LAS DISPUTAS POR EL PASADO EN LA ARGENTINA.
LA IMPUGNACIÓN DE LOS HISTORIADORES PROFESIONALES A LOS BEST-SELLERS DE HISTORIA
Verónica Tobeña[1]
Introducción
En el año 1994 los historiadores Roy Hora y Javier Trímboli
publican Pensar la Argentina. Los historiadores hablan de
historia y política[2], un libro que se propone, entre otras cosas, revisar la
historia y el estado del campo historiográfico a partir de las reflexiones de
sus referentes más sobresalientes, a quienes dan voz por medio de entrevistas.
De ese libro surge un diagnóstico que todos los entrevistados comparten: en la
Argentina de los noventa las disputas en torno al pasado se han debilitado, los
conflictos por panteones históricos y las discordias ideológicas alrededor del
pasado despiertan indiferencia.
Casi una década después, la historiografía argentina, que
había sido caracterizada en aquel libro como un campo que había alcanzado
cierta “normalización” a partir de su incorporación a la vida universitaria y
el tipo de perfil y desarrollo profesional ligado a la figura del especialista
que esta inserción le permite estabilizar, se encuentra en un escenario de
disputas por el pasado histórico que la vuelve a colocar en tensión con la
política, devolviéndole a la problemática histórica dimensión actual.
A nuestro juicio hay muchos elementos que contribuyen a
contornear un escenario propicio para la activación de este conflicto
particular en relación a los relatos del pasado, pero hay uno sobre el que hay
un consenso muy extendido y tiene que ver con la crisis de 2001 que vivió la
Argentina[3].
Este argumento plantea que en contextos de incertidumbres sociales, políticas,
económicas, culturales, como el que caracterizó a la crisis institucional por
la que atravesó ese país en el período 2001-2002, se advierte cierta
predisposición para buscar en el pasado las explicaciones del fracaso nacional,
una propensión a revisar la historia que permita identificar cuándo se
equivocaron los argentinos para encontrarse en el punto crítico en el que los
coloca ese presente. Desde esta tesis se explica tanto la emergencia prolífica
de libros orientados a buscar las explicaciones de la crisis auscultando el
pasado nacional, así como el éxito de público que esta literatura cosecha.
El cimbronazo institucional que sacudió a la Argentina a
fines del año 2001 se vivió y se significó socialmente como una de las crisis
más profundas y desgarradoras de la sociedad, por sus ribetes políticos,
sociales, económicos y culturales. La crisis económica y las medidas regresivas
que buscaban aminorar su impacto terminaron por desgastar la por entonces muy
desprestigiada imagen del presidente y de profundizar la crisis de
representación política que experimentaba la ciudadanía. El “que se vayan
todos” que se agitaba por esos días en las calles, condensaba el descrédito en
el que caía la clase política en su conjunto que, tras la década menemista y el
giro fallido respecto de aquel decenio que había terminado operando el gobierno
de la Alianza, se le antojaba a la ciudadanía argentina absolutamente
deslegitimada moralmente para dirigir los procesos políticos. Así, el gobierno
que acababa de caer apenas dos años más tarde de aquel 10 de diciembre de 1999
simbólico en el que el justicialismo entrega la presidencia a una figura del radicalismo,
dejaba algo más que un país en crisis económica y social, sin conducción
política o sumido en la incertidumbre institucional; lo que la caída del
gobierno de De la Rúa y la alianza progresista y transversal que él encabezaba
les dejaba a los argentinos era el amargo sabor del desencanto con ellos
mismos, la frustración de toparse con una realidad refractaria al imaginario
social que supieron cultivar sobre lo que significaba ser argentino, en virtud
del cual “ser alfabetizado, ser ciudadano y tener trabajo
asegurado” constituían “derechos, capacidades,
disposiciones y posibilidades” que gravitaban con fuerza identitaria[4].
La dimensión cultural de la crisis está asociada
precisamente a ese interrogante que se abre con el ahogo de la confianza popular
que el ascenso político de la Alianza había reverdecido a favor de expectativas
de desarrollo económico y mayores niveles de integración social. La
constatación del carácter idealizado de esas condiciones que vinculan a los
argentinos más a la realidad europea que a la latinoamericana, los enfrenta
ineluctablemente con una imagen propia que, si bien no se reconoce fácilmente
en las configuraciones socioculturales de los países vecinos, encaja cada vez
menos con la cara que muestran las sociedades europeas con las que
históricamente gustó compararse el argentino y de este modo distinguirse de
otros pueblos latinoamericanos. Al socavar los núcleos centrales alrededor de
los cuales se cimenta la identidad argentina –derechos sociales, trabajo y
educación-, la crisis afecta el potencial que dicha identidad encerraba
trastocando de este modo, no sólo los rasgos que entran en esta definición,
sino también los que quedan fuera de ella como alteridad.
De modo que, más allá de los interrogantes que abre la crisis
en el plano político y económico más coyuntural, este período está signado por
la emergencia de una pregunta más estructural que es recurrente en los períodos
de la historia argentina signados por cambios y/o rupturas: ¿qué significa o
qué implica ser argentino?
A este impulso por revisar el pasado y por redefinir las
identidades al que empujan las crisis parece estar respondiendo la profusión
discursiva que se inscribe en la prensa gráfica y en distintos medios de
comunicación masiva que, desde que eclosionó la crisis en diciembre de 2001 y a
lo largo de los años que duró su recuperación, se convirtieron en la arena de
intervención de intelectuales, psicoanalistas, periodistas, ensayistas
políticos y todo tipo de personalidades ligadas a la cultura, para ofrecer su
interpretación de la crisis e incluso, en algunos casos como el de los
psicoanalistas, para oficiar “como terapeutas
-curadores- de la población aquejada por los efectos nocivos de la catástrofe
económica, política y social”[5].
Asimismo, la prensa gráfica constituye el escenario en el que académicos y
divulgadores de la historia se enfrentan en pos de la impugnación en el primer
caso y en la defensa en el segundo, del conjunto de producciones audiovisuales
y best-sellers escritos por los segundos
que tienen por objeto precisamente la reflexión sobre el significado de ser
argentino en clave histórica.
El soporte diario se transforma de esta manera en tribuna de
debate y en el espacio público a través del cual objetar y defender estas
producciones, por lo tanto, en superficie privilegiada donde mirar las disputas
que despiertan los distintos idearios políticos y culturales que se actualizan
en la pugna por fijar la identidad argentina.
Los
libros de la crisis
Entre ese voluminoso conjunto de libros que se escribieron
al calor de aquel catártico período y que pretendían bucear en el pasado para
comprender el presente, se cuentan títulos como El saqueo de
la Argentina, de María Seoane; La Argentina robada. El
corralito, los bancos y el vaciamiento del sistema financiero argentino,
de Mario Cafiero y Javier Llorens; ¿Cómo somos? Argentinos,
trapitos al sol, de Carlos Ulanovsky; El atroz
encanto de ser argentino y ¿Qué hacer? Bases para el
renacimiento argentino, de Marcos Aguinis; Tiempos de
crisis, vientos de cambio, de Mario Rapoport; La realidad.
El despertar del sueño argentino, de Mariano Grondona; No somos tan buena gente. Un retrato de la clase media argentina,
Tocar fondo. La clase media en crisis y Hecha la ley hecha la trampa. Transgredir las propias reglas: una
adicción argentina, de José Abadi y Diego Mileo; El pelotudo argentino, de Mario Kotzer; Vida, pasión
y desventuras de un industrial. La historia de Gatic Sociedad Anónima. La
historia de un país, de Eduardo Bakchellian; Los mitos de
la historia argentina I y II, de Felipe
Pigna; Argentinos I y II
y ADN. Mapa genético de los defectos argentinos,
de Jorge Lanata; Los héroes malditos, de Mario
‘Pacho’ O’Donnell.
Bien mirados, la mayoría de estos libros mal podrían
ubicarse en los mismos anaqueles que reservamos para los que pertenecen al
género historiográfico, puesto que se trata de libros que están más cerca de la
práctica ensayística que de la historiográfica. Son libros que tienen como “centro exclusivo o parcial la historia nacional o la forma de ser de
los argentinos, considerando el peso del pasado en relación con el presente
nacional”[6],
pero al interesarse fundamentalmente por el tema de la identidad argentina y la
interpretación de la crisis no compiten directamente con los libros que se
producen desde la disciplina histórica. Sin embargo, la recepción que hizo el
público de estos libros sí los identifica en competencia con el discurso
histórico, en línea con el tipo de identificación que hacen sus propios autores
en algunos casos. Y en este sentido nos parece importante subrayar que, aunque
siempre precedido por una fuerte impugnación que recusa valor o carácter
histórico a esos libros, los mismos han logrado instalar la discusión del canon
historiográfico[7]
y obligado a los historiadores a justificar su autoridad para referirse al
pasado, no sólo porque disputan con éxito proporciones significativas de su
público, sino porque han despertado la crítica de aquellos, lo cual habla de la
amenaza con que se interpreta el fenómeno editorial que propician esos libros
por parte de algunos referentes de la disciplina historiográfica.
Ahora bien, no toda la literatura que toma por objeto el
pasado participa de la disputa por el canon historiográfico que nos interesa
analizar aquí. Como veremos enseguida, son mayoritariamente los libros de tres
autores los que suscitan la reacción de historiadores de cuño académico; sin
embargo, nos interesa subrayar la emergencia de todo el arco de libros que
participan del fenómeno editorial que tiene por objeto la reflexión histórica
en virtud del papel social que jugaron los ejercicios retrospectivos propuestos
por dichos ensayos, ya que muchos de ellos encabezaron las listas de best-sellers de libros de no-ficción del período[8].
Los libros de Felipe Pigna y el programa televisivo que escribió y que
coprotagonizó junto a Mario Pergolini, Algo habrán hecho por la
historia argentina, así como los libros Argentinos I
y II y ADN
de Jorge Lanata y Los héroes malditos de Mario
‘Pacho’ O’Donnell, fueron los principales blancos de la crítica académica. Que
las impugnaciones a este tipo de relatos sobre el pasado se concentraran en
estos tres referentes parece responder a la importancia relativa que adquieren
sus productos, cuyos guarismos muestran que los mismos les llevan un número de
lectores de ventaja que es significativo respecto de los que cosechan los otros
exponentes de esta tendencia. Asimismo, creemos importante decir de la mano de
Martha Rodríguez[9]
que el contundente éxito de estos libros y del programa televisivo al que
hacemos referencia, probablemente deba al rol jugado por la industria editorial
y los medios de comunicación la transformación de estos libros en verdaderos best-sellers.
