PLEITOS Y
RIQUEZA. LOS CACIQUES ANDINOS EN POTOSÍ DEL SIGLO XVII. TRANSCRIPCIÓN Y
ESTUDIOS DEL EXPEDIENTE DE DON DIEGO CHAMBILLA CONTRA LOS BIENES DE SU
ADMINISTRADOR
Ximena Medinaceli y
Marcela Inch (Coords.)
Ediciones
Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia
Con la
Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia,
el Instituto
de Estudios Bolivianos de la Facultad de Humanidades (UMSA),
y ASDI
SAREC.
Sucre, 2010,
567 páginas.
La
publicación de fuentes primarias inéditas, a menudo de difícil acceso o lectura
incluso para los especialistas, es esencial para la renovación de nuestra
visión del pasado y del presente. Pero pocos editoriales dan prioridad a este
tipo de empresa, así que la aparición de este nuevo libro y documento es un
verdadero acontecimiento. Con una transcripción pulcra y modernizada (dirigida
por Judith Terán del ABNB), y ensayos críticos por varios estudiosos, se retoma
una tradición en los estudios andinos que remonta a las Visitas
de Chucuito y Huánuco, publicadas por Marie Helmer, Waldemar Espinoza Soriano y
John Murra en el siglo pasado. En este caso, el pleito contra los herederos de
su administrador iniciado por don Diego Chambilla, cacique de Pomata
(Hanansaya) - uno de los siete pueblos (o reducciones incaicas) de la confederación
de los Lupaqa en las orillas del lago Titicaca-, es un documento que se conoce
desde que Murra ofreció un anticipo de su contenido en un breve ensayo de 1978.
En realidad, el ensayo era un subproducto del interés de Murra en los Lupaqa
antes y después de la conquista. Emprendió su estudio en base a la Visita hecha a la Provincia de Chucuito de Garcí Díez de San
Miguel (1962 [1567]), y en 1967 publicó “Un reino aymara en 1567”, retomado en
1972 como uno de los cinco casos sobre que se basó la teoría del “control
vertical” en los Andes (artículos republicados en Murra 2002).
En
1973, Murra organizó un Seminario Andino internacional sobre los “Reinos
Lacustres” que se realizó en las antiguas tierras peruanas de los Lupaqa. Pero
con el territorio dividido entre Perú, Bolivia y Chile, Murra también hizo una
primera visita a Bolivia y el Archivo Nacional de Sucre, y el año siguiente
visitó Arica y el valle de Lluta. En Sucre conoció a Gunnar Mendoza, quien ya
había fichado el expediente de Chambilla, y en 1975 Murra volvió a Sucre y
examinó el documento en más detalle. El expediente le atraía, porque le
permitió insistir en una de sus preguntas favoritas: si antes hubo tanta
riqueza en el Altiplano, ¿cuáles eran las bases de esa riqueza? y ¿cuáles las
causas de su desaparición? Así la etnohistoria se enfrascó en un “diálogo de
sordos” con los modernos agentes del desarrollo.
Los
elementos para comprender el expediente están dispersos entre los cinco ensayos
y el mismo texto. Resumo el caso. Desde 1616 don Diego Chambilla estaba en
Potosí como capitán de la mita para la Provincia de Chucuito: un joven Mallku
lupaqa, noble, rico y emprendedor, quien se casó en 1619- cuando tenía 26 años-
con doña Isabel Camachun Coya, hija de don Cristóbal Catacora, cacique de Acora,
otro de los siete pueblos lupaqa. En Potosí, don Diego vivía al lado de la
ranchería de los indios Pomatas, asignada en los 1570 a los mitayos de su
pueblo por el Virrey Toledo en el barrio extramuros de San Sebastián. Apremiado
por las autoridades españolas a entregar la tasa y la mita, Don Diego supo
arrendar sus casas y negociar en el mercado minero de Potosí con la producción
de las tierras “verticales” de su comunidad, que él trataba como si fueran su
hacienda, aunque utilizaba parte del producto para hacer frente a las presiones
fiscales. Además de grandes hatos de llamas cargadores y ganado europeo (tenía
nada menos que “7000 vacas”), junto con chacras de panllevar en el Altiplano,
tenía ajiales en Sama y viñedos en Locumba, dos valles en la costa del
Pacífico. Armó una red de dependientes, principales de ayllus y llameros de
Pomata, que se encargaron de transportar a Potosí sus cestos de ají y ch’ipas
de chuño y tunta, sus botijas de vino añejo, sus chinchillas y boguillas secas.
