ENTRE CONSENSOS Y “SEDUCCIONES”: JEFES MILITARES Y TROPAS EN TUCUMÁN DURANTE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO XIX

 

Marisa Davio*

 

 

El estudio de la militarización de la sociedad experimentada en Buenos Aires con las invasiones inglesas de 1806 y 1807 y el proceso revolucionario de 1810, ha sido abordado hace algunas décadas por Tulio Halperin Donghi, en cuanto a la movilización y politización de los sectores populares y su aparición en el espacio público como sujetos activos a los cuales las élites debieron tener en cuenta para la consecución de sus fines políticos y militares[1].

 

Desde entonces, la historiografía argentina ha intentado responder al estudio de las experiencias de militarización y politización de los sectores populares en base a las propias perspectivas de estos actores: cómo veían los cambios producidos a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, si estaban politizados, sus experiencias de militarización, la relación con las autoridades militares y políticas y las costumbres o prácticas sociales y culturales que se vieron afectadas a raíz de dichas transformaciones[2].

 

En este sentido, se analizan los sectores populares y su relación con las jerarquías militares con el objeto de ampliar el espectro sobre el proceso de construcción de la nueva cultura política que fue forjándose tras la inserción de estos sectores sociales en el proceso de militarización[3].

 

Partimos de la premisa que los sectores populares, pese a su heterogeneidad, compartieron un grado de subordinación con respecto a las élites y recibieron diferentes denominaciones de acuerdo al tiempo y al espacio estudiado[4]. Además, se constituyeron en miembros activos de los cuerpos militares formados por los gobiernos locales y extra locales o por los líderes políticos y fueron convocados en momentos conflictivos en los que se hizo necesario incrementar el número de tropas.

 

Para el caso de Tucumán, es posible observar que el proceso de militarización y participación de los sectores populares dentro del ámbito militar se experimentó de forma más sistemática desde la Batalla de Tucumán de 1812 y el período de acantonamiento del Ejército Auxiliar del Perú en la ciudad durante los años 1816 a 1819, pues toda la población debió abastecer las necesidades materiales y monetarias de un ejército constituido por personas provenientes de diversos puntos del territorio rioplatense y hacerse cargo de todos los pormenores. Dichos contextos señalan la entrada de nuevos actores al espacio público y una reorientación de las funciones de la sociedad local en función del abastecimiento del aparato militar[5].

 

La guerra revolucionaria en Tucumán culminó con la partida del Ejército Auxiliar del Perú a las provincias del Litoral a principios de 1819. A partir de entonces, los recursos humanos y militares se orientaron a las necesidades de cada jefe político y militar. La década de 1820 constituyó en Tucumán un período de constante inestabilidad y luchas facciosas que llevaron a la implementación de estrategias de reclutamiento y mecanismos de negociación por parte de jefes milicianos o de línea para lograr la adhesión de sus subordinados. Luego, los gobiernos de Alejandro Heredia y Celedonio Gutiérrez, concordantes en líneas generales con el gobierno de Rosas instaurado en Buenos Aires desde 1829, llevaron a cabo un fortalecimiento del poder ejecutivo, controlando la legislatura y los jueces provinciales en pos del unanimismo político. Una vez producido el triunfo de Urquiza sobre Rosas en la Batalla de Caseros en Febrero de 1852, la reorientación de la fuerza militar existente en la provincia se convirtió en la piedra fundamental para la construcción del Estado Nacional- pese a que este objetivo llevaría un largo proceso de convivencia entre milicias provinciales y guardias nacionales- hasta la consolidación definitiva del Estado Nación en 1880[6].

 

Durante el período de investigación seleccionado, las relaciones entre jefes y tropas fueron modificándose de acuerdo con los contextos políticos diferentes por los que atravesó la provincia y el espacio extra-local, aunque las mismas variaron de acuerdo a si se trataba de milicias locales o un ejército de línea organizado a nivel local o centralizado- como ocurrió durante la época revolucionaria con el Ejército Auxiliar del Perú y su acantonamiento en Tucumán por el espacio de tres años. La constitución y organización de los regimientos y batallones milicianos y de línea fue diferente de acuerdo al contexto y a las jerarquías sociales que establecían claras distinciones entre los integrantes de los cuerpos de línea- integrados en su mayoría por la “gente común”- y los milicianos- los cuales, en teoría, portaban su condición de vecinos[7]. En este sentido, las tropas milicianas al menos conservaban la distinción con respecto a la “gente común”, sometida a rigurosos castigos ante cualquier acto de insubordinación. Es decir, existía una importante diferencia en el trato proporcionado a individuos pertenecientes a tropas milicianas y a los integrantes de las tropas de línea. Una sanción efectuada a soldados milicianos en 1834 puede constatarnos esta afirmación:

 

[…] Los soldados Paulino Díaz y Sandalio Brandán, regresan en libertad por haber acreditado su inculpabilidad. Quiera el Sr. Coronel […] tener presente la gran diferencia que hay entre las milicias y tropa sujeta a rigurosa ordenanza, la que por la menor falta se hace acreedora del más severo castigo […] los soldados Paulino y Sandalio, se ocupaban en esas circunstancias de correr guanacos y no fueron citados, de modo que nunca puede clasificarse por un formal desobedecimiento; y aún en este caso debe levantarse una información sumaria para el castigo de los naturales que se expresan […][8]

 

El ejército de línea y las milicias locales resultaron canales viables para el análisis de la participación de dichos sectores dentro del espacio público pues los roles, actitudes, creencias e identificaciones desempeñados por los sectores populares como contribuyentes de las bases de poder, resultaron esenciales para comprender las estrategias empleadas por las élites, es decir, los mecanismos de negociación y consenso que debieron implementar para el manejo de la fuerza militar. En atención a la guerra y a las respuestas obtenidas por parte de los sectores sociales involucrados, los grupos de poder intentaron controlar las milicias y el ejército regular, ante la constante necesidad de reclutamiento.

 

El ejército de línea, fue creciendo en la América española a lo largo del siglo XVIII y estaba conformado por el ejército de dotación- con unidades fijas- el de guarnición, situado en las principales ciudades americanas- defensivo y de igual estructura que las unidades peninsulares-, un ejército de refuerzo o ejército de operaciones de Indias- compuesto por unidades peninsulares formadas temporalmente, como refuerzo en caso de invasión- y por último las milicias, conjunto de unidades regladas de carácter territorial que englobaban el total de la población masculina de cada jurisdicción, entre los 15 y 45 años. Los cuerpos milicianos constituían un ejército de reserva y rara vez eran movilizados, salvo en casos de ataques o peligros de invasión[9].

 

  En Tucumán, las milicias fueron instituidas desde el período colonial, aunque no generaron demasiadas adhesiones entre los vecinos. El deber de defender la ciudad era frecuentemente excusado y traspasado a sectores más bajos dentro de la sociedad, que no podían formalmente liberarse de tal obligación. En general, los vecinos se mostraban poco preocupados por los servicios militares y enviaban en su lugar encomendados o asalariados. En las décadas anteriores a la Revolución, la temática militar está prácticamente ausente en las fuentes administrativas locales[10].

 

  Las milicias, constituidas en tropas auxiliares convocadas en momentos de urgencia, intervenían en la jurisdicción provincial en ocasiones extraordinarias y debían auxiliar en la realización de obras públicas, contribuir material o monetariamente en caso de ataques, aunque se les permitía ciertas libertades, como el poder ejercer actividades fuera del ámbito militar. No obstante, una vez iniciado el proceso revolucionario, las milicias se convirtieron en cuerpos de permanente reclutamiento, debido a la guerra contra el enemigo español en el frente norte del virreinato. Además, las levas compulsivas y la utilización de la fuerza no habrían resultado suficientes para el reclutamiento, razón que explicaría la implementación de toda serie de “seducciones” para convocar a las tropas, ya sea por parte de las autoridades oficiales o por facciones opositoras.

 

   Desde la constitución del Virreinato del Río de la Plata, se promulgaron distintas reglamentaciones referentes a una reorganización de las milicias, para defender las ciudades ante la creciente amenaza de pueblos indígenas en las fronteras y auxiliar a las deficientes tropas veteranas[11]. Sin embargo, fue el “Real Reglamento” de 1801 el que intentó regimentar a todas las provincias del Virreinato sobre la constitución, deberes y privilegios concedidos a los milicianos para promover un espíritu de adhesión a la actividad militar entre “vecinos y moradores”. Durante las décadas posteriores a la independencia, se seguía remitiendo a esta reglamentación de fines de la Colonia, para resolver querellas o conflictos judiciales en los que estuviesen implicados milicianos[12].

 

               Estudios de caso han comenzado a analizar las milicias en relación con las modificaciones surgidas desde fines de la etapa colonial y la participación y militarización de nuevos sujetos históricos a raíz de los movimientos de independencia en España y en América. Análisis recientes advierten que a partir del proceso de independencia se fueron construyendo identidades nacionales y que la lucha entre españoles y americanos habría constituido una guerra civil entre dos lealtades políticas, que duró más de dos décadas[13].

 

               Para Roberto Schmit,

 

el poder militar fue fundamental para la imposición de los liderazgos políticos y se convirtió en el principal canal que conectó al Estado con todos los habitantes, acercando a los hombres de “toda clase” a los imaginarios construidos por los sectores dirigentes, en un proceso de interacción entre notables y masas rurales[14].

 

Las formas de reclutamiento implementadas por los diferentes gobiernos en esta primera mitad del siglo, oscilaron entre la compulsión- traducida en las levas masivas y el reclutamiento forzoso-, los incentivos otorgados a las tropas para su permanencia dentro de los cuerpos militares y la “seducción”- referida a la capacidad de jefes militares u oficiales disidentes para adherir gente con promesas materiales, monetarias y la difusión de ideales opuestos a los gobiernos de turno. Así, las élites gobernantes intentaron sostener el poder político por medio del empleo de la fuerza física, aunque combinada con mecanismos de negociación y consenso que aseguraron la legitimidad de sus acciones, debido a la ausencia de un poder político suficientemente fuerte e institucionalizado que pudiera generar cadenas de mando más efectivas.

 

Las fuentes utilizadas se encuentran en la sección administrativa del Archivo Histórico de Tucumán, las cuales contienen una valiosa información sobre partes de oficiales, decretos, notificaciones y sumarios militares, que se han complementado con memorias de oficiales y tradición oral expresada en cantares históricos. Las técnicas a emplear son las cualitativas, basadas en el análisis de los términos empleados y en el contenido de los discursos y sus significados de acuerdo al contexto histórico[15].

 

 

1. La relación entre jefes y tropas

 

  Fruto de la militarización de la población que duraría hasta bien entrado el siglo XIX, la relación establecida entre los jefes militares y sus subordinados permitió a los gobiernos de turno entablar una relación más directa con la “gente común”, a fin de orientarla en sus intereses políticos y pretensiones personales. Los jefes militares y caudillos[16], al igual que los curas rurales, lograron un acercamiento más próximo hacia las tropas y actuaron como mediadores[17] entre los proyectos políticos hegemónicos y los sectores más bajos dentro de la sociedad[18].

 

  Este trabajo intenta una aproximación a las relaciones de mando y obediencia entabladas entre los jefes militares y sus subordinados milicianos y de línea, para comprender los mecanismos de negociación y consenso establecidos a la hora de cooptar gente para sus fines políticos y militares. En este sentido, la lealtad y subordinación reclamadas por los jefes y muchas veces quebrantada por las tropas, la protección de los jefes a sus subalternos o la concesión de recompensas que garantizaran su seguimiento, señalan problemas centrados en el respeto y la obediencia[19] de los sectores populares hacia dichos jefes. Cuestiones como el honor, el prestigio o la dignidad, resultaron esenciales para la compresión de este tipo de relaciones[20].

 

  Es necesario considerar que, pese a las relaciones de verticalidad establecidas entre jefes y subalternos, la reciprocidad como mecanismo de transferencia e intercambio de servicios, constituyó uno de los ejes principales a través del cual giraron las nociones de obediencia, lealtad, subordinación y seguimiento a una causa que consideraban en cierta medida común. Por otra parte, la cuestión del respeto hacia los jefes como garantía de obediencia, también constituyó un elemento esencial para garantizar el seguimiento y cumplimiento de las órdenes.