De modo que en este artículo recogemos la discusión que
activan las producciones de tres figuras paradigmáticas de este fenómeno
editorial, Felipe Pigna, Jorge Lanata y Mario “Pacho” O’Donnell, puesto que
fueron las narraciones históricas que éstos pusieron a circular las que
suscitaron controversia entre algunos referentes destacados de la
historiografía profesional argentina.
Antes de internarnos en la discusión del canon
historiográfico que plantean las críticas que a estos best-sellers
plantean los historiadores profesionales, nos parece importante subrayar un
denominador común entre los autores de los productos históricos de la
controversia, puesto que éste dato nos permitirá reponer las referencias
necesarias para situar culturalmente a estas narraciones históricas y a sus
autores. El dato que es importante reponer tiene que ver con que los autores en
cuestión no tienen formación formal en la disciplina historiográfica, como en
el caso de Lanata y O’Donnell, y cuando la tienen, como en el caso de Felipe
Pigna, la misma es deslucida. Lo que es común a estos autores de best-sellers es un recorrido fuertemente marcado por su
presencia en los medios masivos de comunicación y una autoridad cultural que
deviene del papel que su paso por medios como la televisión, la radio y/o la
prensa gráfica les confieren.
La pugna que estos tres autores protagonizan con un grupo de
historiadores de raigambre académica a partir de la impugnación que su éxito
despierta en estos últimos, merece considerar el perfil de los mismos, puesto
que en la definición de un canon se juega también la delimitación de dónde
reside el poder de otorgar o negar legitimidad a una obra histórica. Y los
autores de best-sellers ostentan una inserción
marginal en el espacio académico argentino que contrasta con un paso estentóreo
por espacios en los que la lógica que manda es la de mercado, como la tv y/o la
radio, y en los que la acogida del público es fundamental. En este sentido,
Pablo Semán[10]
bautiza a estos autores “historiadores de masas” porque desde su perspectiva
éstos constituyen un fenómeno inalienable del advenimiento de los medios
masivos de comunicación en tanto son un producto de estos últimos. Se trata de
aquellas figuras que se consagran como historiadores a partir de su
intervención en los medios masivos de comunicación y en virtud de la legitimidad
que estos medios les otorgan al posicionarlos como tales. Es la trayectoria
mediática lo que constituye la impronta que ubica a estos historiadores en un
lugar de saber lo que está en la base de esta denominación.
Las
críticas de los historiadores profesionales[11]
A pesar de presentar procedencias marginales o ajenas al
mundo académico y el campo historiográfico que los avalen como historiadores, o
quizás precisamente por esta razón, estos escritores han mediado con sus libros
en la recuperación del interés del público por el pasado propiciando lo que
algunos interpretaron como “un boom de la historia”[12].
Su aparición, que es contemporánea al período que duró la recuperación de la
crisis pero que no se agotó allí[13],
está manifiestamente ligada a las circunstancias que dominaban su contexto de
escritura. La letra de estos libros se presenta imbuida del horizonte incierto
que impuso la crisis y su tono está marcado por el clima finisecular y de
balances que se respiraba por entonces, y este registro de escritura deriva en
un abordaje del pasado en clave presente. Probablemente sea en la experiencia
de explorar los tiempos pretéritos de la mano de interrogantes actuales que
proponen estos escritores donde reside el atractivo que guarda para el público
esta literatura de historia, pues en el marco de una crisis de alcance social,
político, económico y cultural profundo, el interés por la reflexión
retrospectiva sólo parece factible si colabora en la búsqueda de respuestas
para satisfacer las preocupaciones del hoy.
El éxito que cosechan estos libros de historia y su alcance
masivo no tarda en alarmar a quienes producen los textos de historia
tradicionales con expectativas de venta irrisorias en contraste con las que
concretan los historiadores advenedizos[14].
Esta dispar realidad que depara el mercado a quienes practican la profesión de
historiadores ha provocado que muchos de ellos se manifiesten en la arena
pública, mayoritariamente en la prensa gráfica, fijando sus posiciones en
relación al fenómeno que se constituye alrededor de la historia.
En general, los que han consagrado su vida a la
investigación y el estudio de la historia miran con alguna reserva dicho
fenómeno editorial y mediático, y en las observaciones y críticas que hacen a
esos productos puede reconocerse cuál es su concepción de la historia, cuáles
son los preceptos que debe seguir el ejercicio de la historiografía, es decir,
cuáles son las reglas del arte que reconoce esta perspectiva o los métodos
historiográficos que reivindica, y cuáles son los presupuestos a partir de los
cuales encaran la indagación del pasado, al tiempo que aporta pistas para
reflexionar dónde ubican estos historiadores la autoridad de legitimación de
los relatos históricos. En suma, el conjunto de críticas que dicho fenómeno
despierta entre los historiadores ofrece sustrato para pensar la cuestión del
canon en la historiografía argentina.
¿Cuáles son esas críticas? La crítica más radical es la que
impugna el carácter historiográfico de estos libros y productos. Al recusarles
valor historiográfico lo que hacen estos historiadores es negar la competencia
que los mismos representan a sus propias producciones, puesto que se trataría
de productos pertenecientes a un género distinto al que ellos consagran su
tarea profesional: la historia. En una reseña publicada en el diario La Nación sobre el segundo tomo del libro Argentinos del periodista Jorge Lanata, el historiador Luis
Alberto Romero[15]
plantea que ese libro “no se propone ser una
historia sino una reflexión acerca de nuestro ser nacional (…), explicar cómo
son los argentinos”[16].
La evaluación que le merece el trabajo de Pigna es similar:
No es fácil establecer a qué género
corresponde Los mitos de
la historia argentina I –dice-. No pertenece al de la
divulgación histórica, destinada a transmitir a un público amplio los
resultados de la investigación historiográfica profesional. Cultivar ese género
implica un buen conocimiento de la materia que se desea transmitir, que no se
aprecia en este caso[17]
Pero si estas apreciaciones constituyen un argumento a favor
de la invalidez histórica de dichos trabajos, la creciente atención que le
dedican a estos productos hacen pensar en dicha descalificación como una
estrategia defensiva ante el avance de autores como Pigna y/o Lanata. Luis Alberto
Romero advierte esta contradicción y justifica a partir de dos evidencias la
necesidad de aplicar un examen historiográfico; por una parte, se refiere al “uso que el autor hace ocasionalmente de la erudición histórica para
respaldar sus juicios y, por otra parte, por su gran difusión, que lo convierte
en un interesante indicador de lo que hoy son las actitudes de los argentinos
respecto de su pasado”[18].
El otro punto que merece la reflexión de los críticos es
precisamente el que a su juicio es uno de los responsables de su éxito: la
forma y la retórica que adoptan estos productos. Algunos de los críticos
atribuyen a estos libros un tipo de escritura más consustanciada con los ritmos
televisivos y las fórmulas efectistas que con los desarrollos exhaustivos y
prudentemente fundamentados que caracterizan a las producciones académicas.
Para esta mirada el registro de escritura de estos libros es análogo al de los
relatos que adoptan medios como la televisión, pues se valen de una escritura
saltarina, organizada en un número elevado de capítulos con una extensión muy
corta cada uno, que puede abordarse de forma desordenada sin riesgo de caer en
el sinsentido, en clara sintonía con la práctica del zapping tan
típica del consumo televisivo. En su comentario al segundo tomo del libro de
Jorge Lanata, Luis Alberto Romero señala:
Argentinos II tiene más de ciento
veinte capítulos, de pocas páginas cada uno, lo que sugiere una lectura
saltarina, un picoteo, un zapping. Es una elección deliberada, de acuerdo con
un probado formato periodístico televisivo, que incluye diálogos ficticios,
anécdotas ejemplares y frases categóricas, aunque pocos juicios de valor[19].
También el sociólogo Horacio González[20]
cuestionó la legitimidad de estos productos haciendo foco en las formas que los
mismos adoptan; para él se trata de un fenómeno desalentador porque opera un “desmantelamiento de la espesura del lenguaje con la que debe manejarse
el historiador”[21].
Y siguiendo la línea de razonamiento desplegada antes por Romero agrega que “lo que aparece es la ideología del formato televisivo que fragmenta y
moraliza. No conduce a un umbral superior de investigación o reflexión, sino a
un programa de TV o de radio en el que la historia queda despojada de sus
cimientos dramáticos, sin nervadura ni espesura”[22].
La ensayista Beatriz Sarlo[23],
por su parte, señala que la historia que consagra el gran público “ocupa la esfera pública como empleada o socia del mercado, habla sus
lenguas y es escuchada por eso”[24].
Las historiadoras Hilda Sábato y Mirta Lobato[25]
se concentran en el análisis de la primera entrega de cuatro capítulos de la
serie documental Algo habrán hecho por la historia argentina y
también advierten en este producto televisivo importantes limitaciones que
tienen que ver con el formato y con el lenguaje. Si bien reconocen que el
programa propone un formato innovador, mezclando el discurso de ficción con el
despliegue de mapas, croquis y dibujos, encuentran que “el guión
prescinde de algunos de los elementos clave de un relato cinematográfico, tales
como la consistencia y el crescendo narrativo. Aquí, las cartas están echadas
desde el primer cuadro; todo el resto es una mera confirmación de lo que
sabemos de antemano”[26].
Otro eje de las críticas está puesto en el tema de las fuentes.
Para los detractores de estos exitosos libros y productos audiovisuales uno de
los principales problemas que advierten en ellos es el mal uso de las fuentes
documentales, que a su juicio en general suelen ser escasas, se incorporan de
forma acrítica y se seleccionan entre documentos ya perimidos. Para el caso de Algo habrán hecho…, por ejemplo, Sábato y Lobato advierten
que “es muy escaso el uso de material documental a
pesar de su existencia y disponibilidad”[27].
Pero este señalamiento es válido para el trío Pigna-Lanata-O’Donnell que
compone este fenómeno editorial, puesto que ninguno está exento de esta crítica
en los análisis que aquí retomamos. De uno de los libros de Lanata Romero dice
que
se apoya ampliamente en el trabajo de otros
autores. Su selección no es buena: libros ya endebles cuando se escribieron y
que hoy resultan antiguos y superados, aunque cada tanto la cita del artículo
reciente de un joven historiador profesional crea la ilusión de la consistencia
bibliográfica. En cada caso, Lanata los sigue puntualmente y los cita de una
manera tan extensa (…), que el producto final es casi una suerte de Reader’s
digest personal[28].
Del uso que hace Pigna en el primer tomo de Los mitos…, el mismo historiador opina que
si bien muchas obras de historiadores
profesionales aparecen citadas, sus conclusiones han sido forzadas para
adecuarlas a la interpretación, muy personal, que el autor desea desarrollar.