Las llamas también se carneaban para el consumo, vendiéndose los vellones
aparte. Generalmente, la mercancía le fue entregada en Potosí por su mayordomo,
Pedro Guacoto, quien lo hizo contabilizando todo según su “cuenta y quipo”. Y
Chambilla armó otra red de vendedoras entre las gateras minoristas, quienes
llevarían cestos individuales, a veces pagando al contado y a veces a plazos
dejando prendas o fianzas, para después sacar puñados de ají de los cestos para
disponerlos en montoncitos sobre sus awayus en las calles y las plazas de la
ciudad.
A
pesar de los estragos producidos por una pésima administración europea
(sobretodo el cobro de la tasa y la mita en base a padrones no-actualizados,
impuestos brutalmente por Toledo en 1575 en un contexto de caída demográfica,
un procedimiento que el Inca jamás hubiera contemplado), Chambilla seguía
enviando a Potosí cientos de llamas cargados, utilizando las ganancias para
alquilar trabajadores mingas en reemplazo de los numerosos mitayos “ausentes”
(o muertos)[1]. Esta estrategia cacical es conocida, y se presenta con diversos variantes
regionales, como bien muestra Gabriela Sica para Jujuy (donde las llamas
tempranamente se reemplazaban con las mulas) en uno de los cinco ensayos que
acompañan el texto. Pero en un eco colla de Guaman Poma, Chambilla lamenta la
situación de los caciques: “pues no hay remedio ni
justicia para ellos, y para dar tormentos hay justicia; toda esta provincia
queda totalmente destruida y acabada” (p.129). Resulta que, después
de ser torturados y sus brazos rotos por el Corregidor de Chucuito en un vano
intento de obligarles a declarar mas mitayos, algunos caciques pensaban ir a
refugiarse entre los Chunchos. Y, efectivamente, tenemos evidencias de grupos
de mitayos con sus capitanes que, en este período, vivían escondidos al otro
lado de la frontera virreinal, a veces juntándose con grupos del pie-de-monte
amazónico.
Al
salir de la boca del infierno en 1619, luego de completar su primer período en
Potosí como capitán de la mita, dejó los negocios de Pomata en manos de un
administrador, Pedro Mateos, a quien ya otorgó su poder en 1618 (en un ágil
ensayo de contextualización, Luis Miguel Glave sugiere que Mateos era
“mestizo”, no “español” como pensó Murra[2]). Aunque Mateos era bastante mayor que Chambilla, los dos tenían buenas
relaciones, y Chambilla dejó a cargo de Mateos la educación de su hijo.
Fernando Chambilla atendía las clases de varios maestros antes de atender el
colegio de los jesuitas en Potosí entre 1619 y 1625, período que coincide con la famosa guerra entre vicuñas y
vascongados, ya estudiado por Alberto Crespo (1969) y Bernd Hausberger (2005),
y aquí comentado por Pablo Quisbert en otro valioso artículo sobre el Potosí de
aquellos años. De hecho, Fernando fue tratado por Mateos como si fuera su hijo,
y a veces le ayudó a Mateos recibir, descargar y contar la mercancía en el patio
y la bodega de su casa, situada en “la calle
arriba de los mercaderes de mantas” (p.205). Aparentemente, Mateos
tenía más confianza en Fernando que en sus propios hijos y sobrinos, porque ya
en 1622 estos le robaron a Mateos, como “anticipo” de su herencia, 1400 pesos
de una caja que guardaba para enviar a Chambilla. Mateos tuvo que explicarle al
cacique que no era posible perseguirles a los ladrones a través de la justicia
porque tal crimen podría llevarles a la horca.