 

  En ocasiones, los miembros de las tropas- sobre todo en el caso de las milicianas- eran peones de los jefes militares u oficiales, situación que generaba una combinación de decisiones arbitrarias, con una política de negociación y concesiones[21]. Así, las relaciones entre jefes y subordinados estuvieron marcadas por una relación de negociación que permitía un ejercicio más efectivo del poder de los jefes y oficiales. En la sociedad tucumana, los jefes militares u oficiales se valieron de una serie de estrategias para “contar con gente adicta” a sus fines políticos y militares en una época signada por la inestabilidad política. Además, estos jefes apelaron a otro tipo de gente con las que consensuaban una relación de tipo circunstancial, para llevar a cabo las rebeliones, motines o conspiraciones contra los gobiernos. Consideramos que un fenómeno de este tipo, sólo puede comprenderse desde el contexto y el objeto de investigación planteado que, en nuestro caso, llevaría a resaltar la relación recíproca entre las partes como el cumplimiento de las promesas y concesiones propuestas por los jefes hacia sus subordinados y el consiguiente seguimiento de éstos últimos.

 

  Para identificar relaciones de consenso y negociación entre los actores en estudio, hemos analizado casos emblemáticos que pueden proporcionar posibles respuestas a la temática general planteada.

 

 

1. 1. Los mecanismos de negociación y consenso entre jefes militares y tropa en el Tucumán post-revolucionario

 

1.1.1. La cuestión del respeto y la obediencia

 

  El servicio de armas se basó en la verticalidad de sus relaciones y en la estructura jerárquica de sus miembros, a fin de permitir el total seguimiento, lealtad y obediencia al superior. La violación de uno de estos principios, significaba un crimen de alta traición y la imposición de penas no sólo como castigo, sino también como dispositivo ejemplar para el resto de los subordinados.

 

De acuerdo con ello, los jefes militares de las milicias y el ejército regular, debían necesariamente obedecer las disposiciones emanadas de sus superiores así como sus subalternos, las de ellos mismos.

 

En la práctica, esta relación de obediencia al superior no siempre pudo cumplirse y la reciprocidad y negociación actuaron en su reemplazo para el logro de fines políticos de las élites. La inexistencia de un gobierno central formalmente constituido a partir de los años ‘20, sumado a la falta de control exclusivo de la fuerza física por algún grupo de poder en cada provincia[22], provocó que las relaciones cara a cara fueran más frecuentes entre los integrantes del servicio de las armas y se elaboraran redes de poder entre las élites y los sectores populares que permitieran la realización de los objetivos políticos. De esta manera, una insubordinación o un desacato podían llegar a modificar los fines deseados.

 

En aquellos períodos en los que el poder ejecutivo logró un control efectivo de la fuerza militar, al menos de carácter provincial o regional, fue lográndose una estabilidad política que posibilitó la construcción e institucionalización de las relaciones entre los miembros del ejército y de la sociedad en general. No obstante, la efectiva instauración de un ejército “profesional” recién podría llevarse a  cabo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, a raíz del proceso de construcción de un Estado consolidado a nivel nacional.

 

A continuación, se analizan casos de desacatos y desobediencias dentro de la jerarquía militar consumados por integrantes de las tropas hacia sus superiores como también insubordinaciones de los jefes hacia el gobernador de turno y abusos hacia sus subordinados en diferentes contextos políticos por los que atravesó la provincia. De esta forma, las cuestiones del respeto y la obediencia dentro de la jerarquía militar, dejan entrever los intersticios en la construcción de un poder efectivo e institucionalizado.

 

El seguimiento a un jefe resultaba efectivo si este lograba consenso y legitimidad entre la tropa. La atribución del poder conferido por el gobierno a un jefe en particular era insuficiente si éste no lograba establecer un consenso entre sus miembros dependientes[23].

 

Durante la época revolucionaria, los jefes y oficiales debieron implementar toda serie de estrategias para convocar a las tropas al reclutamiento. Este conllevó la necesidad de instaurar símbolos patrios asociados a la nueva causa y difundir los ideales revolucionarios en fiestas cívicas y religiosas sobre los sucesos acontecidos desde la constitución de la Junta en Buenos Aires, a fin de fundar en la memoria de los actores la suficiente conciencia e identificación con la “Patria” a defender. Paralelamente, fue construyéndose un discurso pronunciado en arengas y exhortaciones militares, destinado al conocimiento y argumentación de los sucesos políticos, como al convencimiento y persuasión sobre la participación y contribución a la causa, por medio del reclutamiento o  la contribución monetaria y material.

 

En cuanto a la cuestión del respeto y la obediencia que los jefes debían asumir con sus subordinados para hacer efectiva su convocatoria,  observamos la percepción del General Gregorio Aráoz de La Madrid, sobre el manejo de las tropas del Ejército Auxiliar del Perú por parte de los generales José Rondeau y Manuel Belgrano. Para La Madrid, la autoridad y legitimidad alcanzada por un jefe militar, eran esenciales e imprescindibles para el mantenimiento del orden y como garantía para un buen seguimiento de la tropa. El General Rondeau había asumido la jefatura del Ejército Auxiliar en 1814 para hacerse cargo de la guerra en el Alto Perú. La Madrid lo consideraba un hombre bueno y decente pero de débil carácter a la hora de imponer su autoridad, no sólo entre la tropa sino también entre los demás jefes subalternos:

 

Después de formado el escuadrón de húsares y reconocido yo por el Teniente Coronel y Jefe de él, llegó el señor brigadier General Belgrano, de Buenos Aires, a recibirse del mando del ejército relevando al General Rondeau [...] El Señor Rondeau era por lo demás un excelente sujeto en todo sentido, no era respetado en el ejército por su excesiva tolerancia y bondad, por cuya relación había poca subordinación a él, en la mayor parte de los jefes, así fue que casi todos, habían llevado una conducta irregular mientras anduvieron en el Alto Perú[24].

 

  Como contraparte, realzaba la autoridad propia de Belgrano para relacionarse con la tropa y lograr el establecimiento de una rigurosa disciplina[25].

 

En el momento de saberse en Trancas que el General Belgrano se había recibido del mando del ejército y que pasaba a revistar los cuerpos allí existentes, hubo un zafarrancho general, y en el acto, no quedó una sola mujer en el ejército, todos salieron por caminos extraviados. Tal era la moral y disciplina que había introducido en él cuando lo mandó por primera vez y tal el respeto con que todos lo miraban[26].

 

Para el General José María Paz- que también actuó como jefe militar en el Ejército del Perú- era José de San Martín el General que había logrado incentivar a la tropa para evitar la deserción, a través del pago riguroso y “sin dejar de dar al soldado buenas cuentas semanales, que si no completaban su sueldo, le suministraban al menos para sus más preciosos gastos”[27].

 

Por el contrario, las órdenes emanadas del General Belgrano,

 

[…] adolecían a veces de una nimiedad suma y parecían dictadas más bien para pupilos que para hombres que estaban con las armas en la mano y que debían mandar otros hombres que les eran subordinados; se interesaba demasiado en las relaciones privadas, sin dejar a la juventud la expansión necesaria para moverse y mostrarse, dentro de la órbita que marcan las leyes. Castigaba el desafío con una severidad ejemplar, y exigía una abnegación, un desinterés, un patriotismo tan sublime como el que a él mismo lo animaba[28].

 

A pesar de demostrar una visión positiva sobre el carácter de Belgrano en cuanto a la dirección del ejército, Paz consideraba su disciplina demasiado exigente y rigurosa hacia la tropa y a sus mismos oficiales subalternos. Esta actitud, derivada de su escaso conocimiento profesional de la disciplina, llevaba a Belgrano a preocuparse por asuntos que extralimitaban lo estrictamente militar, generando en ocasiones, muchas resistencias.

 

Dos décadas después, las guerras civiles y el afianzamiento de la hegemonía federal de Rosas sobre la Confederación Argentina permitieron, a nivel local, la asunción del General Alejandro Heredia como gobernador[29] y el comienzo de una época signada por una cierta estabilidad política e institucional y la organización miliciana y de línea en la provincia y en las regiones sometidas a su Protectorado, creado en 1836[30]. En este contexto, también se han encontrado casos en los que se hizo presente la falta de autoridad en las resoluciones de los oficiales de diferentes regimientos. Esta situación generaba conflictos en el cumplimiento de las órdenes emanadas por el gobernador. De esta manera, puede observarse de qué manera en el trato cotidiano continuaba siendo necesario asegurar la obediencia y el respeto hacia la autoridad en general, a pesar de haberse logrado una estabilidad política y una institucionalización de las funciones públicas.

 

Una disposición del gobernador ante las insubordinaciones e insultos cometidos por el oficial de Río Chico al Alcalde, disponía que “se debe respetar a la autoridad pública así como esta está en la obligación de respetar a los jefes militares, a quienes insultándolos pierden su fuero llano y se sujetan a la jurisdicción militar[31].

 

En otra causa, se acusaba a los oficiales del escuadrón de Lules que “no obedecen ni son obedecidos”, o la sanción de Heredia al coronel Mendivil del regimiento Nº 3 quien, a causa de no haber sido obedecido por un subalterno, dispuso que en lo sucesivo tuviera “mayor firmeza en el mando”[32].

 

De igual manera, en ocasiones eran los mismos jefes u oficiales que se insubordinaban ante sus superiores, cometiendo arbitrariedades con sus subalternos. En estos casos, no sólo eran reprendidos hasta el riesgo de perder sus cargos, sino también eran los mismos subordinados que acudían a la justicia para reclamar los malos tratos y solicitar una reprimenda al acusado.

 

Lorenzo Alzogaray, soldado de milicias de la segunda compañía de Monteros, fue herido gravemente por su capitán, Don Marcos Robles “por haber desobedecido a sus órdenes”. Para la causa se citaron varios testigos, entre ellos los soldados Juan Asencio Guerrero y Cornelio Magallán, el sargento Joaquín Rodríguez y el alférez Don Julián Ituarte, de la misma compañía de Monteros. En sus declaraciones, todos coincidieron en la inculpabilidad del soldado y en que el capitán había actuado con suma arbitrariedad, pues al llegar a la casa de Alzogaray con su partida a apresarlo y preguntar éste mismo sobre el motivo de su prisión, “el capitán respondió que no tenía necesidad de dárselo, y echando mano al trabuco le puso los puntos y no habiendo dado  juego a dicha arma, le echó mano a su sable acometiendo contra Alzogaray”. Los testigos afirmaron también que el soldado no había faltado en ningún momento el respeto al capitán y no ofreció la mayor resistencia, sino que “solo quería saber la causa de su prisión”. Luego se tomó declaración al mismo Alzogaray, quien explicó que el día anterior había ido un cabo a citarlo para prestar servicios, y él pidió que lo dispensasen en razón de la labranza de su tabaco, pero si era muy preciso estaba dispuesto a obedecer, “que aunque pobre, era hombre de bien, nunca pensó desobedecer y que era costumbre cuando un hombre tenía que hacer algo, y decía a su cabo que estaba ocupado, sabían de entender”.

 

Por último, declaró el mismo Capitán Robles reconociendo “haber herido a Lorenzo Alzogaray, pero que fue por orden del coronel Mendivil[33].

 

En la causa, vemos aparecer cuestiones relacionadas con la obediencia y el respeto al superior dentro de la jerarquía militar. Los testigos convocados, pertenecían tanto a la tropa como a la oficialidad y todos coincidieron en la inocencia del soldado al preguntar el motivo de su prisión. Sin embargo, cuando se le preguntó al capitán sobre su accionar, transfirió la responsabilidad a su superior, pues “sólo respondía órdenes de éste”.

 

El soldado Alzogaray reconoció su negativa pronunciada el día anterior al ser convocado por la milicia por estar ocupado en su labranza. No obstante, expresó estar dispuesto a obedecer si era preciso y que era usual concederles permiso ante tales situaciones.

 

De aquí se desprende que había obligaciones que cumplir entre los milicianos, sobre todo entre los más pobres, pero que podían llegar a eludirse ante una causa justificada. No obstante, dicha causa no había sido respetada por el capitán, que había actuado arbitrariamente contra el soldado.

 

La obediencia y el respeto a un superior constituían dos principios básicos dentro de la jerarquía militar, siempre y cuando sus miembros respetaran algunos consensos preestablecidos y los superiores lograran exigir obediencia partiendo desde el respeto a sí mismo y hacia los otros.