En otras secciones, como las referidas al mundo aborigen, se apoya en fuentes
de época, como las crónicas hispanas, pero las analiza sin los requisitos y
precauciones de la hermenéutica histórica, de modo que sus conclusiones tampoco
se sustentan en un uso correcto de las fuentes[29]
La opinión que en general le merecen el conjunto de estos
libros a Luis Alberto Romero es que son “obras que carecen de la
legitimidad que quieren atribuirse por una relación muy libre con el saber
histórico: bibliografía mal conocida o mal leída, uso libre del saber
acumulado, utilización caprichosa de las fuentes”[30].
El historiador Miguel Ángel de Marco[31]
es aún más lapidario en lo que hace a las críticas relacionadas con el manejo
de las fuentes que demuestran estos libros, puesto que los acusa de plagiar
impunemente a quienes, como él, asumen la profesión de historiador con un
fuerte compromiso con las prescripciones metodológicas que dicta la disciplina.
En este sentido, dice que los aportes de los historiadores que han hecho de su
disciplina una profesión, que por lo general son
serios y documentados, se convierten en
campo propicio para el saqueo de los que no lo son. Si uno se atribuye la
condición de abogado, médico, odontólogo, ingeniero, y no lo es, cae fulminado
por las prescripciones del Código Penal, que protege a la sociedad contra la
usurpación de los títulos. Pero, desgraciadamente, el título de historiador lo
usa cualquiera, impunemente, para escribir sobre lo que no sabe[32]
En otro registro se ubican las críticas que apuntan a
impugnar las reconstrucciones históricas que realizan esos best-sellers,
puesto que en este caso apuntan a poner de relieve la incapacidad que éstos
demuestran para captar la especificidad y la singularidad de los períodos que
analizan. Casi todos los críticos convienen en que lo que es común a estos
autores es auscultar el pasado partiendo de la fórmula “ayer es igual que hoy”.
Según esta lectura la tendencia a asimilar el mundo actual al del pasado
contribuye a borrar los condicionamientos de época que intervienen en el
devenir histórico. En relación a esta crítica los ejemplos que dan los
historiadores son muchos, e incluyen anacronismos y proyecciones del sentido
común del presente hacia el pasado. Sábato y Lobato, por su parte, en una
reseña fulminante que dedican al programa televisivo Algo habrán
hecho…, consignan muchos ejemplos donde
queda en evidencia este problema. Va uno de ellos:
Para subrayar las continuidades y mostrar
que todo es lo mismo, utiliza un recurso de manera reiterada: en el relato del
siglo XIX inserta imágenes del pasado reciente para forzar así la identificación
entre aquella historia y los traumáticos sucesos de los últimos treinta años.
Cuando el cadáver de Moreno es arrojado al agua (como se hizo durante siglos
con todos los muertos en alta mar), Pergolini y Pigna reflexionan en la
costanera del Río de La Plata y una voz en off acota: ‘Era el comienzo de
una oscura tradición argentina’, refiriéndose a la práctica criminal de la
última dictadura militar, de arrojar a ese río los cuerpos de
detenidos-desaparecidos[33]
Otro de los ejemplos que ofrecen las historiadoras en este
sentido también involucra un juego con la memoria de nuestros años de
plomo:
Cuando se menciona el 24 de marzo como fecha
de inicio del Congreso de Tucumán, se da este intercambio:
Pergolini: ¡Un 24 de marzo! Pigna:
Pero por aquel entonces esa fecha no tenía la
connotación tan nefasta que tiene hoy en día
Siempre teniendo en el horizonte tópicos relacionados con la
dictadura militar, Sábato y Lobato grafican esta equiparación del pasado con el
presente con dos ejemplos más:
Esta modalidad se exacerba en la referencia
a la ley de amnistía de Rivadavia (‘ley del olvido’) pues, con ignorancia
absoluta de cómo funcionaba entonces la vida política y las instituciones, se
las equipara a las leyes de Punto Final y Obediencia Debida de 1987 y al
indulto a los militares de la dictadura, y se incluye, de manera anacrónica,
una larga escena con imágenes de las protestas frente a esas medidas
encabezadas por los organismos de Derechos Humanos. Algo equivalente ocurre con
el levantamiento de Lavalle (un levantamiento entre muchos otros) al que se
sindica como ‘el primer golpe de estado de la historia argentina’
El historiador Luis Alberto Romero también subraya esta
propensión a que el pasado se desdibuje en el presente que muestran los libros
que se analizan: “hubo corrupción en el siglo XVII con el
contrabando -un concepto anacrónico-, en las guerras de Independencia con los
contratos de abastecimiento al Ejército, y también en los noventa, con Yabrán”,
sintetiza. Desde su óptica “esta mercancía es
elaborada sin la sustancia principal de la historia, su levadura: la
explicación. La única que tales autores conciben para articular su retahíla de
denuncias es el dictum discepoleano: ‘El mundo
fue y será una porquería…’”[34].
El colmo de este procedimiento está sintetizado para Romero en la propuesta de
Lanata, que consiste en hacer descansar en la configuración genética de los
argentinos, en su ADN, las razones últimas de nuestra historia. “El determinismo biológico hace innecesaria una explicación histórica”[35],
reflexiona Romero.
Beatriz Sarlo hace una lectura aún más compleja del asunto y
dice que, aunque parezca paradójico, a la fórmula “ayer es igual que hoy” que
subyace a estas producciones, se superpone el tópico de la “edad de oro”, que
sería precisamente “su contrapunto utópico”.
Es muy difícil escindir la explicación que ofrece Sarlo del papel social que
estos relatos jugaron en el período que duró la crisis, puesto que su planteo
es que la forma que adoptan esos relatos buscan contraponerse “a una experiencia frustrante y a un deseo insatisfecho”. Para
ella el dictum discepoleano que siguen estos
discursos sobre el pasado tienen por cometido tornarlos más transparentes,
mientras que el tópico de la “edad dorada” es un recurso que sirve para
rechazar el presente y ubicar en el pasado el modelo. Así lo formula Sarlo:
Es curioso, pero el tópico de la edad dorada
coexiste con otro que se le opone: la repetición inevitable de hechos injustos
o desdichados ‘que fueron siempre así’. La repetición es un recurso de
inteligibilidad (…) La edad dorada es figuración que se apoya en la
disconformidad respecto del presente. Es su contrapunto utópico: no un pasado
realmente acaecido, aunque puede alimentarse con la rememoración de
experiencias y prácticas pretéritas con la creencia de que esa memoria es
memoria de algo y no pura invención. Como tiempo imaginario caracterizado por
la diferencia, la edad de oro permite pensar que las cosas, si antes fueron
diferentes, pueden cambiar una vez más. Contrasta con el presente y abre la
posibilidad de un retorno. Recuerda las promesas incumplidas y sostiene que
‘antes’ es mejor que ‘ahora’[36]
En suma, el desdibujamiento del presente al que conduce su
equiparación con el pasado, la comparación recurrente de los vicios que muestra
la clase política actual con los que se atribuyen a los protagonistas de la
historia, las apreciaciones dirigidas al pasado desde marcos interpretativos
extemporáneos a ese tiempo, son algunos de los sesgos que propician, a juicio
de los historiadores académicos, “versiones del pasado” que contribuyen a
justificar con la historia el presente y a lavar responsabilidades actuales en
consumaciones pretéritas. Por lo menos así opina Ema Cibotti, una historiadora
que se dedica a la divulgación, que esgrime que
al anclar los problemas argentinos actuales en un pasado remoto [Pigna] nos permite experimentar la ilusión de no
ser responsables de lo que pasa. Según él, la corrupción actual se origina en
el siglo XVII y el Estado cooptado por los grupos económicos para hacer
negocios se presenta tempranamente ya en la colonia. Imposible implicarnos con
algo que se reitera desde hace más de 250 años: el pasado nos consuela, y
mientras más se aleje del presente, mejor justificación[37]
También Sábato y Lobato
entienden que la operación de equiparar el pasado al presente no es inocua, al
punto de concluir para el caso de Algo habrán hecho…,
de que se trata de “un producto reaccionario
que desalienta la reflexión”. Para ellas este tipo de productos
no sólo obstaculizan cualquier intento de pensar el pasado en sus
propios términos sino que mitigan los problemas del presente. En efecto, -dicen- si todo siempre fue
igual, si la Argentina desde sus orígenes más remotos tuvo golpes de estado,
desaparecidos, militares asesinos e indultos, entonces los crímenes recientes
sólo son un eslabón más de una larga cadena y sus responsables pueden lavar sus
culpas en el altar de una historia siempre igual a sí misma[38]
El filósofo Alejandro
Kaufman, por su parte, opina sobre cómo operan las leyes del presente sobre la
historia que se escribe en estos libros y dice:
La industria del espectáculo exige una representación en términos de
actualidad: ver el pasado como a través de una máquina del tiempo. Esto no
incrementa o profundiza el sentido. Las categorías del presente se aplican al
pasado y se genera un público no reflexivo, atento a estímulos espectaculares[39]
Para los críticos, el
abordaje del pasado desde el horizonte de problemas que apremian al presente
tiene implicancias de índole epistemológica, pues auscultar la historia desde
las matrices interpretativas que dominan en la actualidad obtura la emergencia
de la lógica social, cultural, política y económica que enmarca y condiciona
los hechos que se narran y que permiten comprender, absteniéndose de juzgar,
los factores que jalonan la historia. Pues la historia, enfatizan, debe
ayudarnos a comprender, no a juzgar. De acuerdo a cómo entiende el oficio Luis
Alberto Romero, uno de los críticos más virulentos de las obras de divulgación,
“el historiador que se interna en el pasado, como
el antropólogo, tiene que comprender en sus propios términos una cultura
distinta”[40],
y es este viaje en el tiempo el que no se aprecia en las producciones citadas[41].
A estos cuestionamientos que señalan la falta de atención a
la singularidad y la especificidad de los procesos históricos se suma otro haz
de críticas que apuntan a mostrar la concepción pobre que estos libros tienen
de la historia. Puntualmente los historiadores cuestionan la presentación de
los hechos como resultado del accionar de héroes y antihéroes a la que son
proclives estos productos. Su análisis de los mismos arroja que la historia
estaría motorizada por la lucha entre buenos y malos, por el juego que resulta
de intereses opuestos encarnados por sujetos arquetípicamente construidos, que
se ubican a favor o en contra de la patria, sin dar lugar así al despliegue o
el análisis de los procesos que hacen a la historia ni las heterogeneidades y
los matices que presentan sus actores. Para esta perspectiva esta historia no
sólo desprecia los procesos, sino que tampoco hace referencia alguna a sujetos
colectivos o estructuras. También brillan por su ausencia las dimensiones del
orden de lo social, lo cultural y/o lo simbólico según esta lectura.