Diego
Chambilla fue obligado a volver a Potosí en 1625 para retomar la capitanía por
un año, porque, a pesar de sus viajes a los valles en busca de la gente huida,
la falta de indios para la mita se ponía siempre más apremiante. Los azogueros
solían acudir a las rancherías para llevar por la fuerza a la gente que les
faltaba. Después Chambilla se quedó ahí y en La Plata “más de 4 años”,
presionando frecuentemente a Mateos para que le pagase un dineral que le debía.
Mateos, ya avanzado en años, le dijo que estaba endeudado por haber fiado
demasiado, y que no le presionara porque a su muerte toda su hacienda sería de
Chambilla. O sea, “le ataba las manos” [159r]: puede entenderse que era difícil
para el cristiano capitán de Pomata empujar a su viejo socio a la quiebra. Pero
cuando Pedro Mateos murió de un día para otro en 1628, sin tiempo para hacer su
testamento, Chambilla inmediatamente buscó la ayuda legal del Protector General
de Naturales de la Villa, y abrió un pleito contra los dos herederos de Mateos,
Antonio y el hijo natural Juan Ignacio, siendo éste aún menor de edad. La suma
en juego era grande: más de 19,000 pesos, según los cálculos de don Diego; y en
1629 el fallo del Corregidor de Potosí le era favorable. Entonces el abogado de
Mateos apeló al Tribunal de Bienes de Difuntos y a la Audiencia en La Plata. El
pleito siguió durante los 1630s, con nuevos Interrogatorios y testimonios
presentados por la parte de Mateos, que intentaban sistemáticamente desacreditar
a Chambilla y sus testigos. La sentencia definitiva de los oidores no se
pronunciaría hasta 1639, cuando se confirmó el fallo del Corregidor; pero se
redujo la restitución a poco más de 10,000 pesos.
El
expediente abre con un primer cuadernillo de cuentas de Pedro Mateos, unas
pequeñas papeletas de difícil lectura si el lector no ha estudiado antes el
ensayo de Ximena Medinaceli sobre las vendedoras del ají. El Protector General
de los Naturales, Pedro de Contreras, en representación de Chambilla, dijo que
esos papeles “son confusos, intrincados, que contienen
diversas cosas, cuentas hechas en guarismo…” Pero los apuntes
muestran como las ventas se hacían a través de la concesión de cestos
individuales a una amplia red de gateras. La venta a plazos es característica
de muchos mercados, y a veces Mateos anotaba el plazo (“a dos meses
con don Pedro Cutipa”). El sistema dependía de la confianza y la
capacidad de cobrar, cumplido el plazo: Mateos lamentaba en una ocasión que sus
gateras se habían ausentado a los minerales de Piquiza (Provincia Chayanta) y
Lipez (p.84). Se puso más complicado el asunto cuando las compradoras llevaban
un cesto sin decir cuando iban a pagar, o sin fianza, solo a veces dejando
prendas (p.ej. topos) en garantía. Además, las devoluciones podían ser en
montos pequeños y en fechas imprevistas, y Mateos tuvo que llevar la cuenta
anotando los pagos parciales en el margen de cada entrada. No sabemos si Mateos
supo comunicarse bien con las minoristas en sus propios idiomas; quizás una razón
por la confusión en las cuentas era lingüística.
Sobre
las ventas en ínfima escala por las gateras a los consumidores directos, y
sobre la organización espacial y social de las plazas, el documento nos dice
poco[3]. ¿Como se establecía el valor de un puñado o “montoncito”? ¿Qué yapas
habrán dado las mujeres a sus caseras? y ¿quiénes eran? Cabe preguntar también
si las vainas no habrán funcionado en las pequeñas transacciones como
fraccionamientos del medio real, como sería el caso en el siglo XIX.