 

El proceso ordenado por el gobierno de Heredia contra el capitán Berasaluce, comandante de la Guardia del batallón de boltíjeros, por haber descuidado sus funciones de custodia a los presos incomunicados, demuestra que cuando se lograban ciertos consensos entre el jefe, sus pares y la tropa, podían establecerse acuerdos que desembocaban en la defensa absoluta de la persona implicada. Para la causa, el mismo gobernador Heredia mandó convocar testigos, a quienes se les preguntó sobre la falta cometida por Berasaluce y si éste se había puesto en comunicación con los presos. Tanto los sargentos Zenón Rodríguez y Domingo Alarcón, como los cabos Francisco Carabajal, Juan León Ivire y los soldados Evaristo Rodríguez y Tomás Altamiranda, declararon que “no habían visto nada, que todo estaba tranquilo” y que tampoco habían visto al capitán embriagarse o jugar con los presos[34]. En definitiva, las relaciones personalizadas establecidas con este jefe, quizás derivadas de la concesión de favores, parentesco, amistad o simplemente el respeto y lealtad hacia su persona, llevaron a negar toda culpabilidad del capitán, apoyándolo en su accionar.

 

En otra situación, se denunciaba también a un capitán, Don Javier Riarte del regimiento N° 2, “por andar públicamente borracho en los días de carnaval y haber herido ferozmente a un cabo, expresando que su conducta no correspondía al honor y dignidad de un oficial”. El gobernador delegado, exigió al coronel de dicho regimiento, levantar un sumario al capitán y que “lo remita con un par de grillos[35].

 

Durante el gobierno de Gutiérrez[36] también se denunciaron arbitrariedades y falta de autoridad ejercida por parte de comandantes, jefes u oficiales. Es decir, aún en contextos caracterizados por la estabilidad y el orden, resultaba dificultoso disponer de una fuerza física totalmente adicta a la autoridad.

 

Hoy estará reunido parte del Regimiento siéndome muy gravoso no decir a Ve. El regimiento completo, pues de las compañías que se han reunido, resultan considerables fallas, mucho más […] del Capitán Don Domingo Costilla, quien gobernando una compañía de más de 130 hombres, me acaba de comunicar el comandante que sólo se le han presentado 14, pues esto es lo que siempre resulta de este capitán, pues estoy bien informado que nadie hace caso de él, porque no se hace respetar, ni castiga a ningún delincuente de los que no obedecen, y en ese estado quedan burlados de él. […][37]

 

El capitán Costilla no se hacía respetar y ello generaba la desobediencia de sus subordinados a las órdenes por él pronunciadas. Esta afirmación nos permite constatar una vez más la cuestión del respeto al superior, pues el mismo implicaba expectativas, generaba confianza y reconocimiento, a la vez que promovía e incentivaba la obediencia.

 

 

1. 1.2. “Seductores” y “seducidos”: entre promesas y lealtades

 

¿Qué significaba concretamente la “seducción” y hacia quiénes estaba dirigida? ¿Cuáles eran las promesas ofrecidas por los jefes militares para garantizar su seguimiento? ¿Qué tipo de estrategias y seducciones implementaron para tal fin y cuáles fueron las respuestas de los sectores populares presentes en las tropas?; ¿Cómo funcionó la reciprocidad en este intercambio de favores?

 

El Diccionario de la Real Academia Española de 1739 definía la seducción como “el arte de engañar con maña y persuadir suavemente al mal[38]. Debido a la proximidad temporal del significado otorgado por este diccionario con la época en estudio, entendemos que la seducción empleada por los jefes militares a partir de la década de 1820, fue vista desde esta connotación negativa y utilizada para inculpar a los jefes disidentes por promover acciones en contra de los gobiernos de turno y adherir gente a sus filas, con promesas y dádivas.

 

A partir de la década de 1820, se hicieron cada vez más frecuentes las denuncias por “seducción” de jefes para conseguir el seguimiento e incrementar el número de sus tropas. Según Raúl Fradkin, las élites concebían los comportamientos “sediciosos” o conspirativos efectuados por parte de los sectores populares, como el resultado de una manipulación desde arriba mediante dinero, alucinación o engaño, la cual era posible debido a la “ignorancia” e “incomprensión” popular de lo que realmente estaba sucediendo[39].

 

¿En qué consistieron dichas promesas y cuáles fueron las reacciones de los seguidores ante su incumplimiento?

 

Como primera consideración, decimos que los seductores, eran en su mayoría jefes militares u oficiales disidentes del gobierno que intentaban reunir gente para provocar sediciones o movimientos conspirativos y derrocar al poder establecido. La política facciosa instalada desde los años ‘20, se expresó por medio de estos movimientos involucrando a gran parte de la población en los mismos.

 

Muchos jefes disidentes fueron acusados de “seducir” a las masas, a la “gente común”, como solía llamársela, debido a la incapacidad de éstas de actuar con raciocinio y discernimiento[40].

 

Ahora, cuando nos acercamos al uso del término y las exposiciones ofrecidas por los seducidos, vemos que éstos esperaban el cumplimiento de promesas que los jefes ofrecían para unirse a sus emprendimientos militares y exponer en muchas situaciones sus propias vidas.

 

Los seductores ofrecían garantías y promesas para asegurar el seguimiento de la tropa, “convidando”[41] a ésta para llevar a cabo el movimiento.

 

Durante el período revolucionario, no hemos encontrado demasiadas evidencias de “seducción”. Pese a ello, se registran casos de jefes militares o líderes políticos “convidando” o “fascinando” a hombres a sus filas. En estas “fascinaciones” se hallaban implícitos los fundamentos místicos de la religión, que actuaban como ejes ordenadores de la causa política a seguir. En una carta del General del ejército realista, Goyeneche, a su primo Pío Tristán, el primero comentaba la prisión de individuos del ejército enemigo y como “ellos mismos” habiéndoles explicado la causa del Rey y la lucha por la Santa Religión, no sólo se habían presentado “voluntariamente” a participar dentro de sus filas, sino que también se comprometían a llevar una carta dirigida a los habitantes de Tucumán, invitándolos adherirse a la causa del Rey:

 

De los 18 prisioneros que Vs. me remitió hechos por las armas del Rey en la acción del 17 del mes anterior, después de haberse atendido su subsistencia en este cuartel general, con toda la humanidad que recomienda Nuestra Santa Religión y las leyes de la guerra […] y sin embargo de habérsela ofrecido a los [prisioneros] […] después de vestidos para que con sus respectivos pasaportes y juramentados de no reincidir de tomar armas en contra del Rey pudieren dirigirse a su domicilio […] han preferido voluntariamente nueve de ellos el pedirme la incorporación a las tropas del Rey, con que he condescendido […] Cuartel General de Potosí, Febrero 4 de 1812. Goyeneche. A Pío Tristán. [42]

 

El General Paz, ya advertía en sus Memorias la política asumida por los realistas y el recurso utilizado para “fascinar” hombres a la causa del Rey y sobre todo defender la Religión Católica:

 

Goyeneche, aprovechándose hábilmente de nuestras faltas, había [...] fascinado a sus soldados en términos que los que morían eran reputados por mártires de la religión, y como tal, volaban directamente al cielo para recibir los premios eternos. Además de política, era religiosa la guerra que nos hacían [...][43]

 

Según Paz, el mismo Belgrano para evitar el desprestigio de la causa revolucionaria y de la opinión del ejército, tuvo la certeza de nombrar Generala del Ejército Patriota a la Virgen de la Merced, una vez logrado el triunfo en Tucumán en 1812, al coincidir con el día de su devoción. Así, se proveía un tinte religioso a la causa perseguida y se lograba una mayor adhesión entre la población local:

 

[...] Como la batalla de Tucumán sucedió el 24 de Septiembre, día de Nuestra Señora de las Mercedes, el General Belgrano, sea por devoción, sea por una piadosa galantería, la nombró e hizo reconocer por Generala del Ejército [...] A la misa asistió el general y todos los oficiales del ejército [...] La devoción de Nuestra Señora de las Mercedes ya antes muy generalizada, y había subido al más alto grado con el suceso del 24. La concurrencia, pues, era numerosa, y además asistió la oficialidad y la tropa [...][44]

 

Con estos ejemplos, es posible observar la impronta de la religión católica en la sociedad. La misma era asociada a las causas realista y revolucionaria, para lograr un convencimiento en una población identificada por la devoción a este culto. Así, la asociación entre religión y causa política, relacionaba el triunfo de una causa al designio divino y a su vez, el destino apocalíptico del bando contrario[45].

 

A partir de la década de 1820, encontramos que la alusión a la “seducción” de los jefes se volvió aún más frecuente[46].

 

En 1821, se inició una causa al oficial ayudante mayor de dragones, Don Caetano Ardiles por haber pronunciado “expresiones seductivas contra la paz y tranquilidad del país denigrando el actual gobierno”. Ardiles había pronunciado insultos contra el nuevo gobernador Abraham González, diciendo que éste no tenía autoridad y que “los paisanos ignorantes” habían hecho muy mal en colocarlo en el poder ejecutivo provincial[47]. De esta forma, la mención a las “expresiones seductivas” quedaba asociada al intento de sedición y oposición del oficial Ardiles al gobierno de González.

 

El peón Pablo Andrade declaró no haber oído decir nada a Ardiles contra el actual gobierno, y “que no hubo ningún motivo para sospechar que Ardiles fuese enemigo del gobierno”, siendo falsas las acusaciones mencionadas.

 

Que estando Don Caetano Ardiles en casa del declarante […] le pidió un medio de aguardiente y un cuartillo de papel y dijo: este papel se lo pido para que vea que yo sé escribir […] que cuando él había sido sargento, el Señor gobernador había sido capitán, que muy mal habían hecho los paisanos en colocarlo, que eran unos ignorantes, que si el tuviera 400 hombres, verían que hombre era él y que no estaba libre, y que en la guerra de Salta, teniendo el oficial General Don Josef Obit cien hombres, y él sólo diez, no pudo hacer nada, y que sólo con una traición lo llevo a él y a su gente […]

 

El reo Ardiles también negó haber expresado palabras contra el gobierno de Abraham González “sino del anterior gobernador ya derrocado Bernabé Aráoz, y que al Señor Abraham González no lo ha conocido”. La resolución del conflicto es interesante, pues el juez Don Miguel Pérez Padilla, decidió absolver al oficial Ardiles dejándolo libre, “sirviendo este auto de suficiente mandamiento”. Es decir, aquí no se elevó al gobernador ni se preguntó a otros testigos para resolver el supuesto caso de seducción, situación diferente con el período de Celedonio Gutiérrez, quien no dejaría pasar ningún caso de sospecha de desobediencia o conspiración contra su persona. Finalmente, esta causa seguida de oficio se resolvió absolviendo al oficial. Las “acciones seductivas” de Ardiles no sólo aludían a retribuciones materiales, sino también la pretensión del “seductor” de convencer o animar a los potenciales seguidores.

 

En 1822, se denunció al regidor Don Pedro Gregorio Cobos por “seducir gente” para aumentar la guarnición del teniente coronel Don Diego Aráoz y unos días después, se acusó al mismo Aráoz por “pretender seducir a la tropa de la guarnición y prender a los jefes”. Ante tales atrevimientos, en contra del entonces gobernador Don Javier López, se levantaron los respectivos sumarios para impedir este tipo de insubordinaciones[48].

 

En 1828, el gobernador de Catamarca solicitaba encarecidamente al de Tucumán, que tomara medidas con respecto al oficial Vasconcelos, quien con una partida de gente “está continuamente haciendo sus incursiones […] con notable perjuicio público y continuamente trabaja por introducir la desunión, y alarma en los incautos de este territorio[49].

 

En un caso de deserción fechado en 1837, se preguntó a unos soldados como habían hecho para abandonar la tropa y desertar y quien los había incitado a tal iniciativa. El primero, el soldado José Belmonte contestó que “no ha tenido más seductor que Mariano López” y el otro, Meliton Álvarez, dijo

 

haber salido después de las oraciones solo y fue a casa del pulpero Manuel Montero donde se encontró con seis mas de los desertores que en el momento lo sacaron afuera y principiaron a seducirlo hasta que lo consiguieron de llevarlo […] dijo que los seductores eran Hipólito Aráoz y Aparicio Aguirre[50].

 

Los actos de seducción y el intercambio de favores solo eran posibles en el marco de la falta de institucionalización de la relación mando/obediencia y de un ejército profesional. Esta situación, impedía exigir una obediencia absoluta a causa de la escasez de recursos para la remuneración de las tropas, en contrapartida con un ejército profesional. Esa misma carencia impedía a quienes detentaban el poder, lograr sostenerse.