Prácticamente todos los historiadores que se pronuncian en
la arena pública tomando por objeto estos best-sellers
coinciden en este aspecto. Jorge Gelman[42],
por ejemplo, opina “que en vez de buscar
entender y explicar los procesos históricos en toda su complejidad construye
una historia de héroes y villanos tratando de que el lector se identifique con
los buenos, al estilo de las películas de Hollywood”[43]. Su postura coincide con la que surge del análisis que
realizan Sábato y Lobato del programa Algo habrá hecho… del
que predican que
reitera y refuerza las visiones más
patrioteras de la historia argentina. Retoma las figuras de los héroes más
rancios del panteón nacional y las versiones más esencialistas de la
nacionalidad argentina. Como en las tradicionales historietas de Billiken (…) todas las
incertidumbres y turbulencias de la época revolucionaria quedan subsumidas en
un cuentito ejemplar[44]
¿En qué consiste ese
“cuentito ejemplar” para Sábato y Lobato?
Esa historia es la lucha entre los buenos y
los malos -dicen-. Los protagonistas son los grandes nombres: los buenos son los héroes
o patriotas, que son virtuosos sin matices ni atenuantes a lo largo de todas
sus vidas (con San Martín a la cabeza) y los malos son ‘los de siempre’ y se
distinguen por ser enteramente corruptos y traidores. El pasado se reduce a una
sucesión de hechos (no muy diferente de las efemérides escolares) que se
identifican con las acciones de esos hombres importantes que definen el destino
argentino. Hoy como ayer, el mal siempre triunfa sobre el bien, pero los buenos
insisten y la historia vuelve a empezar
El filoso análisis del libro de Lanata que
aplica el historiador Luis Alberto Romero, pinta un cuadro similar al descripto
por sus colegas: “En Argentinos -dice- están ausentes los temas que necesitan una explicación conceptual de
una cierta extensión. No hay historia económica ni historia política”[45]. Y esto no vale sólo para la pluma de Lanata, ya que Romero
afirma ideas similares cuando se refiere al conjunto de estos productos. Dice:
Todos los temas de ‘lo nacional y popular’
concurren fácilmente en este relato, al que se agrega un motivo de los años
setenta, hoy renacido: ‘la facciosidad’. Más allá de otras observaciones
críticas, de índole ciudadana o política, me parece que como historia es muy
pobre. No ayuda a comprender y mucho menos a juzgar críticamente. Sus temas,
circunscriptos a la más tradicional historia patriótica, parecen tomados del Billiken de hace cincuenta años.
Sus explicaciones son tan limitadas que ni siquiera asumen la forma de un
relato con sentido, más allá de la machacona insistencia en la corrupción y la
traición eternas[46]
Para esta mirada “la corrupción”, “la traición eterna”, “el
complot”, “la conspiración”, serían aquellos motivos que articulan el relato de
estas historias.
En este tema también observamos continuidades entre las
distintas opiniones que manifiestan los historiadores de raigambre académica.
Romero, por ejemplo, esgrime esta crítica hacia el libro de Lanata:
A falta de análisis de los procesos, la
unidad del texto se sostiene en algunos temas constantes (…). Uno de ellos es
la corrupción: desde Pedro de Mendoza hasta De la Rúa, los gobernantes y los
círculos de poder son corruptos. Otro es la sospecha, difusa y generalizada.
(…) Salvo un grupo de incorruptibles jacobinos, de conciencias alertas que en
la Argentina ha habido y a los que Lanata se suma[47]
El historiador Miguel Ángel de Marco encuentra similares
deficiencias en el conjunto de estos libros. Él dice:
Generalmente emplean un discurso que quiere
ser, y muchas veces lo logra, atractivo mediante las fulminaciones de lo que
denominan historia oficial, que para ellos y sus incautos lectores no responde
a la antigua y perimida corriente. En realidad, no descubren nada y plagian sin
cesar, aprovechando el anhelo del público de encontrar esas ‘verdades ocultas’
que le abran los ojos sobre la auténtica historia argentina[48]
También Beatriz Sarlo sigue esta línea de razonamiento y
enfatiza en la avidez del público por distribuir culpas y responsabilidades que
permitan cerrar sentidos sobre el traumático presente, planteando así una
hipótesis a partir de la cual explicar el abrumador éxito de estas historias.
Como puede verse en el siguiente pasaje, su análisis recupera varios elementos
a partir de los cuales entender el fenómeno; ella dice:
La desconfianza popular hacia los poderosos
es la adhesión afectiva de un modo histórico que responde al modelo de la
conspiración. Las ‘historias secretas’ que nunca nos habrían contado se
alimentan de una idea conspirativa que también suele dirigir los juicios sobre
el presente. Algo no se conoce porque ha sido deliberadamente ocultado por una
alianza maligna del saber y el poder: (…) los libros de Felipe Pigna, Jorge
Lanata o Pacho O’Donnell, prometen siempre el desvelamiento de un secreto. La
forma narrativa del complot encierra un enigma que la operación histórica está
encargada de develar. Este desocultamiento tendría un sentido liberador en la
medida en que denunciaría los motivos e intereses ilegítimos que impulsaron las
conspiraciones. (…) Como la historia de los héroes patrióticos que se enseñó en
la escuela durante buena parte del siglo XX (…), la narración del complot es
frondosa pero unilineal: muchas peripecias pero un solo principio explicativo[49]
Para el historiador Tulio Halperin Donghi[50]
el éxito de estos libros se explica porque han sabido “captar muy
bien el estado de ánimo de una sociedad que ha perdido todas las ilusiones y se
guía por la máxima piensa mal y acertarás”. Si
bien para él la historia que estos autores escriben puede entenderse como una
crónica que enhebra lugares comunes, encuentra en ella un sesgo progresista, ya
que esos lugares comunes “por lo menos son muy
distintos de los que se cultivaban durante la guerra de Malvinas”[51]. La postura del historiador Rogelio Paredes también abreva
en esta idea de los lugares comunes en los que se apoyarían estas historias.
En verdad -dice Paredes a propósito del segundo tomo de Los mitos…-, estas actitudes ante la
historia se justificarían en cierta medida porque Pigna parece dirigirse a un
público que ya ha elaborado sus propios contramitos -quizás igualmente
mitológicos, aunque no por eso menos respetables-, para proporcionarle
elementos de juicio más documentados y precisos que avalen opiniones
establecidas de antemano[52]
En suma, los historiadores apuntan al carácter tradicional y
hasta escolar con el que puede ser identificada la historia que cuentan los
divulgadores. Lo que sus críticos quieren subrayar es que estos productos están
lejos de superar las taras que le atribuyen los exitosos autores a lo que en
sus relatos denominan “historia oficial” y que parangonan con la historia que
se enseña en la escuela, y plantean que desconocen o desprecian los aportes a
los que la historiografía profesional contribuyó en las últimas décadas. A
pesar de que dicha historiografía ha contradicho buena parte de los mitos
construidos por la llamada historia oficial y que también ha innovado en la
manera de reconstruir el pasado complejizándola, dicen los historiadores
profesionales, la ausencia de estos aportes en las historias que analizan es lo
que a sus ojos las lleva a reproducir las mismas operaciones mistificadoras que
dicen venir a combatir, sólo que bajo la forma de contramitos. “Me parece una forma de hacer historia que, proclamándose contraria a
lo que llama ‘historia oficial’ o ‘tradicional’, es muy parecida a esa que
critica. Inclusive a veces más simplista que ella”, opina Jorge
Gelman[53].
En este mismo sentido se orientan las apreciaciones que
merece al historiador Rogelio Paredes el trabajo del autor de Los mitos…:
Pigna sostiene, por ejemplo, que el ‘padre
de los pobres’ salteño, Martín Miguel de Güemes sigue provocando el rechazo de
una elite intelectual y política antipopular que lo margina con malicia de sus
santuarios –dice
Paredes-. No recuerda que a Güemes se lo evoca oficialmente
como el prócer protector de la Gendarmería Nacional, y que su monumento adorna
en los jardines de Palermo, en la propia Buenos Aires, uno de los paseos
públicos más caros a esa misma elite[54]
Para esta mirada, lo que los autores de best sellers
operan es la entronización de figuras supuestamente veladas por la llamada
“historia oficial”; proponiendo una aparente redefinición del panteón de los
héroes de la patria con el afán de develar al pueblo una verdad que les habría
sido ocultada. Es así que la historia que cuentan estos libros, según la
interpretación que hacen los académicos, está organizada alrededor de ejes como
la corrupción y la sospecha, y la denuncia de la historia oficial. “Historia
conspirativa” la llaman estos críticos, porque ve conspiraciones en todas
partes y desconfía de la historia escrita con asepsia, sin banderas políticas
dicen, especialmente la historia que no cuestiona las figuras canonizadas por
lo que ellos entienden por la “historia oficial”.
Ahora bien, para muchos de los que despliegan su mirada
reprobatoria hacia estos productos los argumentos de la conspiración en la
historia no son nuevos. Según recuerdan, en ellos abrevaban también quienes
conformaron la corriente del revisionismo histórico, con una concepción
política de lo que implica hacer historia en consonancia con la que manifiestan
los autores de best-sellers históricos. Es la
revisión del pasado en clave conspirativa, que se propone reescribir la
historia subrayando las omisiones, las injusticias y las mentiras cometidas por
lo que identifican con la historia oficial, lo que liga al revisionismo con
estos best-sellers. Para ellos están copiando
la fórmula planteada por Arturo Jauretche cuando afirma que toda historia es
política. Esa fórmula dice que si la historia la escriben los que ganan es
porque hay otra historia[55].
Luis Alberto Romero y Miguel Ángel de Marco discrepan con esta idea de la
verdad política y en su lugar dicen que “no hay una verdad, hay
muchos matices, pero hay un marco. El marco que hoy nos parece claro mañana
será un poco distinto, pero hoy nos ponemos de acuerdo en que éstos son los
límites de lo que se puede decir. Por eso la gente que escribe sobre el pasado
por fuera del gremio de los historiadores no tiene control. Puede decir
cualquier cosa”[56].
Pero a pesar de las líneas que unen a estos exitosos
productos con las obras revisionistas, los historiadores también encuentran
diferencias sustantivas que impiden parangonar a los primeros con las segundas.
Por un lado porque destacan el rigor con el que trabajaban los revisionistas,
inexistente en sus versiones más actuales; por otro lado porque se vacía su
fuerza contestataria, ya que circulan por los espacios hegemónicos que prepara
para ellos el mercado. En este sentido, argumentan:
Originariamente se trató de un grupo de
historiadores tan respetable como sus colegas, que eligió presentarse como no
académico, cuando sus diferencias eran en realidad mínimas: tenían la misma
formación y practicaban la misma manera de hacer historia, aunque solían apelar
a valoraciones distintas. Hoy, los voceros de la otra historia suelen ser
escritores sin formación profesional, duchos en la técnica periodística y en el
manejo de los medios, que apelan a recetas de los antiguos revisionistas,
presentados de manera mucho más efectista[57]
El papel que juega la relación que tienen con los medios
masivos de comunicación estos best-sellers
tiene un peso decisivo en la opinión que los historiadores se forman cuando se
trata de establecer analogías con el revisionismo histórico.