Medinaceli
corrige la hipótesis de la rápida “mestización” en los mercados, mostrando que
las piezas claves en la red minorista del ají eran a menudo las flamantes
“pallas”, mujeres incas del Cusco, junto con varias “collas” (que sin duda
incluían a mujeres de mitayos, entre ellas algunas lupaqa además de pakasas:
aquí colla=“mujeres del Collao”). La vinculación con los Incas es sugerente: se
anotan también las visitas de Chambilla a Copacabana, donde vivían los Incas
del Sucsu Panaca del Cusco, descendientes del Inca Challco Yupanqui, antiguo
gobernador del Qullasuyu; según la parte de Mateos, “don
Cristobal Sucsu Biracocha Inga, capitán de los Copacabanas, es íntimo amigo del
dicho don Diego Chambilla y su deudo por parte de su mujer” (p.346).
Los Karanqa se encuentran menos en evidencia en este documento, aunque Mateos
fiaba a “carangas” o “caranguillas” además de las pallas y las collas. Pues es
evidente que las etnias persistían y se reagrupaban en Potosí (colla y lupaqa
están en dos niveles distintos de clasificación), y no solamente entre los
mitayos de la industria minero-metalúrgica. A diferencia de los tópicos que ven
al mercado como el lugar donde se perdían las identidades étnicas,
reemplazándose por categorías coloniales como “indio” o “mestizo”, aquí se
percibe más bien una división étnica de trabajo incluso en las plazas de
mercado, que se puede examinar producto por producto (también habían carniceros
collas, por ejemplo). Pero llama la atención la ausencia, desde la perspectiva
de este expediente, de especializaciones propias de las “siete naciones” de
Charcas (aparte de las mujeres karanqa), o de otras capitanías de más al norte
del Qullasuyu. Apenas se menciona el comercio de la coca; y de las harinas y
los cereales de Cochabamba y Chayanta nada se dice. Se trata de un sesgo
Collao-céntrico que refleja las bases productivas específicas de Chambilla, y
que debe complementarse con documentación sobre otros rubros del mercado, y
otros lugares de procedencia, otras rutas, y otras vendedoras.
Diego
Chambilla era uno de esos señores aymaras que florecían por un tiempo durante
la Contra-Reforma católica. Manejaban la escritura alfabética, ponían a sus
hijos a estudiar con los jesuitas (como también lo hacían los Mallku Qaraqara y
Charka), se vestían como españoles; además, Chambilla hizo referencia al Quijote (p.128) y lucía una cadena de oro por el cuello que
le había encargado a Pedro Mateos en Potosí. La adopción de ciertos objetos,
conocimientos y costumbres “europeos” no necesariamente le “amestizaba” (salvo
en un sentido muy general): no le quitaba su calidad de lupaqa. Chambilla y su
familia eran, y querían ser, indios prósperos, ladinos, modernos y cristianos,
y había muchos otros caciques como él[4]. Lo cual no significa que no pudo encontrarse en la cárcel si no entregaba
toda la tasa, o el número correcto de mitayos o alquilas. Sus negocios eran, en
alguna medida, un intento de asegurarse contra tales eventualidades. Su riqueza
era proverbial y mostraba afición para los objetos de oro- además de su cadena,
por ejemplo, una cabestrilla. Incluso pidió a Mateos que encargara un “tipque”
de oro para su hija, “muy galana a modo y manera
de plumaje y que lleve piedras finas”, con un experto “platero de
oro” [sic] de Chucuito (Urinsaya), Lorenzo Chicchi[5]. Lo del plumaje remite a la fina estética precolombina del poder, pero
ahora con un toque de Midas… Desafortunadamente, este “tipque” se robó por un
“soldado vicuña” antes que pudiera llegar a su destinataria, y cuando Mateos
quiso apresarlo a Chicchi, “salieron por su fiador
todos los chucuitos hurinsayas”. Se ve que las solidaridades de los
pueblos y las parcialidades de la Provincia lacustre seguían funcionando activamente
en la ciudad minera.