 

¿Cómo funcionó la reciprocidad en este intercambio de favores? Las concesiones de servicios y bienes intercambiados por estos actores garantizaron el funcionamiento de este tipo de relación. Los jefes militares u oficiales otorgaban una serie de concesiones de servicios y bienes intercambiados para garantizar el funcionamiento de este tipo de relación. Si alguno de ellos no cumplía con lo prometido, la relación resultaba infructuosa e imposible de llevarse a cabo. La lealtad al jefe, per se no estaba garantizada y debía lograrse por medio de estas concesiones y prácticas de seducción.

 

Aquellos jefes que pretendían “seducir” gente para lograr su adhesión, ofrecían concesiones que en la mayoría de los casos se basaban en promesas materiales como pagos, caballos o alimentos. Sin embargo, también estaba implícita la intención de atraer gente a una causa o ideal político generalmente contraria al gobernante de turno. En los casos encontrados, hemos podido analizar cómo estos jefes u oficiales intentaban seducir gente con intenciones políticas, difundiendo su posición contraria al gobierno e intentando persuadir a la “plebe ignorante” y cómo solían dirigirse a los miembros de la tropa y a los estratos más bajos de la sociedad, de su seguimiento y conveniencia[51].

 

Por último, durante el período de guerra contra la Confederación Boliviana, liderada por el gobernador y General en Jefe del Ejército de Operaciones, Alejandro Heredia, hemos encontrado casos en los que se hacía alusión a los intentos de seducción a la tropa por parte de oficiales, con la clara intención de provocar sediciones y actuar contra las órdenes de Heredia, entonces General en Jefe del Ejército. Dicha guerra provocó muchas resistencias y tensiones entre las tropas destinadas al combate con las fuerzas de Santa Cruz, gobernante de la Confederación Peruano- Boliviana y entre las provincias sujetas al Protectorado, que comenzaron a manifestar discrepancias con la política de Heredia y sus seguidores políticos[52]. En este contexto, un alférez de milicias llamado Cecilio Lizárraga, fue denunciado por expresar habladurías en presencia de la tropa en el hospital, debido a que sus miembros “tenían tendencia a la movilización”. Según el cirujano del ejército, “había oído hablar a Lizárraga sobre “seducción”, en presencia de los enfermos y que “los enemigos tenían tres mil o cuatro mil hombres, mucha plata y bien vestidos”[53].

 

 

1. 2. La participación de sectores populares en conspiraciones y motines

 

Participar dentro de movimientos conspirativos o motines que atentaran contra el orden y el gobierno establecidos, significaba un grave crimen que merecía los castigos más severos[54].

 

Las montoneras, revoluciones o movimientos conspirativos realizados contra los gobiernos[55] eran considerados movimientos facciosos que tendían a desvirtuar los objetivos políticos imperantes, sobre todo por la participación de sectores sociales considerados peligrosos para el orden social instituido. Los motines, eran rebeliones surgidas dentro del ámbito militar, a causa del incumplimiento del pago o malos tratos otorgados a algunos de los miembros de la jerarquía militar.

 

En las fuentes hemos encontrado referencias a rebeliones y montoneras producidas en territorios ajenos al espacio provincial[56], en su mayoría promovidos por los mismos jefes u oficiales y no por miembros pertenecientes a las tropas. Dichos jefes habrían “seducido” a las tropas para intervenir en este tipo de levantamientos. No obstante, concordando con la postura de James Scott, existen otros tipos de “resistencias ocultas” que recurren a formas indirectas de expresión, como el chisme, el rumor, los cuentos populares, el refunfuño, que conforman la “infrapolítica”, responsable de construir los cimientos de las posteriores acciones políticas más complejas e institucionalizadas[57]. Por tal razón, rescatar las respuestas ofrecidas por parte de los miembros de la tropa, como las intenciones y objetivos de sus jefes resulta sugestivo para el análisis de su participación e identificación con los propósitos perseguidos, como de sus “formas de resistencias ocultas”, manifestadas implícitamente en sus acciones y descontento con sus superiores[58].

 

Las formas de convocatoria impulsadas por los jefes y hacia quiénes estaban dirigidas, como las reciprocidades establecidas con la tropa, permiten introducirnos en el mundo de estas sublevaciones y comprender sus mecanismos de funcionamiento.

 

¿Qué razones explican concretamente el seguimiento de la tropa a estos líderes militares? A continuación, nos detendremos en el análisis de casos en los que encontramos la presencia de sectores populares en movimientos conspirativos organizados contra el gobierno de turno y de motines dentro de la jerarquía militar. Ellos pertenecen a períodos históricos diferentes que coincidieron con situaciones conflictivas en las que las autoridades vigentes debieron hacer uso de su poder para abatirlos.

 

El primer caso, lo constituyen los tres intentos de revolución realizados contra el entonces gobernador Alejandro Heredia. El primero estuvo organizado por Don Ángel López, un joven abogado y representante de la legislatura provincial que, junto a miembros de la élite tucumana, intentó en junio de 1834 realizar una revolución que derrocaría a Heredia del gobierno[59]. Comprometió a varios personajes de la élite- entre ellos, los comandantes Calixto Pérez, Sorroza de Monteros, a los Posse de La Reducción- que junto a “su gente”[60] prepararon la revolución. Sin embargo, ésta pronto sería descubierta por Heredia, quien ordenaría a la Sala la iniciación de un sumario a todos los cómplices, resultando prófugo Ángel López.

 

En el sumario, se menciona a la gente necesaria para llevar a cabo la revolución, pertenecientes a diferentes localidades de la provincia, como La Ramada, La Reducción, la Banda, como así también la participación de los “cívicos” y los criados. Según la historiografía local, “la propaganda de López en la campaña había sido imprudente, pues en la peonada y la gente de servicio corría el rumor de que habría revolución[61].

 

En una declaración se aludía a las garantías y promesas ofrecidas por los líderes de la revolución. Por ejemplo, “para los cívicos carniceros se les iba a rebajar de derecho que pagaban, y contarían con “los peones del Colmenar y los cívicos del comandante Sorroza”. Es decir, se prometían retribuciones para la participación en el movimiento.

 

Pese a su fracaso, en Septiembre del mismo año Ángel López realizó un nuevo intento de revolución, ahora organizado desde Salta con el apoyo del gobernador Pablo De la Torre. Junto a Manuel López, reunieron fuerzas para llegar a Tucumán y cumplir su cometido. Sin embargo, los revolucionarios fueron descubiertos y debieron huir nuevamente. En este intento de conspiración, también fue acusado el gobernador de Salta Pablo de la Torre. El sumario “para el más completo esclarecimiento de la parte activa que tuvo el ex gobernador Pablo de la Torre en la incursión hecha al Tucumán, por el Don Ángel y Manuel López”, fue iniciado a raíz del nuevo intento de revolución[62]. Para el mismo declararon diferentes individuos a los cuales se les preguntó sobre la forma en que habían sido convocados, quiénes los habían incitado a la revolución, con qué recursos y armas se habían abastecido y qué les habían ofrecido para compensar el servicio. El primero en prestar declaración fue el comandante retirado Don Juan Luis Argüello, jefe de la Guarnición de la Plaza durante la permanencia del ex gobernador De la Torre. Se le preguntó si los “Madriles”- peones conchabados por los López para participar en la revolución- se le presentaron y lo pusieron en conocimiento de que habían sido convocados por los Dres. Don Ángel y Manuel López y Don Celedonio Cuestas “para que tomen las armas, a efecto de la revolución en Tucumán”. Éste respondió que Don Ignacio y Pedro Madrid se le presentaron, a los que se sumó luego su hermano Nieva y otro más “con el objeto de ser conchabados” y que “si salía bien les pagaría más”. El declarante lo puso en conocimiento del gobernador delegado Don Graña y del propietario De la Torre, pero estos hicieron caso omiso de la actitud de los hermanos Madrid, diciéndole que “era muy desconfiado y que los dejase ir”. Luego, como a los veinte días supo que habían intentado una revolución contra el gobernador de Tucumán, y decidió la prisión de “los Madriles”, que portaban armas. Sin embargo, luego de quince días fueron puestos en libertad.

 

También repuso “que los Madriles desconfiaban del conchabo, a que habían convocados por Don Ángel y Manuel López y que si acaso resultaba mal la revolución,  lo ponían en conocimiento del gobierno”.

 

Los hermanos Ignacio, Pedro y Nieva Madrid fueron convocados por el juez para declarar. Ignacio Madrid, expuso que habían sido conchabados por los López y el Doctor Cuestas para que fuesen a hacer una revolución en Tucumán, ofreciéndoles siete pesos. Ante este hecho, el declarante había dado parte al comandante Arguello y que el único que había ido con los López fue su hermano Pedro. También declaró que no sabía con qué armas contaban los López y que fue preso por el Comandante Argüello. Por su parte, su hermano Pedro, también declaró haber sido convocado por el Doctor López quien había ofrecido “siete pesos para hacer una empresa en Tucumán, que después los condujo al declarante y a su hermano al principal, a los que les dijo que era cosa sigilosa, y que aquel era el pastel que había ofrecido al Gobernador Heredia”. Luego, que en la laguna del Timbó había encontrado a Don Ángel López con un tal “Pan y Agua”, reuniéndose después con doce hombres más, los cuales caminaron armados hasta Tucumán. Que Ángel López les aseguró que los comandantes Medina y Pedro Miguel Heredia estaban con él “con toda su gente”, además del gobernador De la Torre, y “que los auxiliarían en caso de necesitarlo”. Le habían ofrecido armas y que si salía mal la empresa, les aseguraba un seguro retorno a Salta, pues “había dicho el Doctor López que todos los derrotados se reuniesen en el Campo de las Lagunas y tomando una razón se marcharía para arriba, pues tenía licencia del gobierno de Salta para bajarlo al General López del Tucumán, que estaba en el Perú[63].

 

El comandante Cuestas, negó haber participado en el intento de revolución, y aseguró haber aconsejado a Ángel López -según el, incitado por el gobernador De la Torre- con estas palabras:

 

Tú eres muy joven, recién has salido del colegio, no puedes tener un conocimiento exacto de las personas y de las cosas, y muy particularmente de los que hoy me supongo tratan de comprometerte; ellos te van a precipitar en un abismo, y cuando tu intento sea frustrado, ellos mismos te sacrificarán. No seas niño, tu ambición o tu deseo insano te va a hacer llorar mucho tiempo, vas a perder tu Patria, y aún comprometer a tus mismos deudos.

 

Por último, compareció el comandante Don Julián Fuentes de la localidad de La Candelaria en la frontera con Tucumán. Aseguró haber sido convidado por el Comandante Don Manuel López, vecino de la provincia de de Tucumán:

 

que no tuvo noticias anticipadas de la entrada de la gente al Tucumán, ni orden directa para auxiliar a nadie […] ni tampoco orden de embarazar a nadie a dicha Provincia; que después de haber tenido noticia de la revolución […] y la noche de las Mercedes en un baile de Don Mariano Salas […] estuvo en él también Don Ángel López quien le contó que iban a hacer una revolución […] y que iban protegidos por el gobernador La Torre, quien le había dado 20 moharras de lanzas, y que el Don Manuel López, su tío, marchaba con la gente que tenía a efectuar la revolución a Tucumán.

 

Otro testigo, Ramón Jerónimo Odas, conocido como el Gerona, dijo

 

que Manuel Pan y Agua fue el que “lo convidó” para marchar a Tucumán para hacer una revolución, que le ofreció cuatro reales diarios y veinticinco pesos el día que salieran de esta provincia para la del Tucumán y que habían varios que habían sido conchabados por Don Ángel López.

 

El último intento de revolución contra el gobierno de Heredia, fue organizado en 1836 por Javier López, ex gobernador de Tucumán y tío de Ángel López. Juntos programaron una nueva invasión a Tucumán contando con el apoyo de personajes como los coroneles José Segundo Roca, Celestino y Juan Balmaceda, Clemente Etchegaray y el comandante de Cafayate, Justo Pastor Sosa. Eran unos 175 hombres que penetraron en suelo tucumano, ocupando Monteros. Sin embargo en la localidad de Monte Grande- a los márgenes del río Famaillá- fueron finalmente derrotados por las tropas de Heredia, que nuevamente había sido advertido de esta hazaña[64].