Tres autores de éxito –Lanata, O’Donnell,
Pigna- han sacudido el mercado del libro de historia con obras que, en muchos
aspectos, recuerdan a las de los clásicos del revisionismo: Rosa, Jauretche,
Puigróss –reflexiona
Luis Alberto Romero-. Con una diferencia: las
obras de éstos circularon por espacios alternativos y de confrontación; en
cambio, los neo-revisionistas construyen su prestigio gracias al apoyo de los
medios masivos. Lo que en aquellos era herramienta de lucha en éstos es una
mercancía[58]
Halperin Donghi, al denominar a las obras surgidas de la
pluma de Pigna, Lanata y O’Donnell con el término de “neo-revisionismo” también
establece cierta filiación entre los best-sellers de
historia que emergen en el siglo XXI con las corrientes revisionistas surgidas
a lo largo del siglo pasado. Pero esto no le impide subrayar las profundas
diferencias entre unas y otras, que estarían dadas por la suerte de vaciamiento
radical que hacen a la historia argentina las versiones neo-revisionistas.
Antes -explica-, la desvalorización que
promovió el revisionismo de las figuras canonizadas por la llamada historia
oficial estaba destinada a reemplazar esas figuras por otras. Por lo que veo,
ahora la desvalorización es universal. (…) Se está dispuesto a desenmascarar a
cualquiera, a tomar de una manera totalmente acrítica toda clase de causas. ¿Y
qué muestra todo esto? Que hay una demolición universal de la historia
argentina. Desde esa perspectiva, toda la historia argentina es un conjunto de
imposturas[59]
En efecto, para Halperín Donghi, el neo-revisionismo sólo
puede tener una función política importante en un sentido negativo. Para él
éste “sólo podría alcanzar eficacia política si
terminara despejando el terreno para alguna ideología contestataria capaz de
ofrecer con éxito una alternativa a todo lo que el neo-revisionismo denuncia
indiscriminadamente, cosa que no parece estar ocurriendo”[60].
Si de algo se encargan los detractores de este
“neo-revisionismo” es de ofrecer argumentos que refuten la idea maniquea con la
que se busca asociar y deslegitimar las producciones historiográficas que
surgen desde el seno de la academia. A estos efectos, algunos historiadores
distinguen las diferencias que existe entre revisar la historia y hacer
revisionismo, con el fin de acentuar la postura combativa que acompaña a
quienes practican el segundo. “Todo ‘ismo’ tiene una
connotación de combate”[61]
recalca de Marco, y si bien reconoce que la historia debe ser constantemente revisada,
no otorga legitimidad a la historia revisionista porque entiende que la
revisión del pasado que esta práctica se realiza conforme a un determinado
posicionamiento político que, se ubique a la derecha o a la izquierda del
espectro ideológico, se adjudicó la defensa de los intereses nacionales y el
título de nacionalistas, impugnando así la validez de la historia que se
producía desde otras corrientes, por entender que se trataban de miradas hacia
el pasado condicionadas por intereses en pugna con los de la patria[62].
“Desde hace varias décadas –explica de Marco-, la academia integra
investigadores de muy amplio espectro historiográfico, cuya producción dista de
tener carácter de oficial, pues es absolutamente libre y personal”[63].
También las historiadoras Hilda Sábato y Mirta Lobato señalan que la
historiografía argentina abunda en estudios de nuestro pasado elaborados con
rigor sobre los temas que abordan productos como Algo habrán
hecho… de Felipe Pigna: “los hay, de diversas
orientaciones, y podrían haber servido para introducir una visión menos
estereotipada de nuestro pasado”[64],
sentencian.
El problema que encuentran los críticos de estas exitosas
producciones es que las mismas no han sido concebidas ajustándose a los
controles que la corporación historiográfica ejerce sobre el ejercicio de la
historia.
La forma normal de funcionar de este gremio
es que nos estamos corrigiendo permanentemente unos a otros –dicen-. Es como subir una
montaña: vamos mirando el paisaje desde perspectivas diferentes, pero eso no
quiere decir que la primera mirada sea falsa. Se van enriqueciendo las miradas.
Así funciona. Y también criticándonos. Esto es fundamental. Los historiadores
tenemos un sistema para controlarnos recíprocamente. Se acepta que se puedan
decir varias cosas sobre un punto, pero no cualquier cosa[65]
La pregunta que se impone es de dónde obtiene legitimidad la
historia que cuentan estos exitosos libros si no cuenta con el aval de la
corporación historiográfica. La respuesta que tienen para dar quienes
cuestionan esos relatos exitosos señalan, mayoritariamente, la responsabilidad
que tiene “el papel que juega en las sociedades
contemporáneas el mercado como organizador de la dimensión simbólica”[66].
Y en esa idea del mercado está contenido el rol de los medios masivos de
comunicación, que para esta perspectiva funcionan como sostén tanto de los
relatos como de sus autores, puesto que a los primeros les aseguran su
circulación y su visibilidad, y a los segundos les confiere status de
historiador al legitimarlos como palabra autorizada y oficiar como medio de
expresión de los mismos, además de ser los principales responsables de haber
hecho de los autores de best-sellers
figuras reconocidas de nuestra cultura, incluso antes de su emergencia como
responsables de este fenómeno editorial. Se trata de un proceso por el cual la
conversión en referentes en la materia histórica de estas figuras, deviene de
su intervención como tales en los medios masivos de comunicación y en virtud de
la legitimidad que estos medios les otorgan al darles autoridad como
historiadores.
Algunos referentes de la historia, como Tulio Halperín
Donghi, cuando se le pregunta por la explicación que encuentra al fenómeno de
ventas que experimentan estos exitosos relatos del pasado, hacen hincapié en la
degradación cultural que caracterizaría en la contemporaneidad al público. “Bueno, es un poco el problema de la cultura de masas”, opina el autor de Revolución y guerra.
“Quienes ahora leen estos libros no leían otra cosa; antes no leían nada. Recibían
la papilla que uno recibe en la escuela y poco más que eso. En cambio ahora
existe esto, que creo que es inevitable y que en cierto modo va a ocurrir con
toda la cultura académica. El que trate de ser maestro de escuela de ese
público no es bienvenido, no hay nada que hacer”[67].
Luis Alberto Romero parte de un diagnóstico similar al de Halperín Donghi
respecto al clima de decadencia cultural por el que estaría atravesando nuestro
presente, apoyando también en este argumento la acogida que despiertan los
libros en cuestión:
hay un mayor desarrollo de la capacidad de los medios y una reducción
en la capacidad lectora del público”, explica Romero. “En función de eso se ha
constituido un aparato de producción, que alguna vez caractericé como
‘mercaderes de la historia’[68],
que utiliza las técnicas del marketing y escribe lo que el público está
dispuesto a consumir. En ese sentido, y a falta de otros méritos
historiográficos o literarios, estos productos son un excelente testimonio de
lo que hoy es el sentido común respecto del pasado[69]
Aparecen así en boca de quienes intentan justificar el “boom
de la historia” que propician los productos en cuestión, ideas como mercado,
marketing, ventas, consumo; ideas que en primera instancia no parecen tener
nada que ver con el proceso que comprende la actividad historiográfica tal como
se la concibe tradicionalmente.
¿Cómo se cuelan estos conceptos en el mundo de la
historiografía? Ema Cibotti, una historiadora que cultiva la divulgación que se
suma al coro de críticos, lo explica de forma elocuente: “El
marketing multiplica las ventas del autor si es muy visible en los medios, o
porque escribe en la prensa o porque tiene una participación en programas de
radio y televisión”, dice. “La frecuencia de
exposición pública genera una diferencia cualitativa en el nivel de ventas”[70].
Pero según precisan otros colegas de Cibotti, hay algo al
nivel del contenido de estas exitosas obras que las hacen atractivas a los
lectores. Entre esos rasgos que adoptan esos relatos de acuerdo a esta
perspectiva, se destacan la referencia a versiones del pasado que se adaptan
fácilmente al sentido común del lector promedio. El historiador Rogelio
Paredes, por ejemplo, es uno de los que se inclina por esta hipótesis cuando
analiza el segundo tomo de Los mitos…, que
para él “apunta a satisfacer ese apetito de un público
argentino siempre inquieto por encontrar en el pasado las raíces de muchas de
nuestras desdichas actuales, público que en parte parece avenirse mejor a la
prosa provocativa y la militancia declarada que a los esfuerzos siempre
renovados de académicos y especialistas”[71]
También Romero se sitúa al nivel de los contenidos de los
relatos para extraer de allí otra de las razones del éxito de estos libros,
cuando se pregunta
¿A quién no le atraen las versiones
conspirativas de la historia? Un conjunto reducido de hombres y mujeres
perversos al cual responsabilizar de todos los males ¿A quién no le seduce la
revelación de una historia nunca contada, cuyo ocultamiento es parte de esa misma
conspiración? ¿Cómo no sentirse cómodo con relatos del pasado que reproducen
las mismas denuncias que cotidianamente aparecen en los noticieros televisivos,
como la corrupción? Estos libros trabajan sobre un terreno donde el lector se
reconoce fácilmente, pues confirma sus ideas previas. Todo ello explica buena
parte del éxito de estas versiones mercantiles de la historia[72]
La explicación que esgrime Beatriz Sarlo para intentar
aportar claridad a las causas del éxito de lo que en su artículo denomina “historia
de divulgación”, conjuga la mayoría de los factores que ya habían sido
señalados por algunos de sus colegas, articulándolos en una formulación que
busca dar cuenta de los distintos pliegues que reviste el fenómeno. Ella dice:
Como la dimensión simbólica de las sociedades en que vivimos está
organizada por el mercado, los criterios son el éxito y la puesta en línea con
el sentido común de los consumidores. (…) Este formato se adapta especialmente
a los usos públicos de la historia por dos motivos. Por una parte, introduce un
principio de inteligibilidad simple y monocausal que explica el pasado de modo
sencillo y no lo deja suspendido en una trama hipotética que obstaculiza el
enunciado de juicios condenatorios más o menos instantáneos. (…) Por otra
parte, coloca al narrador en un lugar clásico caracterizado por la
omnisciencia, es decir, una posición que lo hace confiable, puesto que es el
que sabe y el que tiene a su cargo hacer saber, pero que en lo que concierne a
los prejuicios no se distingue de sus lectores. (…) El historiador del complot
es narrativamente completo, discursivamente seguro, ideológicamente afín a sus
lectores[73]
Ahora bien, la crítica que despliegan los historiadores
profesionales a quienes apenas consideran unos advenedizos, no está exenta de
autocrítica y de exámenes de conciencia que ponen en el centro de la reflexión
la responsabilidad que a ellos mismos les cabe en el asunto. En este sentido,
algunos historiadores encaran este ejercicio reflexivo agregando, a las
críticas que subrayan lo que esas versiones del pasado hacen mal, un
reconocimiento por lo que esos mismos relatos hacen bien. Hasta Luis Alberto
Romero, uno de los referentes de la historiografía profesional que más ha
intervenido públicamente en pos de cuestionar el valor historiográfico de los best-sellers, esboza un tímido mea culpa
en nombre propio y el de sus colegas cuando reconoce que esos libros “logran su propósito de entretener y despertar una positiva curiosidad
por el pasado”[74]. “Quizás les debamos a esos relatos históricos débiles que hayan
ayudado a crear un público para la historia”, agrega Jorge Gelman,
al tiempo que reconoce que el atractivo que hoy despierta la historia en el
público pone a los profesionales “frente al desafío de
ocupar ese espacio (…) ayudándonos a pensar lo que estábamos haciendo mal desde
la academia”[75].