El
texto también nos permite relacionar dos tipos de “literacidad”, la del quipo y
la alfabética. Como confirma Marcela Inch en otra valiosa contribución, la
alfabetización de sus hijos era un objetivo central de los capitanes y
caciques. Pues, con la ayuda de Fernando Chambilla, Mateos llevó las cuentas de
lo que recibió y vendió, y a qué precios, en sus cuadernillos de papel, que
después pasaría a libros de contabilidad, enviando copias a Diego Chambilla,
quien asentó la información en su propio libro de cuentas, que empezaba el 10
de septiembre de 1618, y era “de pliego entero aforrado
en pergamino”. Ya en 1626 Chambilla pidió al escribano público
Miguel de Murcia, un amigo personal, que sacara copia de dos páginas de su
libro, diciendo “haberlo menester para pedir a Pedro Mateos
cuenta de sus bienes”; y en 1629 fue el mismo Miguel de Murcia quien
sacó otra copia para integrar al texto del expediente (p.90-93).
En
cambio, los quipos solo se mencionan tres veces en el expediente. Pero el quipo
articulaba el mundo letrado de las élites hispano-andinas (descrito por Inch y
Quisbert) con el mundo oral de los indios comunarios: los contadores del
tributo en algunas parcialidades también guardaban quipos y papeles juntos en
las cajas de comunidad[6]. En Potosí el punto de articulación para los Lupaqa de Pomata estuvo en
manos de don Pedro Guacoto, principal analfabeto del ayllu Sullcacollana,
hombre de confianza de Diego Chambilla quien viajaba constantemente entre la
costa, Pomata y Potosí, a veces vendiendo las llamas en la Villa a los “indios
collas carniceros” y llevando la cuenta en sus quipus (p.84); o don Pedro
Vissa, principal del ayllu Sullcaguanacone, quien vendió 40 carneros “nuevos y grandes y escogidos” en el Gato y entregó el dinero
a Pedro Mateos “por su quipu y cuenta” (p.195); o
don Pedro Illa Cutipa, también de Sullcaguanacone, quien con Guacoto entregaron
“100 cargas de chuño bueno” a Mateos “por la cuenta y quipo que traían” (p.205)[7].
Las
joyas de este expediente no son fáciles de extraer y cotejar, aunque la
transcripción es buena y se lee con fluidez. En el formateo y la organización
del libro, sin embargo, hay señales de apuro. El texto es largo y consiste en
una ininterrumpida serie de documentos, a veces muy cortos y de fechas muy
variadas, cuya lectura se dificulta por la ausencia de encabezamientos claros.
Falta un índice documental, y sobre todo una introducción general al documento,
que ayude al lector a orientarse en un libro donde a veces se salta de año en
año[8], y de un género documental a otro, sin mayor explicación. Curiosamente, se
ha puesto la palabra “(Cruz)”, y a veces “(Jhesus)”, como único encabezamiento
de la gran mayoría de los papeles, reduciendo a la homogeneidad una masa muy
variada de documentación. Ciertamente, fue común encabezar la página con una
pequeña cruz notarial de dos trazas (como se ve en algunas de las láminas);
pero a solas esta palabra repetida ad infinitum
pierde sentido, y ahuyentará a muchos lectores que se hundirán en la maraña de
papeles, desvirtuándose el admirable esfuerzo del equipo transcriptor de “atraer la atención… del público en general” (p.498)[9]. Aquí los coordinadores podrían haber mostrado más consideración al
lector, señalando agrupaciones genéricas (“[Cartas]”, “[Interrogatorio]”,
“[Petición]”, “[Memoria]” etc.), distinguiendo jerarquías, y poniendo notas explicativas
(por ejemplo, de palabras desconocidas o sobre los reordenamientos adoptados).
Tampoco hay un índice general al final, herramienta de trabajo indispensable
para un libro tan complejo, y que, con la tecnología hoy disponible, no es
tanto trabajo como alguna vez lo era[10].