 

Heredia, esta vez decidió la pena de muerte para todos los insurrectos, fusilando principalmente a los cabecillas Javier y Ángel López.

 

A los generales, jefes y oficiales que habían participado en la derrota definitiva de los López, se les concedió una medalla de oro y de plata respectivamente, a los soldados un escudo de paño punzó y “un metal orlado de diamantes y todas con el mismo cordón, de lana para los soldados, de seda para los oficiales, de plata para los jefes y de oro para los generales[65].

 

Una glosa popular, conmemoraba la derrota de los López y aludía también a sus principales cabecillas como a la “poca gente” con que contaban para la incursión.

 

A López por aspirante,

Le salió la cuenta errada,

El día 21 de Enero

A eso de la madrugada

De Tupiza se venía

Con una gente muy poca […]

 López pensó adelantarse

Y gritó ¡Viva la Patria! […]

Sin advertir que al salir

Del Monte Grande a La Aguada

Los esperó una emboscada […][66]

 

En los tres intentos de revolución en los que participaron distintos personajes de la élite tucumana y salteña liderados por Ángel o Javier López, hemos observado la necesidad de contar con recursos y gente, como controlar espacios para llevar a cabo sus fines políticos. Asimismo, el ofrecimiento de garantías y promesas para participar en los movimientos, no se habrían limitado sólo a sus pares sino también a los peones y la “gente” de los caudillos o comandantes. Al analizar el caso de la segunda incursión de López en Septiembre de 1834, observamos que tanto a los peones conchabados- “los Madriles”- como al Comandante Fuentes y el oficial Odas, se les ofreció dinero, armas y “garantías” para participar en la revolución que derrocaría a Heredia en Tucumán. De los peones, sólo Pedro Madrid, reconoció llegar hasta Tucumán junto con otros hombres conchabados, para realizar la revolución. No sólo Ángel y Manuel López habían ofrecido garantías en caso de ser derrotados, sino que también los habían incitado a participar haciéndoles conocer “el pastel que había de ofrecer al Gobernador Heredia”. Es decir, les habrían informado sobre la situación en Tucumán y la supuesta “tiranía” en que estaba sumida la provincia junto a su gobernador Heredia, con el fin de incitarlos a la revolución.

 

Otro caso, producido durante el gobierno de Celedonio Gutiérrez, fue propiciado otro intento de conspiración liderado por el caudillo Crisóstomo Álvarez desde Chile en el año 1852. El mismo también ilustra la política aplicada por el gobierno hacia los insurrectos, las promesas y garantías para participar dentro del movimiento y la actitud de los soldados del ejército ante tales ofrecimientos e identificaciones con la causa perseguida por Álvarez[67].

 

Acorde con los objetivos políticos y militares propuestos por el General Urquiza, a partir de su pronunciamiento contra el poder de Rosas en 1851, Álvarez quiso invadir la provincia y derrocar al gobernador Gutiérrez. Para ello, organizó su plan desde su exilio en Chile, aunque debió primero asegurarse de contar con la suficiente cantidad de recursos y gente en Tucumán. Por esta razón, sus seguidores difundieron en la provincia los planes de Álvarez y la intención de derrocar a Gutiérrez e incorporarse al General Urquiza, en pos de la definitiva organización nacional.

 

Pronto, se corrió la voz sobre la supuesta “simpatía” que mostraban algunos soldados de la campaña tucumana con la causa perseguida por Álvarez y las ansias por incorporarse a su ejército:

 

En estos momentos tengo aviso por un chasqui que hace el Sr. Pérez de Monteros al Sr. Cura Herrera, que ha oído que algunos soldados no ven las horas de que venga Álvarez para pararse; el de esta noticia se llama Patrocinio Soria de la casa o peón de Venancio Delgado […] este mismo me dice que un tal Benicio empleado que marchó con el Comandante Abrego con 300 hombres, para Tafí ha sido tomado con toda su división por Álvarez y suelto el tal Benicio quien da esta noticia […] Rafael Fernández[68].

 

A fin de conocer los movimientos efectuados por las tropas de Álvarez, los recursos con que contaba y los espacios controlados para llevar a cabo la invasión a la provincia, Celedonio Gutiérrez decidió iniciar un sumario a tres individuos tucumanos de la localidad de Naschi, a quienes indagó acerca de los movimientos efectuados por las tropas de Crisóstomo Álvarez[69].

 

Según Don Eustaquio Mayrán:

 

[…] el salvaje Álvarez recibió 5.000$ que reunieron los oros, y otros sujetos argentinos para que enganchen gente haciendo creer al intendente de aquel destino que contribuiría a la pacificación de las convulsiones que había en aquel país, por lo que consiguió a dicho intendente la exclusiva para la compra de caballos los que recibió en el número de 400 […] de los cuales hizo montar 200 hombres […] pertenecientes a esta República que los más de ellos estaban acomodados en aquel destino. Contribuyendo este salvaje con su seducción que hacen estos secuaces a sus patrones  y que éstos […] en lugar de contribuir a la pacificación de aquel país emprendió su marcha con los referidos 200 hombres armados […] el salvaje Álvarez había recibido de los contribuyentes de los $5000, 200 onzas de oro de enganche o gratificación.

 

Otro declarante, Don Manuel José Juárez expresó que el salvaje Álvarez:

 

Había enganchado o seducido 200 hombres argentinos que estaban ocupados en los trabajos de aquel país contribuyendo éste a los seducidos que aún saqueasen a sus patrones que él respondía por ellos y que para esta operación había recibido el mencionado Álvarez 40 a $5000 de mano de unos tales oros y que lo vio el Intendente de Copiapó al mencionado Álvarez para que le ayudase o contribuyese a contener los grandes saqueos que hacía la plebe, que con eso se presentó personalmente el expresado Álvarez […] y que sólo con esta amenaza quedó tranquilo y clamaron los saqueos […] era voz común y general que este compró unos pocos caballos y después el Intendente […] le dio la exclusiva […] y se largó con 200 hombres al paso de la Cordillera […] de Antofagasta. […]

 

Días antes de la invasión, Álvarez le escribía a Gutiérrez sobre la necesidad de delegar pacíficamente el mando sostenido durante tantos años y le comunicaba sobre los hombres y armas con que contaba, según el, identificados con su causa: 

 

[…] le ruego mi querido Gobernador que no haga padecer a mis compatriotas por el empeño de ser Gobernador siempre, recuerde que el bastón no es hereditario y deje libremente que el Pueblo nombre su Gobierno […] su compatriotas no sólo lo respetarán su persona e intereses sino también a todos sus amigos. He tomado en este pequeño combate a hombres prisioneros […] se me presentan de a dos y de a veinte hombres armados de lanza y yo generalmente los mando para sus casas porque tengo fuerzas suficientes para hacer respetar el pueblo tucumano, tantos años tiranizado por los tenientes del verdugo Rosas […] Crisóstomo Álvarez[70].

 

En otro sumario, iniciado luego de la invasión de Álvarez a la provincia, se preguntó también a los sospechosos el teniente Don Tomás Jiménez, Santiago Ovejero y Francisco Antolín sobre la supuesta colaboración que habrían tenido para preparar para la entrada de Álvarez a la provincia y tomar presos al gobernador Gutiérrez y al comandante de la localidad de Medinas, Don Ramón Rosa Juárez[71]. Según los testigos, la escena se desarrolló en la sombrerería de Antolín, en la cual el labrador Santiago Ovejero invitó al teniente coronel Don Tomás Jiménez para contarle que un tal Baltasar Vico llegó a su casa, a invitarlo a una revolución contra el gobierno:

 

y le dijo [Vico] que venía ex profesamente a buscarlo, para decirle que venía Crisóstomo Álvarez y que contaba con el para que buscase algunos hombres de confianza, para cuando se fugase S.E. el Sr. Gobernador Don Celedonio Gutiérrez, lo tomasen: que a esto le contestó dicho Ovejero que estaba con un estado muy pobre, por lo que Vico le dejó que viniese al pueblo que aquí combinarían el modo de llevar adelante su plan; que en efecto vino a esta ciudad y no pudiendo arreglar nada, le dijo Vico que se regresase a combinar con el Comandante Suárez, el modo en cómo debían preparar la conspiración […] y que regalándole 10 pesos para cigarros, lo despachó.

 

Ovejero marchó a Naschi y allí el Comandante Suárez le garantizó contar con los recursos necesarios para llevar a cabo el movimiento. También, según su exposición, estuvo implicado de alguna manera el General La Madrid, pues si la acción no resultaba Ovejero debía regresar a Naschi y luego marchar a Buenos Aires donde se hallaba el citado General.

 

En la declaración del mismo Ovejero, Don Baltasar Vico, le había dicho a éste “que Crisóstomo Álvarez venia de Chile y que indudablemente triunfaría Urquiza, que era preciso ayudar a dicho Álvarez” y “que debía haber en esta ciudad algunas personas que ayudasen a Álvarez”. Por su estado indigente, Vico prestó a dicho Ovejero diez pesos plata.

 

Otro testigo, Rosario Campos, afirmó que un tal Núñez “andaba conquistando gente para hacer una revolución” y había convidado a varios soldados y oficiales para unirse a ella, ofreciéndoles caballos, plata y gente armada para tomar al Gobernador.

 

El capitán Don Serapión Busela, de la disuelta división de Crisóstomo Álvarez, admitió que Ovejero se le presentó a ofrecer sus servicios, pero "como lo vio ebrio y no pudiendo pasar a los hombres en ese estado, lo dejó ir […] que por el traje del comandante que se le había presentado y por sus vicios, pensó que era de la plebe, y que no se fijó en él”.

 

El comandante Prudencio Acosta, ayudante prisionero de la disuelta división de Álvarez de La Rioja, admitió que también se le presentó Ovejero y “le dijo que contaba con 400 hombres armados que le ofreció su vecino comandante”.

 

Finalmente, el juicio se resolvió con la absolución de todos los sospechosos que se encontraban prisioneros. Evidentemente el poder de Gutiérrez en las postrimerías de su gobierno, no era ya el mismo que antes, razón por la cual había decidido la absolución, “cediendo a un sentimiento de generosidad y en uso de sus facultades extraordinarias”. Además necesitaba contar con gente y recursos para la inserción dentro del nuevo escenario político inaugurado luego de la batalla de Caseros[72]. Por lo tanto, Gutiérrez sólo decidió el fusilamiento de Álvarez y sus principales cabecillas.

 

Una tradición popular hacía mención el triste destino de Álvarez al ser derrotado por las tropas de Gutiérrez en El Manantial y la falta de hombres con que contaba antes de ser vencido:

 

[…] Oficiales y soldados

Entre todos reunidos,

Ya oímos decir, afligidos

-A Álvarez ya lo han tomado

Ya lo vemos desarmado

En medio del enemigo.[73]

 

En Tucumán, no se registran movimientos de acción colectiva, como el caso de motines o sublevaciones liderados por grupos “plebeyos”, como sí sucedió en otras provincias del espacio rioplatense, desde los inicios del proceso revolucionario[74]. El único período en donde hemos hallado soldados tucumanos participando en motines y sublevaciones producidos en las provincias vecinas de Salta y Jujuy, junto a soldados salteños y jujeños, fue durante la guerra contra la Confederación Peruano-Boliviana entre los años 1837 y 1838. Como hemos mencionado en el apartado anterior, este conflicto provocó numerosas tensiones, ya sea por parte de las provincias sujetas al protectorado liderado por Heredia, como por las tropas de línea que debieron hacerse cargo de las contiendas y enfrentar al ejército enemigo. A través de estos movimientos, las tropas expresaron su resistencia y falta de identificación con una causa que consideraban ajena a sus intereses.

 

Para el caso específico de Tucumán, bajo la administración de Heredia el ambiente político interno se mantuvo relativamente controlado, gracias a la estabilidad política lograda y al apoyo de la Sala de Representantes[75]. No obstante, ello no implicó que los soldados tucumanos no se rebelaran contra la autoridad y los malos tratos ofrecidos, participaran en conspiraciones lideradas por facciones políticas opositoras o en los motines mencionados en las provincias vecinas. Luego, durante el gobierno de Celedonio Gutiérrez las fuentes locales registran la mención de algunas sublevaciones lideradas por jefes y oficiales opuestos a la política del gobernador.