“Quizás el problema resida en la falta de ofertas
alternativas, y ése es un reproche que los historiadores profesionales solemos
hacernos: debemos ofrecer otra historia pública”, coincide
Romero.
Gelman, que mientras hace estas declaraciones manifiesta la
necesidad de dar alternativas de calidad a la demanda de historia y anuncia el
“contraataque de la academia” con el lanzamiento por parte de la editorial
Sudamericana de la colección Nudos de la historia
argentina, que lo tiene a él como director y que “busca ser un puente entre la mejor historia que se hace y un público
que busca la explicación de los procesos históricos”[76],
explica cuáles fueron las derivas tomadas por la producción académica que la
colocaron en un lugar marginal en el imaginario de los lectores.
La investigación histórica avanzó mucho en los últimos 20 años –explica-, pero ha habido, como en
otras ciencias sociales, un proceso de especialización que lleva muchas veces a
que el resultado de ese trabajo sólo sea accesible a un puñado de especialistas
que poseen las herramientas específicas para interpretarlas”,
precisa. “De esta manera, el trabajo de los historiadores
profesionales limitó su capacidad de conectarse con un público interesado en
comprender ese pasado. Y ese vacío lo llenaron muchas veces personas con
limitado conocimiento histórico, o que tienen escasa rigurosidad para
transmitirlo [77]
También Ema Cibotti suspende los juicios críticos sobre la
historia de difusión masiva, para dedicar unas líneas a los déficits que
acarrea la historia académica. Ella advierte que “se puede
discutir con los lectores, oyentes y asistentes, las cuestiones que se debaten
en el mundo académico”, pero subraya que “para hacerlo
bien hay que interiorizarse de las formas de la comunicación mediática porque
el público está totalmente configurado por éstas; estudiar hasta dominar esos
lenguajes es fundamental”. Su opinión es que no es suficiente para
ello la mera publicación de las tesis para llevar la palabra académica al gran
público. “Si no llevamos también a los medios de
comunicación nuestro mensaje, es decir, nuestro conocimiento, no lo hará nadie
o se hará mal”[78],
advierte.
Ahora bien, hasta aquí desplegamos los puntos más
sobresalientes en torno a los cuales gira la crítica hacia el fenómeno de
consumo de masas que experimenta la historia a partir del estallido de la
crisis de 2001. Encontramos que los ejes del debate son comunes al conjunto de
los historiadores que intervienen en la impugnación de los libros y los
distintos productos de divulgación histórica que circulan por distintos
soportes, y esta transversalidad parece hablarnos de la existencia de un
consenso considerablemente sólido respecto de lo que significa “hacer historia”
entre quienes participan del coro de críticas y que se ubican mayoritariamente
en el campo académico del espectro historiográfico[79].
Los matices y las variaciones al interior de este grupo provienen más de los
énfasis diferenciales que cada uno pone en determinado tema que en la
introducción de tópicos nuevos a la discusión. Cada una de estas denominaciones
con que se identifica a la literatura histórica orientada al gran público pone
en primer plano uno sólo de los muchos tópicos sobre los que se desarrolla la
controversia, probablemente el nudo problemático más relevante (o por qué no,
el más efectista para nombrar al competidor), para cada uno de los críticos.
El canon
historiográfico que promueven las distintas posturas en la disputa
Como puede apreciarse, las líneas en pugna que abren estos
historiadores son variadas y de dispar inspiración. Si bien no nos ocupamos
aquí de analizar los best-sellers que
son blanco de las críticas, ni los argumentos con que sus autores se defienden,
estos últimos constituyen sin duda una postura sobre la historia argentina y
sobre la manera de ejercer la profesión de historiador que sigue un canon
historiográfico divergente al que define el trabajo historiográfico de los
profesionales. Se trata de dos vertientes historiográficas con dos visiones
opuestas de los modelos que debe seguir la escritura de la historia. Esos
cánones se diferencian en función de contrastes que se constatan en distintos
niveles, que incluyen el aspecto epistemológico, el retórico, el de formato, el
de la circulación y los soportes, el de los espacios de legitimación, así como
una dimensión ideológica-política.
Sintética y esquemáticamente, y apegándonos a las
divergencias más evidentes que surgen en los argumentos que esgrimen los historiadores
de raigambre académica, el canon que sostienen las versiones masivas de la
historia argentina se caracteriza por: un tipo de discurso con una relación
bastante laxa respecto de los preceptos que marca el ideal científico
hegemónico, con una definición y delimitación de su objeto de estudio
explícitamente colonizada por la política; una retórica simple, que no suele
recurrir a tecnicismos sino que elige un lenguaje accesible a un lector
promedio, afecta a los guiños hacia el lector y formulas efectistas; una prosa
con tintes provocativos y militante; un formato afín al que domina en los
medios masivos de comunicación, con contenidos organizados por numerosos
títulos y subtítulos que sintetizan y guían la lectura del breve texto que
contienen; espacios de circulación extra-académicos y uso de soportes no sólo
literarios[80]
sino también de medios como la televisión, la radio, dvd’s y cd’s[81],
y las revistas no especializadas y de divulgación masiva; medios masivos de
comunicación y gran público como focos
de legitimación; un pensamiento político explícitamente antiliberal, con
resonancias de la corriente nacional y popular.
El canon historiográfico que delinean las posiciones
defendidas por los historiadores profesionales en la disputa, en cambio, estaría
definido por: un discurso histórico producido con arreglo a los presupuestos
epistemológicos que plantea la disciplina y que se esfuerza por mantenerse
autónomo de la política; una retórica sofisticada, que es afecta a un lenguaje
específico, terminología que se pretende neutral y un tono aséptico; un formato
narrativo consustanciado con las reglas del arte impuestas por la disciplina;
espacios de circulación casi exclusivamente académicos y uso del libro y las
revistas especializadas como soporte dominante; la academia (centros de
investigación, universidades) y sus pares constituyen sus principales dadores
de legitimidad; y una relación implícita o escamoteada con las afinidades
político-ideológicas que impregna a estas historias, que podría caracterizarse
como una “ideología científica”.
Desde ya, no es lo mismo
identificar diferencias a nivel ideológico entre los contendientes, que hacerlo
respecto a aquello que está funcionando como fuente de legitimación para cada
uno de los que participan de esta afrenta. Tampoco son del mismo tenor las
divergencias que los polemistas muestran en el plano retórico y al nivel del
formato, que los contrastes que se plantean a nivel epistemológico. Por lo
menos, no es lo mismo si inscribimos estas diferencias en la discusión por la
definición del canon historiográfico y si tenemos presente lo que supuestamente
implica la definición de un canon. En la disciplina histórica, la del canon es
una cuestión que condensa presupuestos como el de cómo debe ejercerse el oficio
histórico (dimensión epistemológica-metodológica), reenvía a los procesos por
los cuales se disputa por el pasado y se busca fijarlo a una interpretación de
nuestra historia (dimensión ideológica-política), y plantea la pregunta por
quiénes están autorizados para hablar del pasado (aspecto que hace a los
centros de legitimación de la historia). Este último aspecto, el de los focos
que ofician dispensando legitimidad a la historia en cada caso, no reviste
mayores suspicacias. La soberanía de la historia profesional está emitida por
el circuito académico, mientras que la de divulgación la obtiene de los medios
masivos de comunicación. Luego, ambos intentan, a veces con más a veces con
menos éxito, congraciarse con los centros que ofician dispensando poder a sus
contendientes, pero está claro quiénes funcionan en cada caso como agentes de
visado para cada uno de ellos.
Los aspectos
metodológicos y epistemológicos, así como la dimensión ideológica, son planos
en los que las diferencias entre uno y otro también son patentes, pero resultan
mucho más controvertidas, porque plantean disensos de difícil acercamiento,
surgen de concepciones divergentes, sobre cuál es la manera de ejercer el
oficio y sobre las cosmovisiones del mundo que impregnan la práctica historiográfica,
es decir, cuestiones sobre las que los posicionamientos configuran modelos
irreconciliables.
Futuras indagaciones
deberán retomar el saldo de esta polémica, en la que de acuerdo a los elementos
que arrojó nuestro análisis contiene muchas claves desde las cuales reflexionar
sobre los derroteros y/o las improntas que llevaron a los contendientes a
posicionarse como lo hacen. Se espera que estas páginas constituyan un aporte
desde el cual pensar los modelos historiográficos que las posturas desplegadas
en esta disputa encarnan, así como el modo en que se articulan con los procesos
y los climas que tensionan la labor historiográfica. Entendemos entonces que
hay en este material una riqueza que aún puede ser explotada para la
comprensión del campo historiográfico, sus dinámicas, sus sistemas de
jerarquización y su diálogo con al campo cultural argentino más general.
Ingresó:
14/04/14
Aceptado:
22/05/15
LAS
DISPUTAS POR EL PASADO EN LA ARGENTINA.
LA
IMPUGNACIÓN DE LOS HISTORIADORES PROFESIONALES A
LOS BEST-SELLERS DE
HISTORIA
Resumen:
El artículo
se ocupa de dar cuenta de los términos en que se dio la impugnación de los
historiadores profesionales a los best-sellers
históricos que se impusieron a la salida de la crisis de 2001 en
Palabras clave:
Historia argentina - Canon historiográfico – Historia profesional – Best-sellers históricos – Disputas por el pasado
DISPUTES OVER THE PAST IN ARGENTINA. THE CHALLENGE
OF PROFESSIONAL HISTORIANS TO BEST-SELLERS OF HISTORY
Abstract:
The article analyzes the terms of the
challenge posed by professional historians to the work of historical
popularizers at the end of the 2001 crisis in
Key words:
Argentine history – Historiographical canon –
Professional history – Historiographical best sellers – disputes over the past
[1] Investigadora Asistente CONICET / Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), Área Educación, Conocimiento y
Sociedad, Sede Académica Argentina, Buenos Aires. E-mail: verotobena@gmail.com
[2] Hora, Roy y Trímboli, Javier, Pensar la Argentina. Los historiadores hablan de historia y política,
El cielo por asalto, Buenos Aires, 1994.