Para
los que perseveran en la lectura, sin embargo, el libro encierra tesoros, que
enriquecerán nuestro imagen de la gran época de Potosí con un sin número de
detalles, vignettes de experiencias vivenciales,
un panorama lleno de conexiones geográficas y sociales, que pone sobre el
tapete las contradicciones violentas de esos turbulentos años, mostrando la
intersección y las mediaciones de géneros, clases y etnias, en toda su unidad
compleja, ambigua, contradictoria y abigarrada. La construcción del sujeto en
un ambiente como éste requería una agilidad atlética a la hora de barajar
perspectivas y relaciones sobrepuestas. La otredad entre andinos y españoles
aparece cruzada por negociaciones, violencias simbólicas y reales, acuerdos e
intercambios, contradicciones, e instituciones donde confluyen todos los
grupos, como los que se encuentran en la plaza y el Gato, a donde cada persona
aporta con su propia experiencia vital en una ebullición cotidiana de
diferencias y convergencias.
En
fin, cada lector encontrará su propio tema. Mencionaré para terminar una
discusión entre las dos partes sobre el valor de los testigos indios
presentados por Chambilla para responder a su primer Interrogatorio, todos
procedentes de ayllus diferentes del pueblo de Pomata (Anansaya). El abogado de
Mateos, Pedro de Contreras, Protector de Menores, denunció que todos eran
sujetos de Chambilla, y citó el Concilio Provincial de Lima porque “dijo que es hecho comprobado que los indios son fáciles de perjurarse y
declarar falsamente en causas; y esto se muestra porque todos los testigos
declararon por igual”. Según Contreras, los indios eran como los
“esclavos” de sus caciques, así que no era posible confiar en lo que decían.
En
cambio, Diego Camacho, el Protector General de Indios quien hablaba por Diego
Chambilla, dijo que lo del Concilio no afectaba la justicia de su parte, y que
Contreras podría haberse callado sin proferir insultos: “que, aunque
indios, no son inferiores a él ni de peor naturaleza, antes tienen la ventaja
de ser hijos legítimos [se insinúa la ilegitimidad del hijo menor de
Mateos], y los mas de ellos principales que no se pueden
decir ser del todo sujetos al dicho mi parte, antes en el mando tienen
igualdad, si bien reconocen alguna superioridad”. A diferencia de la
parte de Mateos, Camacho dijo que los testigos eran “indios libres”, no
esclavos, y que solo dependían de sus caciques para fines de tasa, mita y otros
servicios; no había por qué suponer que iban a sentirse obligados a atestiguar
según los deseos de sus caciques. Pues, “están ya los indios tan
sabios y ladinos que saben muy bien defenderse y quejarse a los jueces y
superiores de cualesquiera agravios que sus caciques les hacen, y aun oponerse
a ellos en su defensa como cosa natural”. O sea, se habían
presentado éstos “libres” como testigos porque participaban en el traslado de
las mercancías, y tenían conocimiento directo de lo que se hablaba. (Después
Chambilla tuvo que presentar a otros testigos de mayor rango para compensar la
mala impresión dejada por “sus” principales).
A través
de estas discusiones polarizadas, percibimos el “círculo vicioso” de la
sociedad colonial: en nombre de la tasa y de la mita, los Corregidores se
lanzan a maltratar a los caciques, y los caciques a apremiar a los principales
de los ayllus, y éstos a torcer el brazo a los “indios libres”, y éstos últimos
a colaborar para evitar maltratos y castigos. Es decir, o los caciques e indios
deben someterse al círculo de la violencia (suavizado a veces por relaciones de
conveniencia mutua y/o reciprocidad asimétrica), o deben huir hacia las tierras
bajas fuera del alcance del Corregidor. Al mismo tiempo, cada parte puede
recurrir a la Ley para denunciar a sus verdugos. Pero si bien la Ley puede a
veces imponer soluciones, éstas llegan lentamente y con merma de los derechos
de los indios. Al lado de estos negativos rasgos “sistemáticos”, sin embargo,
sobresalen algunos personajes que persiguen la justicia: Glave rescata la
figura de Luis Osorio de Quiñones, quien tenía relaciones estrechas con los
caciques lupaqa a principios del siglo XVII, manteniendo a su manera la
tradición pro-indígena de Santo Tomás y Polo Ondegardo, de Manuel Barros o de
Juan López de Cepeda; y los Protectores Generales de Naturales a quienes recurrió
Chambilla también parecen haber hecho un buen trabajo.