 

 

2. Consideraciones finales

 

En este trabajo, hemos analizado las relaciones de mando/obediencia existentes entre jefes militares y las tropas, propias de la jerarquía militar, siguiendo la hipótesis de que las mismas se cimentaron en las relaciones de reciprocidad, el intercambio de favores y la implementación de mecanismos de negociación que garantizaron la obediencia y seguimiento de las tropas, en base al prestigio, el honor y el respeto de los jefes u oficiales.

 

La alusión a la “gente” con que contaban los diferentes jefes u oficiales para un combate, movimiento sedicioso o conspiración, resultó esencial para el éxito de cualquier empresa. Es decir, las relaciones establecidas entre los jefes militares y sus subordinados, estuvieron siempre basadas en una relación de dependencia recíproca, en las que ambas partes se necesitaban para la puesta en marcha del movimiento.

 

Sin embargo, las “seducciones” y las garantías y promesas ofrecidas por los jefes y el consiguiente intercambio recíproco de favores hacia sus subordinados, indican una toma de posicionamiento frente a las pretensiones coercitivas y jerárquicas que estructuraban a jefes y subordinados y que, como hemos visto, estuvieron lejos de implementarse en la práctica. A su vez, implicaron una serie de concesiones e intercambios mutuos no siempre medidos por la retribución económica sino también por el reconocimiento dentro de la estructura jerárquica militar y social de la cual formaron parte.

 

Formar parte de motines, sublevaciones o conspiraciones contra el gobierno, como seguir a ciertos líderes o caudillos militares hacia sus fines políticos o intereses económicos, implicó de alguna manera involucrarse con la causa e identificarse con la misma. De lo contrario, los sectores populares podían elaborar “formas de resistencia ocultas”[76] en rechazo a dichos objetivos, como las desobediencias a los superiores, las deserciones o la participación en motines o sublevaciones. Así, las resistencias no siempre fueron explícitas ni se manifestaron sólo por la vía de la rebelión, sino que permitieron expresar las desavenencias o posibles diferencias con sus superiores.

 

Es lógico también reconocer que las relaciones entabladas entre jefes y subordinados, siempre respetaron la estructura jerárquica social y militar de la cual formaron parte. En este sentido, éstas siguieron constituyendo elementos esenciales que marcaron el lineamiento de las relaciones entre los actores.

 

Como ya se ha mencionado, en otras regiones del espacio rioplatense, como Buenos Aires, surgieron en forma temprana movimientos de resistencia explícitos y colectivos promovidos por sectores populares, a partir de las invasiones inglesas y el proceso revolucionario. Para el caso de Tucumán, hemos encontrado a miembros de las tropas en su mayoría se movilizados, “seducidos” o “incentivados” por jefes u oficiales, que actuaron como intermediarios entre los objetivos políticos y económicos de las élites y las pretensiones de los sectores populares. No obstante, las tropas pudieron manifestarse toda vez que las promesas ofrecidas por los jefes no fueron cumplidas, constituyéndose en sujetos activos que lograron manifestar sus desavenencias contra las autoridades políticas y militares en pos de la defensa de derechos considerados legítimos- ya sea sueldos, retribuciones o privilegios[77]. Los motines y rebeliones, se organizaron en resistencia al reclutamiento masivo durante la guerra contra la Confederación Peruano-Boliviana, algunos promovidos por oficiales y otros por los mismos soldados de las tropas de línea- como lo fueron los motines organizados en Salta y la Puna de Jujuy.

 

En definitiva, las prácticas de consenso y negociación se hicieron necesarias en el marco de un poder político y militar aún no instituido y formalizado a nivel “nacional”, que asegurase una implementación efectiva de las órdenes y disposiciones emanadas desde el poder. Ante la falta de un ejército “profesionalizado”, que actuara como garantía del mando, los valores persistentes desde la época colonial como el prestigio y el honor, conferían respeto y aseguraban la obediencia a las órdenes acordadas.

 

De todas formas, poder y autoridad pueden o no conjugarse en una misma persona[78], lo cual señala también una cuestión no sólo derivada de las relaciones intramilitares y sociales, sino también propias de cada jefe militar o líder político y de sus vinculaciones con sus subordinados.

 

 

Ingresó: 6 de diciembre de 2010

Aceptado: 21 de setiembre de 2012

 

 

 

 

 

 

Entre consensos y “seducciones”: jefes militares y tropas en Tucumán durante la primera mitad del siglo XIX

 

Resumen

 

El trabajo analiza las relaciones de mando y obediencia existentes entre los jefes militares y las tropas milicianas y de línea durante la militarización generada a partir del proceso revolucionario en Tucumán. Cuestiones como el respeto, el reconocimiento o el prestigio alcanzado por los jefes aseguraron la obediencia y garantizaron el seguimiento de los subordinados dentro de los cuerpos militares. Más allá de las relaciones de verticalidad establecidas entre los actores, se implementaron mecanismos de consenso y negociación, traducidos en el intercambio de favores, que permitieron la puesta en práctica de las decisiones políticas emanadas desde los ámbitos de poder, en un contexto signado por la inestabilidad política y la ausencia de un Estado formalmente organizado. Si dichas retribuciones no eran cumplidas por las autoridades, existía para las tropas la posibilidad de expresar sus desavenencias y resistencias, por medio de desobediencias a la autoridad, desacatos, deserciones, motines y rebeliones.

 

Palabras clave: jefes militares - tropas -  consenso - negociación –resistencias

 

 

Marisa Davio

 

 

Between consensus and “seduction”: military commanders and troops in Tucumán during the first half of the nineteenth century

 

 

Abstract

 

The paper analyzes the command and obedience relationships between military officers and troops during the militarization raised from the revolutionary process in Tucumán. Issues such as respect, recognition or prestige gained by the chiefs, made obedience secured and guaranteed the support of subordinates. Beyond the vertical relationships existing among military men, consensus and negotiation mechanisms were implemented. They were evident in the exchange of favors, allowing the making of political decisions resulting from the scope of power, in a context marked by political instability and the absence of a formally organized State. If such compensation were not met by the authorities the troops had the opportunity to express their disagreement and resistance, through disobedience to authority, disrespect, desertions, mutinies and rebellions.

 

Key words: Military officers- Troops- Consensus- Negotiation- Resistance

 

 

Marisa Davio

 



* Becaria Posdoctoral. ISES. CONICET. Tucumán. Correo electrónico: mari.davio@gmail.com.

[1] Halperin Donghi, Tulio, Revolución y guerra. Formación de una élite dirigente en la Argentina Criolla, Siglo XXI, Buenos Aires, 1972.

[2] La historiografía argentina de los últimos años ha retomado el estudio de la cultura política popular en el proceso revolucionario desencadenado en Mayo de 1810. Se ha comenzado a recuperar el análisis de los actores históricos ajenos al círculo de las élites, los canales de participación y expresión que utilizaron para manifestarse y las formas de acción colectiva que comenzaron a difundirse a partir de las invasiones inglesas de 1806 y 1807 en Buenos Aires- y desde el proceso revolucionario en las demás provincias. Ver entre otros, Di Meglio, Gabriel, ¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires entre la Revolución y el rosismo. 1810-1829, Prometeo, Buenos Aires, 2006; Fradkin, Raúl, ¿Y el pueblo dónde está? Contribuciones para una historia política popular de la Revolución de Independencia en el Río de la Plata, Prometeo, Buenos Aires, 2008; Mata de López, Sara, “La guerra de Independencia en Salta y la emergencia de nuevas relaciones de poder”, en Andes, N° 13, Salta, 2002; Bragoni, Beatriz, “Guerreros virtuosos, soldados a sueldo de reclutamiento militar durante el desarrollo de la guerra de independencia”, en Dimensión Antropológica, N° 35, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, 2005; Mata, Sara y Bragoni, Beatriz, “Militarización e identidades políticas en la revolución rioplatense”, en Anuario de Estudios Americanos, 65, 1, Enero-Junio, Sevilla, 2007; Bragoni, Beatriz y Sara Mata (comps.), Entre la Colonia y la República. Insurgencias, rebeliones y cultura política en América del Sur, Prometeo, Buenos Aires, 2008.

[3] La nueva situación política originada con la Revolución, contribuiría a la aparición de diversos sectores sociales que comenzaron a involucrarse a través de su participación en las milicias y el ejército de línea, en manifestaciones y conmemoraciones públicas o en movimientos conspirativos, motines o tumultos.

[4] Según los postulados de Luis Alberto Romero, nos estaríamos refiriendo a “sectores populares”, reconociendo diferentes terminologías que para ellos han utilizado los actores contemporáneos y que denotan una condición de subordinación con respecto a las élites: “plebe”, “bajo pueblo”, “vulgo”. Gutiérrez, Leandro y Luis Alberto Romero, Sectores populares, cultura y política, Sudamericana, Buenos Aires, 1995, pp. 23-44.

Las fuentes existentes en Tucumán, evidencian diferentes denominaciones utilizadas por las élites con una clara connotación negativa, para referirse a la población más baja dentro de la escala social. Entre ellas es frecuente encontrar la denominación de “gente común”, “plebe”, “bajo pueblo”, “populacho”, “vulgo”. Sin embargo, para su análisis debe considerarse el contexto histórico en que fueron enunciadas y a qué sectores se referían específicamente las mismas, al no tratarse de categorías abstractas o definidas. Además del estado de subordinación en el cual se encontraban, existían otros tipos de relaciones entabladas con los demás sectores sociales, especialmente con las élites que permitían, en ciertos contextos, la confluencia de intereses, negociaciones, acuerdos, o espacios de convivencia que propiciaban la conformación de un universo cultural y simbólico común, pese a las diferencias de “clase”, como así también la posibilidad de algún tipo de movilidad social. Dentro del ámbito militar, encontramos funciones que ocuparon la amplia mayoría de estos sectores sociales: ser integrantes de las tropas ya sea dentro del ejército regular o en las milicias. Carentes en su mayoría del uso del Don antepuesto a sus nombres, pertenecían en su mayoría a los grupos más bajos dentro de la jerarquía social. Las diferencias étnicas y sociales se traducían en la jerarquía militar, si bien ello no implicó posibles ascensos de acuerdo a méritos propios y compromisos asumidos con la causa política. Durante el período revolucionario, estos sectores comenzaron a obtener concesiones e incentivos por su participación en las milicias y el ejército de línea, como los fueros militares, premios, licencias y condecoraciones, que les permitieron, en algunos casos, el acceso a espacios antes vedados y un cierto posicionamiento social que los calificaba como “hombres de bien”. Davio, Marisa, “Sectores populares militarizados en la cultura política tucumana. 1812-1854”, Tesis doctoral inédita, Universidad General Sarmiento-IDES, Buenos Aires, 2010.

Paula Parolo, al hablar de sectores populares en Tucumán, incluye a individuos que representaban un amplio sector de la sociedad que no estaban en una posición dominante, se hallaban alejados del mundo de los privilegios y tenían diversas ocupaciones y tradiciones culturales: eran tanto individuos de la ciudad- comerciantes, mercaderes, pulperos, troperos, artesanos y personal del servicio doméstico- como de la campaña -criadores, labradores, capataces y peones jornaleros. Parolo, María Paula, Ni súplicas ni ruegos. Las estrategias de subsistencia de los sectores populares en la primera mitad del siglo XIX, Prohistoria, Rosario, 2009.

[5] El análisis forma parte de una investigación de mayor alcance, fruto de mi tesis doctoral. La misma analiza el proceso de institucionalización de la fuerza militar y el ámbito interpersonal en los individuos que formaron parte de las milicias y el ejército regular durante la primera mitad del siglo XIX, con especial énfasis en las repercusiones entre los sectores populares, en su mayoría miembros de las tropas. Davio, Marisa, 2010, ob.cit.

[6] Davio, Marisa, 2010, ob. cit. La Guardia Nacional no sólo se constituyó en la institución militar organizada desde un poder central, sino que además contribuyó a la construcción de la ciudadanía y la identidad nacional, dejando atrás todo tipo de identidades locales o regionales. Con la constitución de la Guardia Nacional en 1854, las milicias pautadas por lealtades locales fueron entrando en contradicción con éstas de alcance nacional, que otorgaba el ejercicio de la ciudadanía a sus integrantes: el “ciudadano armado”. Macías, Flavia, “Ciudadanía armada, identidad nacional y Estado Provincial. Tucumán. 1854-1870”, en La vida política argentina del siglo XIX. Armas, votos y voces, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003.