[3] Los textos que dan cuenta de dicho consenso
son, entre otros: Fiorucci, Flavia, “Fascinated by failure: The ‘bestseller’
explanations of the crisis”, en Fiorucci, Flavia y Klein, M. Crisis of the millenium: causes, consequences and explanations,
CEDLA, Amsterdam, 2004; Semán, Pablo, “Historia, best sellers y política”, en: Bajo continuo. Exploraciones descentradas sobre cultura popular y
masiva, Gorla, Buenos Aires, 2006; Semán, Pablo; Lewgoy, Bernardo y
Merenson, Silvina, “Intelectuales de masas y Nación en Argentina y Brasil”, en:
Grimson, Alejandro (comp.): Pasiones nacionales:
política y cultura en Brasil y Argentina, Edhasa, Buenos Aires,
2007; Semán, Pablo; Merenson, Silvina y Noel, Gabriel, “Historia de masas,
Nación y Educación en Argentina”, en, Clío & Asociados,
Centro de Publicaciones, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fé, 2008;
Acha, Omar, “Las narrativas contemporáneas de la historia nacional y sus
vicisitudes”, en La nueva generación intelectual.
Incitaciones y ensayos, Herramienta ediciones, Buenos Aires, 2008;
Rodríguez, Martha, “Los relatos exitosos sobre el pasado y su controversia.
Ensayistas, historiadores y gran público, 2001-2006”, en Devoto, Fernando J.
(dir.), Historiadores, ensayistas y gran público: la
historiografía argentina, 1990-2010, Biblos, Buenos Aires, 2010. No
sólo quienes toman por objeto esta literatura vinculan la emergencia y el éxito
de estos libros con la crisis que campeaba por esos días, sino también sus
propios autores y aquellos que intervinieron en la arena pública impugnando
esos relatos.
[4]
Sarlo, Beatriz, “Ya nada será igual”, en Punto de Vista, Nº
70, año XXIV, Buenos Aires, 2001, p. 5.
[5] Plotkin, Mariano y Visacovsky, Sergio, “Saber y
autoridad: intervenciones de psicoanalistas en torno a la crisis en la
Argentina”, Universidad de Tel Aviv, Vol. Nº 18 n 1,
p.3-40, Tel Aviv, 2007, p. 4.
[6]
Semán, Pablo, “Historia, best sellers y política”, en: Bajo
continuo. Exploraciones descentradas sobre cultura popular y masiva, Gorla,
Buenos Aires, 2006, p. 78.
[7]
Con esto no queremos atribuir a los actores que participan de la polémica que
se analiza en estas páginas el uso de la noción de canon historiográfico; en
este punto cabe subrayar que es nuestro análisis el que enmarca la misma dentro
de esa constelación conceptual proveniente de la Literatura, en virtud de que aquí
como en las Letras también se problematizan cuestiones que hacen a la fijación
de normas que regulan el oficio de hacer historia y a la consecuente
consagración o marginación de sus producciones en función de cómo procesan ese conjunto
de reglas. Al inscribir nuestra discusión en la constelación problemática que
implica la idea de canon intentamos subrayar que, así como en la Literatura
esta discusión se apoya en la cuestión de la calidad literaria, reenvía a los
procesos de lucha por la consagración, plantea la pregunta por qué es la
literatura y cuáles son los rasgos específicos de la literatura; en la Historia
despliega las mismas dimensiones y visita tópicos similares: se discuten
presupuestos como el de cómo debe ejercerse el oficio, cuáles son las reglas
que hacen a la producción historiográfica como disciplina, remite a procesos
por los cuales se disputa por el pasado y se busca fijarlo a una interpretación
de nuestra historia y plantea la pregunta por quiénes están autorizados para
hablar del pasado. De modo que utilizamos aquí la idea de canon para enfatizar
el carácter político que la polémica en la que aquí hacemos foco entraña, en
tanto se trata de un intento por establecer jerarquías y dotar o negar
legitimidad a los agentes de un campo intelectual.
[8]
Hay que recalcar además que la proliferación de “los libros de la crisis” se da
en un contexto en el que decrece sensiblemente la edición de libros, ya que
fueron 58.811.527 los ejemplares producidos a lo largo del año 2001, y en el
2002 esa cifra desciende a 33.708.268, lo que representa un 43% de ejemplares
menos (Fuente: Cámara Argentina del libro).
[9] Rodríguez, Martha, “Los relatos exitosos sobre
el pasado y su controversia. Ensayistas, historiadores y gran público,
2001-2006”, en Devoto, Fernando J. (dir.), Historiadores, ensayistas
y gran público: la historiografía argentina, 1990-2010, Biblos,
Buenos Aires, 2010.
[10] Semán, Pablo, “Historia, best
sellers y política”, en: Bajo continuo.
Exploraciones descentradas sobre cultura popular y masiva, Gorla,
Buenos Aires, 2006; Semán, Pablo; Lewgoy, Bernardo y Merenson, Silvina,
“Intelectuales de masas y Nación en Argentina y Brasil”, en: Grimson, Alejandro
(comp.): Pasiones nacionales: política y cultura en Brasil y
Argentina, Edhasa, Buenos Aires, 2007; Semán, Pablo; Merenson,
Silvina y Noel, Gabriel, “Historia de masas, Nación y Educación en Argentina”,
en, Clío & Asociados, Centro de
Publicaciones, Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 2008.
[11]
Por razones de espacio y para no restar profundidad a nuestra reflexión, no nos
ocuparemos aquí de analizar los argumentos que despliegan en su defensa quienes
son blanco de las críticas de los historiadores profesionales. Desde ya, es
insoslayable contrastar los argumentos que aquí abordamos con los que blanden
los denominados “historiadores de masas” en su defensa y en respuesta a las
críticas, para tener una idea cabal de lo que está en juego en la polémica.
Para un análisis completo de la misma se sugiere ver: Tobeña, Verónica, “La
Literatura y la Historia en debate. La discusión del canon en el campo
literario y el campo historiográfico argentinos (2003-2010)”, en Tesis de Doctorado en Ciencias Sociales, FLACSO Argentina,
Buenos Aires, 2013. Disponible en:
http://repositorio.flacsoandes.edu.ec/bitstream/10469/5284/2/TFLACSO-2013VT.pdf
[Consulta: 9/11/16]
[12]
Lanusse, Agustina, “Los nuevos best-sellers
son los ensayos y libros de autoayuda”, en La Nación,
22/02/2003; San Martín, Raquel, “La historia vive un tiempo de auge”, en La Nación, 18/01/2004; Gorodischer, Julián, “Cuando la
historia se vuelve un espectáculo”, en Página/12,
29/05/2005; Friera, Silvina, “El pasado se volvió atractivo para los lectores”,
en Página/12, 4/07/2004. En las cifras que
publica la Agencia Argentina de International Standard Book Number (ISBN) se
refleja esta apreciación que aparece en las interpretaciones de los
periodistas, ya que el ensayo muestra un progresivo crecimiento: mientras que
en 1994 se editaron sólo 152 títulos categorizados como ensayos de autores
argentinos, la producción alcanzó un récord de 508 novedades en 2001, y se
mantuvo en 459 y 441 nuevos títulos en 2003 y 2004, respectivamente (Rodríguez,
ob. cit.). Por otro lado, es importante
atender a la puesta en perspectiva de este fenómeno realizada por Martha
Rodríguez en su investigación, quien plantea que “en rigor,
habría que decir aquí que este éxito de los ensayos sobre historia viene a
montarse en un florecimiento del interés por la disciplina ya visible en la
década del noventa, sobre todo a través del éxito de novelas históricas como
las de María Esther de Miguel, Pacho O’ Donnell, Andrés Rivera o Ignacio García
Hamilton. Un dato interesante en este sentido es que en la Encuesta Nacional de
Lectura realizada por el Ministerio de Educación en 2000, el segundo rubro más
leído fue historia (incluyendo aquí la novela histórica), según se desprende de
los datos consignados por las personas encuestadas” (ob. cit., p. 118). También es prueba de la existencia de
esta tendencia antes del denominado “boom de la historia”, el sensible
crecimiento de la venta del diario Clarín que éste
experimenta en el año 1997 los días en que el mismo ofrecía el suplemento
“Historia visual de la Argentina contemporánea”, que se incrementaba en un
total aproximado de cien mil ejemplares respecto a los días en que el diario
salía sin este suplemento.
[13]
‘Pacho’ O’Donnell y Felipe Pigna siguen siendo muy prolíficos y cosechando el
interés por sus producciones históricas del gran público.
[14]
Desde ya, como intentaremos mostrar a lo largo de estas páginas, no se trata de
una reacción basada meramente en la competencia cuantitativa por los lectores
lo que funciona como motor de las críticas de los académicos sino preocupaciones
de índole cualitativa respecto a estos best-sellers;
el éxito de estos últimos es más bien el disparador de la contienda, el aspecto
que indica la gravedad que tiene el asunto para los académicos, la punta del
iceberg del problema.
[15]
Las críticas de Romero son sin duda las más visibles, por su número y su
virulencia. En tanto investigador principal del CONICET y titular de una
cátedra en la Universidad de Buenos Aires, su lugar de enunciación podría
identificarse con el del establishment dentro
de la disciplina. Pero, además, si su voz se escucha cada vez que los llamados
“historiadores de masas” dan a luz a un nuevo proyecto, no podemos dejar de
tener en cuenta que su trabajo ha intentado cubrir varios frentes, entre ellos
el de la divulgación histórica y la circulación mediática de su palabra, que ha
incursionado con éxito variable pero insignificante si se compara con los
guarismos que cosechan sus contendientes.
[16]
Romero, Luis Alberto, “Sobre el ser nacional”, en La Nación,
29/06/2003.
[17]
Romero, Luis Alberto, “Una visión muy personal”, en La Nación,
20/06/2004.
[18]
Romero, Luis Alberto, “Sobre el ser nacional”, en La Nación,
29/06/2003.
[19]
Ob. cit.
[20]
González no es historiador pero sí un intelectual
prominente dentro del campo cultural argentino, de modo que su evaluación del
fenómeno que se da alrededor de la historia tiene peso por su autoridad intelectual
y porque aporta una mirada más cultural que historiográfica sobre el asunto, al
poner el foco en las cualidades que tienen los soportes por los que circulan
algunos de estos productos exitosos y señalar el modo en que el medio no es
inocuo ya que modula la historia que a través de ellos se cuenta.