A
pesar de tratarse de un solo expediente, entonces, este libro es un testimonio
brillante de la realidad contradictoria del Estado español en América, con sus
elementos de justicia y consentimiento, junto con todo el triste aparato de
ineficiencia, tardanza, intolerancia, racismo y corrupción; y también de los
esfuerzos de los caciques e indios de recurrir a las bases de una riqueza
prehispánica que se iba, paulatinamente, erosionando, a la vez que el
entusiasmo de algunos por la modernidad católica y letrada despertaba el
asombro de las autoridades españolas. Por último, muestra el esencial eslabón
social y económico que representaban tanto los llameros y los caravaneros del
Altiplano, como las gateras y los pulperos del comercio minorista potosino. En
fin, un texto que merece ser estudiado cuidadosamente, y no solo en las
carreras de historia y antropología. Debe distribuirse una versión digitalizada
para facilitar las búsquedas. Y convendría hacer una selección comentada para
uso en los colegios de todos los países andinos y latinoamericanos, y también,
por supuesto, de España.
Tristan Platt
University of
St Andrews
[1] Fueron Gunnar Mendoza y Carlos Sempat Assadourian
quienes primero mostraron, independientemente, que el número de mingas en
Potosí era muy superior a los mitayos, y que éstos a menudo se quedaron después
de su tanda para seguir trabajando como mingas. Ya en el siglo XVI la fuerza de
trabajo asalariada era más importante que los servicios de la mita.
[2] Glave se basa en la declaración de Pedro Mateos en la p.
223, donde su mujer Catalina, “natural de Arequipa”, ostenta el mismo apellido
que su marido.
[3] Aquí Medinaceli nos remite al libro de Jane Mangan
(2005). El expediente no menciona la coca, seguramente porque otros grupos
(especialmente españoles) se encargaron de su suministro. Mangan, Jane, Trading
roles: Gender, ethnicity and the urban economy in Colonial Potosí, Duke University Press,
2005.
[4] Compárese el caso de los caciques de los Qaraqara y los
Charka en Platt, Tristan, Thérèse Bouysse-Casssagne y Olivia Harris, Qaraqara-Charka. Mallku, Inka y Rey en la Provincia de Charcas (siglo
XVII), IFEA/PLURAL/University of St Andrews/University of London/Inter-American
Foundation/Fundación del Banco Central de Bolivia. La Paz 2006; o la casa de los Guarache de Jesús de
Machaca en Rivera Cusicanqui, Silvia, “El mallku y la sociedad colonial en el
siglo XVII: el caso de Jesús de Machaca”, en Revista Avances 1, La Paz, 1978.
[5] La palabra tipque no
aparece ni en el Diccionario de la RAE, ni en el Vocabulario de Covarrubias, y no se comenta por los
coordinadores. Parece significar un prendedor.
[6] Cf. el caso de una parcialidad de Macha, cabecera de la
Provincia de los Qaraqara, en Platt, Bouysse-Cassagne, Harris, 2006, ob.cit., Documento
18.
[7] La “Memoria de los testigos que presentamos…”
(pp.200-201) es el único documento del libro donde se ofrece algún indicio de
la complejidad de la organización social de Pomata. Normalmente aparecen solo
atisbos confusos en los discursos del expediente, donde generalmente la gente
se identifica por provincia, pueblo y/o (a veces) parcialidad.
[8] En las pp. 128-9, por ejemplo, tres cartas llevan
sucesivamente las fechas 1625, 1619 y 1622. ¿Había una razón para no
reordenarlas también, dado el reordenamiento que se declara haber hecho de
todos los papeles?
[9] Mejor hubiera sido, quizás, seguir el prefacio de los
Editores con el ensayo de Roger Mamani y Lourdes Uchanier, que ofrece una
introducción clara y amena, aunque breve, a la temática y la estructura del
expediente.
[10] Estas observaciones surgen de nuestras reflexiones sobre
la mejor manera de presentar los documentos publicados en Platt,
Bouysse-Cassagne, Harris, 2006, ob.cit.