SALTA 1930-1960, UN RELATO DE
PINTORES, RUPTURAS E IDENTIDADES
Luna
de la Cruz
Edición
Roly Arias, Ediciones de
Galería
Fedro, Salta, 2011
Luna de la Cruz encara en este libro un
tema que me es caro pues en las tres décadas que describe, yo personalmente
participé (intensamente) de la vida artística del Noroeste Argentino. Ella,
también lo hace con razón de causa pues su padre, el pintor Alejandro de la Cruz ,figura entre los cimentadores del arte salteño en la
década de 1980.
Luna de la Cruz lo hace entonces desde
una perspectiva vivida pero aplicando a la vez una mirada psicológica y
antropológica. Su investigación está avalada por sus avances en la Carrera de
Psicología (que dejó inconclusa) y por su graduación como Antropóloga en la
Universidad Nacional de Salta. Su trabajo es, precisamente, su tesis de
licenciatura en esta última especialidad.
Se percibe desde que se comienza a
abordar su análisis, que la autora pretende lograr “otro relato” que no sea “ el oficial” respecto a las escuelas y movimientos
hegemónicos en el arte de Salta entre 1930 y 1960. Tal vez porque el libro al
que continuamente alude, “Vida Plástica Salteña” de Carmen Martorell y
Margarita Lotufo Valdés (segunda edición de 2005), se
presenta marcadamente como el vocero de la plástica emanada de la Escuela
Provincial de Bellas Artes Tomás Cabrera de Salta. De esta escuela egresó
Martorell y por tanto su libro profundiza en el cuerpo de artistas profesores y
sus egresados.
Lo oficial del libro “Vida plástica
salteña” lo da el hecho, también, de que en su segunda edición (corregida y
aumentada) sea producto de la conjunción de apoyos de la Secretaría de Cultura
de la Provincia de Salta, el Consejo Federal de inversiones y el propio
Gobierno de Salta. En cambio, Salta 1930-1960, un relato
de pintores, rupturas e identidades es resultado de la iniciativa
privada del galerista y pintor Roly Arias.
Para lograr un relato alternativo, y tal
vez más “fresco” y menos, Luna de la Cruz recurre a catálogos de exposiciones
(como también lo hace Martorell) y a muchos recortes periodísticos, a los que
suma la faz literaria de la Salta de 1930-1960. Tal recurso de aunar los cismas
poéticos regionales con el arte de su momento, es muy apropiado, pues pocas
veces como en Salta se dio la fusión de la poesía con el grabado, la pintura,
la escultura y en menor medida la cerámica. Las revistas salteñas de cultura
Angulo y Pirca, ambas de corta vida pero de profundo contenido, le sirvieron a
la autora para encontrar los “manifiestos” de los hacedores del arte de la
época.
También las entrevistas con los
protagonistas se ven como un importante recurso heurístico, máxime en un
momento como el de la redacción de su tesis , en que
muchos de los involucrados aun residen en el medio.
Con todo este material en mano, Luna de
la Cruz explica no sólo la génesis de la Escuela Provincial de Bellas Artes
(1950), sino también el anterior surgimiento del Museo de Bellas Artes de Salta
(1930), que hoy por hoy se puede considerar la base de los 3 museos totalmente
dedicados a la plástica, que Salta posee en su capital provincial.
Su esfuerzo por circunscribir el comienzo
del libro a 1930 la lleva a soslayar la existencia de una muralística
anterior (no precisamente la de los por ella llamados “adelantados”), como
tampoco detalla uno por uno los artistas que llegan a Salta a nivel de sus
cuadros, enviados desde Buenos Aires para componer la colección fundadora de
ese museo de 1930 (hoy en el Museo del Cabildo). Surge de lleno que antes de
ese año, el arte de Salta provenía de centros cosmopolitas como Buenos Aires,
Córdoba, Santa Fe. Se obligaba a esos profesionales (que Salta aun no los
tenía) a realizar un arte “autóctono”, a toda fuerza, como sería el caso de los
murales del Hotel Salta o los del Regimiento de Caballería Ligera Nº5.
Los temas de la tradición eran imposición
no sólo salteña sino nacional: todo un proyecto de reafirmación de lo argentino
imperó desde comienzos del siglo XX. En ello se explaya la antropóloga
finalizando su capítulo 1, en ítems tales como “El imaginario nacional en las
artes plásticas” o “La salteñidad en la literatura y
la pintura”.