[21]
Gorodischer, Julián, “Cuando la historia se vuelve un espectáculo”, en Página/12, 29/05/2005.
[22]
Ob. cit.
[23]
El lugar que ocupa Sarlo en el campo intelectual al momento de esta polémica es
central y si bien su trayectoria académica no está ligada a la carrera de
historia, es una referente en el campo, tal como lo demuestra el hecho de
formar parte de los intelectuales entrevistados por Roy Hora y Javier Trímboli
para su libro Pensar la Argentina. Los historiadores
hablan de historia y política. Además, cabe señalar
que por esos años Sarlo supo constituirse en faro para círculos
no intelectuales gracias a su participación semanal en publicaciones de tirada
masiva como la revista dominical del diario Clarín.
[24]
Sarlo, Beatriz, “Historia académica v. historia de divulgación”, en La Nación, 22/01/2006.
[25]
Sábato y Lobato son historiadoras con una inserción central dentro del campo
académico; ambas desempeñan la docencia universitaria y tienen una fructífera actividad
investigativa que ha dado producciones señeras para el campo historiográfico.
[26]
Sábato, Hilda y Lobato, Mirta Z., “Falsos mitos y viejos héroes”, en Ñ, N°118, 31/12/2005.
[27]
Ob. cit.
[28]
Romero, Luis Alberto, “Sobre el ser nacional”, en La Nación, 29/06/2003.
[29]
Romero, Luis Alberto, “Una visión muy personal”, en La Nación,
20/06/2004.
[30]
Friera, Silvina, “El pasado se volvió atractivo para los lectores”, en Página/12, 4/07/2004.
[31]
De Marco es, en el momento en que profiere estas críticas, Presidente de la
Academia Nacional de la Historia, de modo que son impugnaciones lanzadas desde
una posición central del campo historiográfico.
[32]
Palomar, Jorge, “En torno de la verdad”, en La Nación,
30/04/2005.
[33]
Sábato, Hilda y Lobato, Mirta Z., “Falsos mitos y viejos héroes”, en Ñ, N° 118, 31/12/2005.
[34]
Romero, Luis Alberto, “Mercaderes de la historia”, en La Nación,
24/02/2004.
[35]
Romero, Luis Alberto, “Neo-revisionismo de mercado”, en Ñ,
N° 66, 31/12/2004.
[36]
Sarlo, Beatriz, “Historia académica v. historia de divulgación”, en La Nación, 22/01/2006.
[37]
Friera, Silvina, 2004, ob. cit.
[38]
Sábato, Hilda y Lobato, Mirta Z., 2005, ob. cit.
[39] Gorodischer, Julián, 2005, ob. cit.
[40]
Romero, Luis Alberto: “Una visión muy personal”, en La Nación,
20/06/2004.
[41]
En este sentido instruye sobre cómo debe ejercer el oficio de historiador
Halperín Donghi, uno de los historiadores argentinos más reputados de la
disciplina en el campo de ese país, cuando dice: “si aspira
a entender criterios ajenos, el historiador debe comenzar por renunciar a los
propios”. Véase: Mayer, Marcos, “Para qué tanta historia”, en Ñ, N° 66, 31/12/2004.
[42]
Gelman es un destacado historiador de nuestro campo académico con una inserción
sólida en él: es profesor titular de la Universidad de Buenos Aires e
Investigador Superior del CONICET; fue presidente de la Asociación Argentina de
Historia Económica y en 2012, algunos años después de esta polémica, fue
nombrado director del Instituto Ravignani. Cabe señalar que mientras opina sobre
este tema en los medios gráficos Editorial Sudamericana está a punto de
publicar la colección “Nudos de la historia argentina” que lo tiene como
director.
[43]
Gelman, Jorge, “De héroes y villanos”, en Página/12,
30/10/2007.
[44]
Sábato, Hilda y Lobato, Mirta Z., 2005, ob.cit.
[45]
Romero, Luis Alberto, “Sobre el ser nacional”, en La Nación,
29/06/2003.
[46]
Romero, Luis Alberto, “La historia en la escuela”, en La Nación,
3/03/2006.
[47]
Romero, Luis Alberto, “Sobre el ser nacional”, en La Nación,
29/06/2003.
[48]
Palomar, Jorge, “En torno de la verdad”, en La Nación,
30/04/2005.
[49]
Sarlo, Beatriz, 2006, ob. cit.
[50]
Halperin Donghi es un intelectual medular para el campo historiográfico, casi
una institución, que al momento de su muerte en noviembre de 2014 y con 84 años
era considerado el más importante historiador argentino. Asimismo, cabe señalar
la trascendencia internacional que tenía como historiador.
[51]
Canavese, Mariana y Costa, Ivana, “Entrevista a Tulio Halperin Donghi. La
serena lucidez que devuelve la distancia”, en Ñ,
N° 87, 28/05/2005.
[52]
Paredes, Rogelio C., “El pasado en versión ‘no oficial’”, en La Nación, 12/06/2005.
[53]
Gelman, Jorge, 2007, ob. cit.
[54]
Paredes, Rogelio C., “El pasado en versión ‘no oficial’”, en La Nación, 12/06/2005.
[55]
Véase, Palomar, Jorge, 2005, ob. cit.
[56] Palomar, Jorge, 2005, ob. cit.
[57]
Palomar, Jorge, 2005, ob. cit.
[58]
Romero, Luis Alberto, “Neo revisionismo de mercado”, en Ñ,
N° 66, 31/12/2004.
[59]
Canavese, Mariana y Costa, Ivana, 2005, ob. cit. En
otra entrevista Halperin Donghi explica mejor esta idea. Dice: “Los que hacen historia sin ser historiadores profesionales suelen
haber entrado en la disciplina con una fuerte motivación ideológica. En cuanto
a quienes cultivan la historia mediática, me parece que influye sobre ellos el
modelo de historiografía contestataria que ofreció el revisionismo histórico a
partir de los treinta, pero mientras el revisionismo rechazaba una versión
canónica del pasado argentino para proponer otra de reemplazo, me parece que la
actual historia mediática proyecta hacia el pasado la visión del presente que
inspiró el ‘que se vayan todos’, que me pareció ver reflejada también en un
discurso de campaña de la senadora Cristina Fernández de Kirchner que vi en la
televisión, en el que comenzaba con gran brío cobijándose en la tradición de
Moreno, Belgrano y, desde luego San Martín, pero, tras unos brevísimos segundos
de aparente perplejidad, la conectaba directamente con la de Eva Perón y Perón,
supongo que porque no había encontrado a nadie mencionable entre 1820 y 1945”.
Véase: Mendelevich, Pablo, “Hazañas de ayer y hoy”, en La Nación,
11/12/2005.
[60]
Mendelevich, 2005, ob. cit.
[61]
Palomar, Jorge, “En torno de la verdad”, en La Nación, 30/04/2005.
[62]
A este nacionalismo que inspira a los historiadores que logra interpelar a las
masas puede atribuirse, a juicio de los académicos, su prosa provocativa y
militante. Véase Palomar, 2005, ob. cit. y Paredes,
2005, ob. cit.
[63]
Palomar, 2005, ob. cit.
[64]
Sábato, Hilda y Lobato, Mirta Z., 2005, ob. cit.
[65]
Palomar, Jorge, 2005, ob. cit.
[66]
Sarlo, Beatriz, 2006, ob. cit.
[67]
Canavese, Mariana y Costa, Ivana, 2005, ob. cit.
[68]
La caracterización a la que se refiere Romero evoca a la nota “Mercaderes de la
historia” publicada el 24 de febrero de 2004 por La Nación,
en la que decía que “lo más novedoso es una forma degradada de la historia de divulgación,
encabalgada en los medios masivos de comunicación y producida de acuerdo con
las reglas del mercado. Se trata de historia escrita para vender: en suma, una
mercancía”.
[69]
Friera, Silvina, 2004, ob. cit.
[70]
Friera, Silvina, 2004, ob. cit.
[71]
Paredes, Rogelio, “El pasado en versión ‘no oficial’”, en La Nación,
12/06/2005.
[72]
Romero, Luis Alberto, “Mercaderes de la historia”, en La Nación,
24/02/2004.
[73] Las condiciones por las que se rige lo que
Sarlo denomina “historia académica” colocan a esta última en una situación más
difícil en lo que hace a la conquista de un público según la lectura que
realiza la ensayista. Para ella “en esa competencia, la
historia académica pierde por razones de método (no puede decir cualquier cosa
ni puede presentar un hecho conocido como si fuera una revelación de último
momento), pero también por sus propias restricciones institucionales que la
vuelven sumisa a las reglas internas. Las legitimaciones exteriores, si son
recibidas por un historiador académico, pueden, incluso, despertar la sospecha
de sus pares. Las historias populares, en cambio, reconocen en la repercusión
pública de mercado su único principio legitimador. (…) Frente al narrador
hipotético de las historias profesionales, que no es confiable ni porque él
mismo confía en la fuerza de su saber, en la medida en que lo recorta contra
las hipótesis, las lagunas en sus fuentes, el carácter incompleto de toda
representación, la incapacidad narrativa de mucha historia académica actual y
las leyes dubitativas del sistema de precauciones institucionales…" Véase:
Sarlo, Beatriz, “Historia académica v. historia de divulgación”, en La Nación, 22/01/2006.
[74]
Romero, Luis Alberto, “Una visión muy personal”, en La Nación,
20/06/2004.
[75]
San Martín, Raquel, “La historia académica, al contraataque”, en La Nación, 11/10/2007.
[76]
San Martín, Raquel, “La historia académica, al contraataque”, en La Nación, 11/10/2007.
[77]
Friera, Silvina, “La crisis de 2001 generó esta voluntad de entender”, en Página/12, 30/10/2007.
[78]
Friera, Silvina, 2007, ob. cit.
[79]
No estamos afirmando que esta reacción frente a las producciones de los
divulgadores sea compartida por todos los historiadores que inscriben su
trabajo en la órbita de la academia. Decimos que para los que sí intervinieron
criticando a estas historias consagradas por el gran público es en el marco de
la academia y de sus reglas que se desempeñan como historiadores.
[80]
Y las características del libro de divulgación histórica presenta sus
diferencias con el de los académicos. Suelen tener precios más accesibles, no
sólo por el tipo de editoriales por las que publican sino también si se
considera que sus libros abarcan períodos amplios que en las versiones de los
académicos suelen tomar muchas más páginas.
[81]
Esta condición parece ser nodal para el éxito que cosecha esta vertiente si
pensamos que muchas veces “el medio es el mensaje”, y que vivimos en una
sociedad cada vez más dominada y configurada por los medios masivos de
comunicación.