[7] En situaciones excepcionales, como durante la época revolucionaria y ante la acuciante necesidad de reclutamiento frente a la guerra con el español, numerosos sectores de diferentes condiciones sociales llegaron a formar parte de las milicias, situación que luego derivaría en numerosos conflictos y quejas de las autoridades por los privilegios concedidos- como los fueros militares- a personas “no merecedoras de tales prerrogativas”. Davio, Marisa, 2010, ob.cit.

[8] Archivo Histórico de Tucumán (en adelante, AHT), Sección Administrativa (S.A.), 1834, Vol. 42, Fs. 135.

[9] Marchena Fernández, Juan, Ejército y milicias en el mundo colonial americano, Mafre, Madrid, 1992, p. 39. Las diferencias entre oficialidad y tropa no sólo eran de rango o graduación militar, sino que además connotaban una diferenciación social: la que separaba a las élites locales de los sectores populares. En el último tercio del siglo XVIII, el 85% de la tropa reglada del ejército regular estaba constituida por naturales de la misma ciudad donde estaban las guarniciones, con un  porcentaje mayor de reclutas americanos sobre los peninsulares, predominantes en los siglos anteriores. Marchena Fernández, Juan, “Sin temor del Rey ni de Dios. Violencia, corrupción y crisis de autoridad en la Cartagena colonial”, en Kuelhe, Alan y Marchena Fernández, Juan (eds.), Soldados del rey. El Ejército borbónico en América Colonial en vísperas de la independencia, Universidad de Jaume I, D. I., 2005, p. 39.

[10] Tío Vallejo, Gabriela, “Antiguo Régimen y Liberalismo. Tucumán. 1770-1830”, en Cuadernos de Humanitas, N° 62, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Tucumán, Tucumán, 2001, p. 95.

[11] Éstos fueron los Planes de Milicias de 1764, 1772, 1791, aunque quedaron circunscriptos únicamente a la Gobernación de Buenos Aires.

[12] Alejandro Heredia, decretó una reorganización de la milicia local, la cual se hizo efectiva en 1832 para las milicias rurales y en 1836, para las existentes en el ámbito urbano. Sin embargo, esta reorganización de la fuerza militar no establecía nuevas cláusulas sobre la normativa penal militar.

[13] Thibaud, Clement, “Formas de guerra y mutación del Ejército durante la guerra de independencia en Colombia y Venezuela, en Rodríguez, Jaime (coord.), Revolución, Independencia y las nuevas naciones en América, Fundación Mapfre/Tavera, Madrid, 2005.

[14] Schmit, Roberto, Ruina y resurrección en tiempos de guerra. Sociedad, economía y poder en el Oriente entrerriano posrevolucionario. 1810-1852, Prometeo, Buenos Aires, 2004, pp. 171-73.

[15] Pese a que dichas fuentes no contienen información cuantitativa acerca del número de seguidores de jefes y oficiales, el análisis del contexto discursivo ha permitido acercarnos a la comprensión de las relaciones de mando y obediencia, a la capacidad de resistencia de los sectores sociales subordinados o, al quiebre de las cadenas de mando cuando la negociación entre ambas partes no llegara a implementarse.

[16] Fruto de una revisión y de nuevos enfoques surgidos en los años ´60 y ´70, comenzó a estudiarse la temática del caudillismo referida no sólo a las capacidades carismáticas del líder y a su capacidad de coacción, sino también a los mecanismos legales implementados para garantizar su legitimidad. Buchbinder, Pablo, “Caudillos y caudillismo. Una perspectiva historiográfica”, en Goldman, Noemí y Ricardo Salvatore (comps.), Caudillismos rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema, Eudeba, Buenos Aires. 1999, pp. 31-50; Goldman, Noemí, “Los orígenes del federalismo rioplatense (1820-1831)”, en Goldman, Noemí y Ricardo Salvatore (comps.), 1999, ob.cit., pp. 103-118; Fradkin, Raúl y Jorge Gelman (comps.), “La construcción del orden rosista. Entre la coerción y el consenso”, Prohistoria, Año XII, N° 12, Rosario, 2008.

[17] Hasta las mismas autoridades reconocían la función de mediadores de las tropas que podían llegar a tener los jefes militares de la campaña para conseguir ciertos favores o contribuciones. Carta del Ministro al gobernador Javier López, sobre que se concrete el pedido de caballos por medio de la intermediación de los jefes militares de la campaña. AHT, S.A., 1831, Vol. 37, Fs. 92-93.

Los comandantes de armas, junto a los jueces de campaña y los curas, serían los articuladores entre la población de cada distrito y las pretensiones de cada jefe político y militar. Tío Vallejo, Gabriela, 2001, ob.cit. p. 320.

[18] Los mediadores colaboraron con los proyectos hegemónicos, pues conjugaban creencias con redes sociales de tipo antiguo, y reforzaban un poder regional que afianzaba la alianza entre comunidades y guerrilleros. En los países con fuerte presencia indígena, los gobiernos republicanos de las primeras décadas independientes necesariamente debieron establecer alianzas y negociaciones con los líderes de las comunidades para alcanzar sus fines políticos. Demélas Bohy, Marie Danielle, “Estado y actores colectivos. El caso de los Andes”, en Annino, Antonio, Castro Leiva, L., Guerra, F. X., De los Imperios a las Naciones, Iberoamérica, Iberlaya, Zaragoza, 1994. pp. 301-326; Reina, Leticia, La reindizacion de América, siglo XIX, Siglo XXI editores, México, 1997.

[19] El término obediencia, al igual que la acción de obedecer, indica el proceso que conduce de la escucha atenta a la acción, que puede ser puramente pasiva o exterior o, por el contrario, provocar una profunda actitud interna de respuesta. Obedecer implica la subordinación de la voluntad a una autoridad, el acatamiento de una orden o el cumplimiento de una demanda. La obediencia militar se refiere al acatamiento de instrucciones en el marco de un código de vida y de conducta  preparado para responder a los conflictos o crisis sociales o políticas y, en casos extremos, a la guerra. El respeto, por su parte, consiste en el reconocimiento de los intereses y sentimientos del otro en una relación. Diccionario de la Lengua Española, Real Academia Española, Tomo I, Vigésima primera edición, Espasa, Madrid, 1992.

[20] Según Richard Sennet, en la sociedad existen diferentes aspectos que aseguran el respeto: el estatus, el prestigio, el reconocimiento, el honor y la dignidad. Si bien un estatus social alto asegura una posición de jerarquía dentro de la sociedad, el prestigio se refiere a las emociones que el estatus produce en los otros. De tal modo, no siempre un estatus superior otorga un mayor prestigio. Por su parte, el reconocimiento y la reciprocidad representan las acciones que otorgan respeto por excelencia. Por último, el honor propone códigos de conducta y supone verse a sí mismo a través de los ojos de los demás. Sennet, Richard, El respeto: sobre la dignidad del hombre en un mundo de desigualdades, Anagrama, Barcelona, 2003, pp. 60-70. Para este autor, el respeto se construye desde el reconocimiento al otro y el respeto a sí mismo.

[21] Buena parte de la élite tucumana, poseía grandes cantidades de tierras en la provincia, las cuales eran trabajadas por peones, jornaleros, dependientes o agregados, que recibían una paga en dinero o en especies, incluyendo también, algunos beneficios para los dependientes, además de los servicios personales prestados de acuerdo a los conciertos de trabajo. López, Cristina, Los dueños de la tierra. Economía, sociedad y poder en Tucumán (1770-820), Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Tucumán, Proyecto CONICET 4979, Tucumán, 2003, pp. 303-307.

[22] La situación de constante inestabilidad política que caracterizó sobre todo a la década de 1820 generó en Tucumán, una lucha facciosa en la que cada jefe político -y a su vez militar- accedía al poder mediante levantamientos militares que se apoyaban en las prácticas electorales, la convocatoria a cabildos abiertos y un suficiente número de tropas adictas, a fin de garantizar la legitimidad de sus acciones. Tío Vallejo, G., 2001, ob.cit., pp. 322-326.

[23] Albano, Sergio, Michel Foucault. Glosario de aplicaciones, Quadrata, Buenos Aires, 2005, p. 77; Sobre legalidad y legitimidad: Weber, Max, Economía y Sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, 1964.

[24] Aráoz de Lamadrid, Gregorio, Memorias, Campo de Mayo. Biblioteca del Suboficial, Buenos Aires, 1947, p. 115.

[25] La disciplina y los continuos ejercicios militares exigidos por distintos jefes en todo el período estudiado apuntaban al control social de los subordinados para evitar cualquier tipo de insubordinación, motín o movimiento conspirativo. Sin embargo, también se buscaba mediante este mecanismo, lograr el autocontrol de los propios subordinados para lograr un fin deseado por los jefes o autoridades. Según Michel Foucault, dentro de un grupo, una clase o una sociedad, operan “mallas” de poder, donde cada uno posee una localización dentro de la red de poder, ejerciéndolo, conservándolo, e impactando con sus actos sobre los demás. Foucault, Michel, Las redes del poder, Almagesta, Buenos Aires, 1993. p. 71.

[26] Aráoz de Lamadrid, Gregorio, 1947, ob. cit., p. 115.

[27] Paz, José María, Memorias póstumas, Emecé Editores, Buenos Aires, 2000, p. 161.

[28] Paz, José María, 2000, ob.cit., p.162.

[29] Alejandro Heredia, asumió la primera magistratura en el año 1832 y su gobierno finalizó con su asesinato efectuado por sus opositores políticos en 1838. Su mandato se caracterizó por el reestablecimiento del orden en la provincia, la reorganización de las instituciones- las deliberaciones de la Sala se hicieron regulares y periódicas a partir de 1833- la elección de nuevas autoridades gubernamentales y judiciales que respondieran al régimen federal y la promoción del comercio, la educación y el sistema de defensa. Pese a que la estabilidad lograda se cimentó en la fuerza y en la legalidad otorgada por medio del funcionamiento de las instituciones, el costo social parece haber resultado alto, pues debió sostener un aparato estatal que requería constantes reclutamientos e intervención en el ámbito militar para la defensa de la provincia y las vecinas que dependían de él. Heredia utilizó las milicias y las unidades regulares locales y regionales, apoyándose en las alianzas establecidas con los gobernantes de las provincias vecinas.

[30] El objetivo de Heredia consistió en controlar políticamente la región del norte de la Confederación, a través de la creación del Protectorado en 1836, quedando las provincias de Salta, Jujuy y Catamarca bajo la hegemonía del gobernador de Tucumán, garante de la estabilidad política regional y con derecho a intervenir en ellas si lo consideraba necesario.

[31] AHT, S.A., 1832, Vol. 38, Fs. 289. Ante las constantes disputas judiciales entre los jueces o alcaldes y comandantes militares de la campaña, sobre individuos que pertenecían a una u otra jurisdicción, el gobernador Heredia decretó la unificación de los dos cargos en la misma persona. AHT, S.A., 1832, Vol. 39, Fs. 169.

[32] AHT, S.A., 1832, Vol. 38, Fs. 298 y 309.

[33] AHT, S.A, 1832, Vol. 39, Fs. 265-271.

[34] AHT, S.A., 1835, Vol. 43, Fs. 286.

[35] AHT, S.A., 1834, Vol. 42, Fs. 205.

[36] Celedonio Gutiérrez asumió el gobierno de Tucumán en el año 1841, luego de la Batalla de Monte Grande, contra las fuerzas de la Coalición del Norte. Su gobierno se caracterizó por una estabilidad política, un reforzamiento de la relación con el gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas y la persecución a los enemigos políticos, los “unitarios”. Su mandato finalizó en 1852, a raíz de la derrota de Rosas en Buenos Aires y a la incapacidad de lograr alianzas políticas con los nuevos mandatarios políticos, dentro del contexto de organización de un Estado nacional formalizado.

[37] AHT, S.A., 1842, Vol. 58, Fs. 130.

[38] Diccionario de la Lengua castellana en la que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua, Real Academia Española, Imprenta de Francisco de Hierro, Tomo V, Madrid, 1737.

[39] Fradkin, Raúl, “Cultura política y acción colectiva en Buenos Aires (1806-1829): un ejercicio de exploración”, en Fradkin, Raúl (ed.), ¿Y el pueblo dónde está? Contribuciones para una historia popular de la revolución de independencia en el Río de la Plata, Prometeo, Buenos Aires, 2008, pp.62-63.

