia otra regida por una total libertad –punto de llegada que situaba en la legislación norteamericana-. A pesar de ello, y por motivos de pragmatismo político y temor a suscitar peligrosas resistencias, Sarmiento no propuso la completa separación de la Iglesia y el Estado en la Convención Castelfranco, Diego, 2018, Ob. Cit., pp. 281-287.

[54] “Principios y táctica de la prensa”, en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit., pp. 150-155.

[55] “Principios y táctica de la prensa”, en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit., pp. 150-155.

[56] “Principios y táctica de la prensa”, en Sarmiento, Domingo Faustino, 1899, Ob. Cit., pp. 150-155.

[57] Castelfranco, Diego, 2018, Ob. Cit., pp. 268-267.

[58] Di Stefano, Roberto, 2016, Ob. Cit., p. 35.

[59] Todos ellos, a excepción de José Manuel Estrada, serían elegidos para conformar la convención reformadora de la constitución el año siguiente.

[60] Sobre estas cuestiones puede consultarse Romero Carranza, Ambrosio y Quesada, Juan Isidro, Vida y testimonio de Félix Frías, Buenos Aires, Biblioteca de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Buenos Aires, Capítulo X, “El pacto de San José de Flores”, 1995.

[61] Gallo, Ezequiel y Leo, Mariela, “Una tea incendiaria. Iglesia y Estado en la Convención de Buenos Aires de 1860”, Desarrollo Económico, Vol. 51, Nº 201 (abril-junio), 2011, p. 135.

[62] Martínez, Ignacio, Una Nación para la Iglesia Argentina. Construcción del Estado y jurisdicciones eclesiásticas en el siglo XIX, Buenos Aires, Academia Nacional de la Historia, 2013, Capítulo 7.

[63] La única modificación de nota sería el requerimiento de que el presidente y el vicepresidente de la nación profesaran la fe católica. Martínez, Ignacio, 2013, Ob. Cit., p. 467.

[64] Heras, Carlos y García, Carlos F. Reforma Constitucional de 1860. Textos y Documentos Fundamentales, La Plata, Universidad Nacional de La Plata, Instituto de Historia Argentina “Ricardo Levene”, 1961, p. 323.

[65] Según Ignacio Martínez, y más allá de que diste de ser central en su argumentación, Frías “repitió la idea de que, en tanto verdad revelada, el credo católico debía orientar la vida política”. No he sido capaz, sin embargo, de encontrar ninguna referencia sobre dicho punto en el discurso de Frías. Ver Martínez, Ignacio, 2013, Ob. Cit., p. 473.

El momento de mayor vehemencia del discurso de Frías ocurriría cuando, al responder a Sarmiento, afirmara como un deber de los gobiernos el reconocer “como lei suprema esa relijion que es el primero y el mas sagrado interés del pueblo”. Las palabras son ambiguas, y no se aclara la religión ocupa ese lugar por motivos trascendentales, o por motivos eminentemente terrenales, en cuanto fundamento del orden social. Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 330.

[66] En esta ocasión, Frías se abstuvo de definir la libertad en el sentido de Guizot o de Donoso Cortés, en cuanto capacidad del hombre, habilitada por la gracia divina, para elegir el bien y no el mal.

[67] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., pp. 314-323.

[68] El informe final redactado por la comisión que debía formular cambios a la carta constitucional, por ejemplo, afirmaba que “…la base de criterio de la comisión al formular sus reformas, ha sido la ciencia y la experiencia de la Constitución análoga o semejante que se reconoce como más perfecta –la de los Estados Unidos-, por ser la más aplicable, y haber sido norma de la Constitución de la de la Confederación. […] Que siendo hasta el presente, el gobierno democrático de los Estados Unidos, el último resultado de la lógica humana […], habría tanta presunción como ignorancia en pretender innovar en materia de derecho constitucional, desconociendo las lecciones dadas por la experiencia, las verdades aceptadas por la conciencia del género humano”. Ravignani, Emilio Asambleas constituyentes argentinas, seguidas de los textos constitucionales, legislativos y pactos interprovinciales que organizaron políticamente la Nación, Buenos Aires, Tomo IV, Talleres S. A., Jacobo Peuser, 1939, p. 769.

[69] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 315.

[70] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 316.

[71] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 316.

[72] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 317.

[73] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 329.

[74] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 319.

[75] Martínez, Ignacio, 2013, Ob. Cit., p. 478.

[76] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 332.

[77] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 323-324.

[78] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p 324.

[79] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 327.

Para Frías la total libertad de cultos norteamericana no era una virtud, sino una carencia producto de la excesiva proliferación de sectas que allí existían. Dado que en el territorio argentino no residían más que católicos, por otro lado, podía perfectamente decretarse una religión de Estado, dado que “En todo tiempo y en todo país se ha comprendido siempre que el mayor de los bienes para una sociedad era la unidad de sus creencias”. La situación argentina, al menos en ese sentido, era para Frías más favorable que la de Estados Unidos. Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 329.

[80] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p.326.

[81] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 332.

[82] Heras, Carlos y García, Carlos F., 1961, Ob. Cit., p. 331.

[83] Como señala Roberto Di Stefano, a lo largo de la década de 1850 la mayor parte de los conflictos entre católicos clericales y anticlericales se produjeron en el terreno de la opinión pública, y no en el de la arena parlamentaria. Los integrantes de la elite política, tanto de uno como de otro grupo, tendieron así a plegarse a una cierta “razón de Estado” que antepuso la búsqueda de acceder a un efectivo ordenamiento nacional frente a los coletazos potencialmente desestabilizantes de las discusiones religiosas. Por ese motivo Sarmiento, por ejemplo, podía llegar a exponer ciertas posiciones un tanto más radicales sobre estos temas al escribir en la prensa, que tendió a moderar al producirse los debates de la Convención. El gran salto adelante del “yanqui”, al enfrentarse a la materialidad del cambio institucional, podía derivar en propuestas tibias y temerosas de horadar un cierto “modus vivendi” -particularmente en el plano religioso- que pudiera lanzar al país hacia nuevos conflictos. Di Stefano, 2016, Ob. Cit., pp. 96-97.

[84] Tanto Frías como Alberdi, que nunca dejaron de intercambiar cartas a lo largo de este período, defendían la cierta limitación de las libertades políticas, la construcción de una autoridad estatal fuerte y la vinculación legal entre la Iglesia y el Estado. Sin embargo, lo que resultaba fundamental para el primero –la difusión de la moral cristiana- era secundario para el segundo, y el empuje dinámico de los factores económicos, central para Alberdi, era relegado por Frías a un segundo plano.

[85] La Tribuna, 15/07/1855, N° 561.