En relación a los monumentos escultóricos
el libro de Luna de la Cruz se muestra limitado. Todo lo relativo al arte del
modelado apenas se esboza. No se aclara el momento preciso en que los “precursores”
y los “afincados” (los artistas venidos de fuera luego de 1930) comienzan a
realizar sus propios monumentos en Salta. Tampoco la tímida introducción de la
escultura en cerámica que de la mano de Elsa Salfitty
demostró particular progreso.
Al centrarse el libro en la pintura, el
grabado, el dibujo periodístico, la libertad y la retracción de los
“adelantados y precursores” sobre sí mismos es más notoria: no deben competir
en concursos y ofrecer sus obras a las Municipalidades y fuerzas
gubernamentales. El pintor, como lo explica Luna, puede concentrarse en
estudios particulares de tipos y costumbres, como lo han hecho Brié, Carybé y Chale, a quienes
la autora dedica extensas secciones de su tomo.
Entre la bohemia y la academia la figura
de Carlos García Bes queda bien perfilada. Su
informalidad no es tanta, frente a la de los antes tres citados, quienes
directamente optaron por la convivencia con el indio chaqueño para captar su
idiosincrasia y así representarlo con razón de causa. García Bes demoró su propio crecimiento artístico tan sólo por
concretar su sueño: la creación de una escuela oficial de arte que en cierta
manera se parangonara con las existentes en Buenos Aires.
Habiendo estudiado en estas últimas García
Bes se aconseja y llama a su tierra natal a sus
condiscípulos Gianella y Román (y varios más). Uno en
el campo de la escultura, otro en el de la pintura. El Instituto Superior de
Artes de la UNT también proporcionó parte del plantel de la nueva escuela. Todos
muy influenciados del por entonces allí docente Lino E. Spilimbergo.
Como puntapié inicial fueron pocos los
convocados: los apoyos a la naciente escuela eran endebles y la financiación
difícil. Jujuy a la vez estaba organizando su Escuela Provincial de Artes
Plásticas que asumiría el mismo perfil que la salteña y tentaba a artistas del
sur a llenar sus cuadros docentes.
Al momento de organizar los “Salones de
Arte”, la única posibilidad de un realizador plástico de competir y de
compenetrarse de las posibilidades y espectros de su ramo, García Bes junto con las autoridades provinciales del momento,
llamaban como jurados a realizadores del Noroeste. También de Buenos Aires,
Tucumán y Córdoba. No se podía contar con sólidos jurados de la vecina Jujuy, pues
para 1949 (el primer Salón con regularidad y profesionalismo) los plásticos que
pululaban por sus montañas, aun eran diletantes. Incluido el mismo Ramoneda.
El cuadro que Luna de la Cruz coloca en
página 61 detallando año de los “Salones”, composición de jurados y premiados
en cada ocasión, es muy instructivo. La sección escultura se instaura a partir
de 1970. El grabado es de inclusión igualmente tardía. Se observa cómo los
“llegados”, absolutamente profesionales ellos, se van mezclando con los primeros
graduados de la Escuela Tomás Cabrera. Así el profesionalismo se transfiere y
se acrecienta y los amateurs quedan
relegados.
El libro deja un mensaje: una escuela
profesionaliza y combate el diletantismo. Éste, en Salta, ofrecía riesgos: esto
es la fusión que se había dado en Salta, antes de 1950, entre el idóneo en
arte, con el artista de elite. El capítulo 2, “ Imaginarios de alteridad”, es
meduloso y tiene gran provecho al demostrar que el pintor comprometido con el
indio, siempre, de una u otra manera, coexistió en Salta junto con el pintor de
los notables.
El mismo García Bes,
en su bohemia, lo estaba. Sólo que en este canal aborigenista,
la Escuela, precisamente, nunca tomó demasiado partido.
Los artistas C. Rivero,
C. García Bes, Luis E. Gianella
y Rodolfo Argenti, en Humahuaca, 1958.El segundo a la
izquierda no es identificable
El escultor Fernández Mar (padre de la
autora de la reseña) junto con Carlos García Bes en
Humahuaca, 1958, al fondo la histórica iglesia de La Candelaria
Alicia Ana Fernández Distel