[40] Cabe acotar que las denuncias por seducción fueron siempre efectuadas a jefes militares o personas disidentes del gobierno y no así a las autoridades, quienes lógicamente nunca “seducían” ni “engañaban” para lograr su adhesión sino que efectuaban la lícita práctica del “reclutamiento”.

[41] La mención a las garantías y convites a la tropa las hemos encontrado, por ejemplo, en el intento de derrocamiento del gobernador Alejandro Heredia en 1835 por parte de los caudillos Don Ángel y Manuel López desde Salta. AHT, S.A., 1835, Vol. 43, Fs. 43.

[42] AGN, Sala X, Ejército Auxiliar del Perú, 3-10-3.

[43] Paz comentaba además que, “habiéndose pasado un soldado del enemigo a nuestras filas, se desertaba para volver al ejército real, cuando fue capturado. Juzgado y convencido de espía, fue sentenciado a muerte y, con una serenidad digna de héroe, dijo: “Muero contento por mi religión y mi rey”. Paz, José Maria, 2000, ob.cit., p. 53.

[44] Paz, José María, 2000, ob.cit., pp. 61-62.

[45] Nuevas investigaciones señalan la similitud existente en los recursos por los jefes Belgrano y Joaquín de la Pezuela- pertenecientes a los bandos revolucionario y realista, respectivamente- Ambos jefes habrían adoptado el culto católico como medio para atraer a las tropas al reclutamiento, en vista de la impronta de esta religión en el espacio altoperuano y rioplatense. En este sentido, Pablo Ortemberg afirma que ambos bandos utilizaron el culto mariano en la práctica guerrera de acuerdo a una larga tradición del antiguo régimen español. El nombramiento de Vírgenes Generalas de ejércitos regulares y ya no patronas de regimientos constituyó una novedad en la historia de la guerra en América. En segundo término, esa instrumentalización consciente por parte de los generales tuvo diferentes énfasis y matices según las maniobras del enemigo en el marco de una guerra de propaganda. Ortemberg, Pablo, “Vírgenes generalas: acción guerrera y práctica religiosa en las campañas del Alto Perú y el Río de la Plata. (1810-1818)”, en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani, N° 35, Buenos Aires, 2do. semestre 2011. Para el caso mexicano, Brading afirma que el patriotismo tradicional se inspiró en la identificación de la religión con el orgullo de pertenencia a una ciudad en donde la sagrada imagen de la Virgen de Guadalupe fue una bandera de identidad en ésa sociedad. A pesar de las rupturas causadas por procesos como la guerra de Independencia y la Revolución Mexicana, la fe guadalupana permaneció como una presencia fuerte, unificadora y continua a lo largo de los años. Brading, David, “Nuestra Señora de Guadalupe de México. Idea “Divina” y “Nuestra Madre”, en García Ayluardo, Clara y Francisco J. Sales Heredia (eds.), Reflexiones en torno a los centenarios: Los tiempos de la independencia, Fundación 2010, Conmemoraciones, Centro de Estudios Sociales y de la opinión pública, México, 2008, pp.129- 181.

[46] En todo el periodo analizado hemos encontrado 46 casos en los que está presente la intención de seducción por parte de jefes u oficiales, ya sea para la ejecución de movimientos conspirativos, revoluciones en contra de los gobiernos de turno, motines dentro de un regimiento, como para atraer a miembros de la tropa o peones a sus intereses particulares.

[47] AHT, A.J.C., 1821, Caja 18, Exp. 42.

[48] AHT, S.A., 1822, Vol. 28, Fs. 352 y 372.

[49] AHT, S.A., 1828, Vol. 34, Fs. 2.

[50] AHT, S.A, 1837, Vol. 48, Fs. 122-125.

[51] La temática de la seducción y el ofrecimiento de garantías y promesas puestas en práctica por los jefes para asegurar el seguimiento de la tropa, ha sido planteada también para otros espacios provinciales. Paz, Gustavo, “Liderazgos étnicos. Caudillismo y resistencia campesina en el norte argentino a mediados del siglo XIX", en Goldman, Noemí y Ricardo Salvatore, 1999, ob.cit., pp. 319-346; Fradkin, Raúl, Historia de una montonera. Bandolerismo y caudillismo en Buenos Aires, 1826, Siglo XXI, Buenos Aires, 2006; Fradkin, Raúl, “La conspiración de los sargentos. Tensiones políticas y sociales en la frontera de Buenos Aires y Santa Fe en 1816”, en Bragoni, Beatriz y Sara Mata (comps.), Entre la Colonia y la República. Insurgencias, rebeliones y cultura política en América del Sur, Prometeo, Buenos Aires, 2008; Mata de López, Sara, “Tierra en armas: Salta en la Revolución”, en Persistencias y cambios: Salta y el NOA (1770-1840) , Prohistoria, Universidad Nacional de Rosario, Rosario, 1999; Mata, Sara, Los gauchos de Güemes, Eudeba, Buenos Aires, 2007; De la Fuente, Ariel, Hijos de Facundo. Caudillos y montoneras en la provincia de La Rioja durante el proceso de formación del Estado Nacional Argentino (1853-1870), Prometeo, Buenos Aires, 2007; Schmit, Roberto, 2004, ob.cit., entre otros.

[52] Davio, Marisa, “Entre tensiones y resistencias. La guerra contra la Confederación Peruano-Boliviana (1837-1839)”, en Lorenz, Federico (comps.), Historia de la guerra en la Argentina (en prensa).

[53] AHT, S.A., 1838, Vol. 51, Fs. 59.

[54] Desde fines del siglo XVIII, Hispanoamérica experimentó una cantidad significativa de levantamientos colectivos, motines y revoluciones. En estas regiones, el reclamo por las mejoras económicas y sociales, como la cuestión étnica constituyeron unas de las principales causas de los levantamientos, sobre todo entre los sectores más bajos dentro de la escala social. La bibliografía sobre esta temática es muy extensa, para citar algunos, Stern, Steve, Resistencia, rebelión y conciencia campesina en los Andes, siglos XVII al XX, IEP, 1990; Tutino, Jhon, De la insurrección a la revolución mexicana. Las bases sociales de la violencia agraria 1750-1940, Era, 1990; Mallon, Florencia, Peasant and Nation. The making of postcolonial México and Peru, University of California Press, Berkeley, 1995.

[55] Sobre la temática de las montoneras, motines y revoluciones en el espacio rioplatense, Fradkin, Raúl, 2006, ob.cit.; De la Fuente, Ariel, “Gauchos”, “montoneros” y “montoneras”, en Goldman,  Noemí y Ricardo Salvatore, 1999, ob.cit.; De La Fuente, Ariel, 2007, ob.cit; Di Meglio, Gabriel, 2006, ob.cit.

[56] Para el caso de movimientos conspirativos contra el gobierno tucumano, Paula Parolo registra en los expedientes judiciales quince casos desde el periodo 1799 a 1864, de los cuales uno se produjo durante la década revolucionaria, uno en 1832-42, tres durante 1843-53 y diez en la década de 1854 a 64. Parolo, María Paula, 2009, ob.cit., p. 228.

[57] Scott, James, Los dominados y el arte de la resistencia, Era, México, 2000, pp. 218-37.

[58] En otro trabajo, se ha analizado estas formas de “resistencias ocultas”, traducidas en rumores y difamaciones que expresaban las formas de oposición o descontento de las tropas hacia sus superiores. La información divulgada en lugares públicos, permitió a los sectores sociales implicados proveerse de la información necesaria para su adhesión a la causa perseguida por las élites políticas, como asimismo el seguimiento a sus líderes políticos y militares. en Davio, Marisa, “Rumores, difamaciones y canales de comunicación de los sectores populares durante el proceso de militarización en Tucumán (1812-1854)”, Vol. 15, Prohistoria, Rosario, 2011 [en linea] <http://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1851-5042011000100003&lng=es&nrm=iso>. [Consulta: 06/12/2010].

[59] Ángel López nació en 1807 en el departamento de Trancas, Tucumán. Era hijo de Don Santos López y Doña María Antonia Molina. En 1823 fue designado miembro de la Sala de Representantes de Tucumán y en 1831, se graduó en Doctor en Jurisprudencia, en la Universidad de Buenos Aires. Dispuesto a derrocar el gobierno de Heredia, quien gobernaba Tucumán desde 1832, realizó tres intentos de revolución, resultando finalmente fusilado por orden de Heredia en 1836. Cutolo, Vicente O., Nuevo Diccionario Biográfico Argentino. 1750-1930, Editorial Elche, Buenos Aires, 1975, p. 215.

[60] El hecho de “contar” con recursos y gente para llevar a cabo se encuentra presente en las declaraciones de los diferentes implicados, como garantía de éxito en toda empresa política, sea esta una elección o un movimiento sedicioso. García de Saltor, Irene, La construcción del espacio político. Tucumán en la primera mitad del siglo XIX, Instituto de Historia y Pensamiento Argentino, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Tucumán, Tucumán, 2003, p. 144.

[61] Páez de la Torre, Carlos, Historia de Tucumán, Plus Ultra, Buenos Aires, 1987, p. 255.

[62] AHT, S.A., 1834, Vol. 43, Fs. 42-52.

[63] Se refiere al General Javier López, ex gobernador de Tucumán en la década de 1820.

[64] Páez de La Torre, Carlos, 1987, op. cit. p. 272.

[65] Sesión del 20 de Abril de 1836. AHT, Sala de Representantes, Vol. II, 1836-52.

[66] Según Juan Alfonso Carrizo esta glosa era recitada aún en el siglo XX en Catamarca y Tucumán, y se refiere a la derrota de los López en Monte Grande, Tucumán, ocurrida el 23 de Enero de 1836. Fue dictada por la Carlota Méndez en la localidad de Yonopongo, Monteros (Tucumán), en Carrizo, Juan Alfonso, Cancionero popular de Tucumán, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Tucumán, Tucumán, 1937, p. 429.

[67] A raíz de esta invasión, Gutiérrez puso a la provincia en asamblea y declaró fuera de la ley a los invasores. Paralelamente en Caseros, el 3 de Febrero de 1852, se derrumbó definitivamente el poderío de Rosas, pese a que Álvarez se enteró varias semanas después y fuera desconocido por el propio Urquiza. Esto provocó su derrota y posterior fusilamiento a cargo de las tropas de Gutiérrez, desde entonces fieles al General Urquiza.

[68] Rafael Fernández al gobernador Gutiérrez sobre noticias de la campaña. AHT, S.A., 1852, Vol. 72, Fs. 204.

[69] AHT, S.A., 1852, Vol. 72, Fs. 206.

[70] Crisóstomo Álvarez a Celedonio Gutiérrez. Tapia, 10 de Febrero de 1852. AHT, S.A. 1852, Vol. 72, Fs. 213.

[71] AHT, S.J.C., Caja 22, Exp. 25, Fs. 1-21.

[72] Gutiérrez permaneció un tiempo más en el gobierno de Tucumán luego de la batalla de Caseros, por lo cual intentó aliarse con Urquiza y asistir a la convocatoria a San Nicolás en 1852.

[73] Recitada por Catalina Ericeño, de 59 años. Sobre el fusilamiento de Crisóstomo Álvarez en 1852, en Fernández Latour, Olga, Cantares históricos de la tradición argentina, Instituto de Investigaciones Folklóricas, Buenos Aires, 1960, p. 160.

[74] Como ya hemos mencionado, se ha comenzado a recuperar el análisis de actores históricos ajenos al círculo de las élites, enfocado en los canales de participación y expresión por los que estos mismos pudieron manifestarse y en el análisis de formas acción colectiva que habrían comenzado a difundirse en Buenos Aires a partir de las invasiones inglesas de 1806 y 1807, por medio de tumultos y motines liderados por grupos “plebeyos”. Di Meglio, Gabriel, 2006, ob.cit.; Fradkin, Raúl, 2008, ob.cit.

[75] Pavoni, Norma, El Noroeste argentino en la época de Alejandro Heredia, I, Editorial Banco Comercial del Norte, Tucumán, 1981, p 215.Pese a ello, Heredia debió lidiar con conspiraciones contra su gobierno, que amenazaron la cohesión política de su gobierno.

[76] Scott, James, 2000, ob.cit.

[77] Con relación a esta “negociación de la obediencia”, Fradkin, Raúl, 2008, ob.cit.

[78] Sobre la diferencia entre poder y autoridad, Weber, Max, 1964, ob.cit.