SONORIDADES DE LO AUTÓCTONO.
LA RECONFIGURACIÓN DE LA INDIANIDAD EN
LA CONSTRUCCIÓN DE LA MÚSICA FOLKLÓRICA BOLIVIANA
Cecilia Wahren*
Hay
que emplear las estilizaciones de nuestra música a base de corales, de
canciones, que son las que se apoderan más fácilmente del corazón de los
hombres[1].
La música asume, quizás en mayor medida
que otras prácticas artísticas, una indeterminación en las formas en que es recepcionada. Según Auza, dicha
característica se desprende de su carácter eminentemente simbólico, de lo cual
deriva, a su vez, su capacidad de conmover. La música es, así, “una representación simbólica, inmediata e intraducible para nuestro
entendimiento y nuestra reacción” que esquiva la descripción y la
exégesis[2]. De este modo, “lo que se escucha por doquier, no es la llegada de un significado,
objeto de reconocimiento o desciframiento, sino la propia dispersión, el espejo
de los significantes, sin cesar impulsados a seguir tras una escucha que sin
cesar produce significantes nuevos, sin retener jamás el sentido”[3]. Teniendo en cuenta
este espacio de indeterminación, que habilita una dispersión de significados
posibles, en este artículo abordaremos las obras de algunos compositores que
durante las primeras décadas del siglo XX intentaron fijar connotaciones
específicas de los motivos musicales indígenas en pos de la construcción de un
folklore nacional boliviano. En particular estudiaremos a tres compositores que
formaron parte de la renovación estética del período y en cuyas producciones lo
indígena aparece como un elemento central de reflexión y de creación artística:
Antonio González Bravo, Eduardo Caba y Teófilo
Vargas. El despliegue de sus obras se enmarca en un proceso de redefinición de
la indianidad proveniente de diferentes discursividades y políticas culturales. Nos proponemos,
entonces, analizar sus ensayos teóricos y piezas musicales para observar el rol
que tuvieron en dicho proceso a partir de las estrategias que desplegó cada
autor para integrar lo indígena en el ámbito de la música y de sus respectivas
definiciones y concepciones de folklore nacional.
En el primer
apartado abordaremos el modo en que las obras se inscriben en los procesos de
creación artística en América Latina y en Bolivia a fines del siglo XIX y
comienzos del XX. En los siguientes tres apartados analizaremos a cada uno de
los compositores desde ángulos distintos. En primer lugar, estudiaremos el caso
de González Bravo teniendo en cuenta su labor de análisis, definición y
delimitación de los elementos constitutivos de la música indígena y folklórica
a partir de sus escritos teóricos. A continuación abordaremos la composición
musical de Eduardo Caba Aires indios
observando el modo en que conjuga diferentes motivos y elementos musicales.
Finalmente, analizaremos el criterio de clasificación que Teófilo Vargas
utiliza a la hora de definir sus Aires Nacionales de
Bolivia.
Modernidad, folklore y música en
Bolivia
Durante el siglo XIX, los círculos
académicos comenzaron a definir y circunscribir al arte a través de variables
tales como abstracción, escritura, originalidad, individualismo y autonomía. La
extensión de dichos valores como “universales” y su naturalización como los
únicos válidos y verdaderos implicó la subordinación de cualquier otro tipo de
producción musical al ámbito de lo “primitivo” o a la negación de su valor
estético[4].
Este proceso de clasificación se
encuentra imbricado en una malla de poder conceptualizada por Quijano como colonialidad que, instaurada a partir de la conquista de
América, opera como contracara de la modernidad. Este patrón de
poder se funda en la imposición de la
idea de raza como elemento de clasificación social en torno al cual se
reconfiguran las estratificaciones de clase y género, y opera en todos los ámbitos materiales y subjetivos, originando nuevas
identidades sociales y geoculturales[5]. Asimismo, impone el eurocentrismo como única racionalidad válida y
como emblema de la modernidad[6]. En
este sentido, toda producción cultural y simbólica se encuentra atravesada por
relaciones de poder que distinguen y oponen rasgos de superioridad/inferioridad
y que al mismo tiempo establecen jerarquías entre los sujetos que las llevan a
cabo[7].
En efecto, en Bolivia durante el siglo
XIX, en sintonía con la predominante visión positivista que excluía al indio de
la comunidad nacional, se produjo una descalificación de la música indígena
como tal. En el año 1859, el periódico El telégrafo
denunciaba el hecho de que “anden esos borrachos por
las calles, esos tambores de los indios por todas partes que nos tienen
atolondrados con tanto tun, tun, tun, tan, tan, tan, monótono y desacompasado”[8]. La fuerza de la
corriente modernista y europeísta arrastraba a intelectuales y poetas a fijar
la inspiración principalmente en los modelos occidentales. Sus preferencias se
dirigían hacia la ópera romántica italiana y la zarzuela española[9]. Como plantea Soux, “la intelectualidad blanca
‘sufría’ lo indio, sentimiento que es claro en la vergüenza que padecía ante la
supuesta burla del extranjero”. El paternalismo de algunas
posiciones, ligado siempre al deseo de culturizar, civilizar y progresar,
constituía también un ejemplo de este pensamiento. De este modo, durante el
siglo XIX la música popular no fue utilizada por la élite en la búsqueda de un
nacionalismo musical[10].
Sin embargo, durante las
primeras décadas del siglo XX en América Latina la búsqueda de una “modernidad
autóctona”[11]
condujo al despliegue de distintos procesos de transformación y apropiación
a partir, por un lado, de la incorporación de elementos “tradicionales” por
parte de la música erudita, y por otro, por el surgimiento de estilos de música
popular tales como tango en Argentina, samba y maxixe
en Brasil, danza en Puerto Rico, ranchera en México, son y rumba en Cuba, que a
partir de los años 30 serían considerados como nacionales[12]. Este doble proceso
muestra que más allá de las estrategias conscientes de poder de las élites
nacionalistas, otros actores trabajan dentro de su contexto, forjando y
reproduciendo sentidos que escapan a las estrategias de las elites, aún cuando
pueden confluir con ellas en la conformación de una idea de “música
auténticamente nacional”. Asimismo, las nociones de autenticidad y folklore,
sobre las que se erige la música nacional durante este período, constituyen
terrenos de disputa en los cuales se dirimen las construcciones de las
identidades sociales[13]. Mientras que el
contenido ideológico de la idea de autenticidad hunde sus raíces en una
“critica romántica” de la modernidad y en la construcción e “idealización
nacionalista de la tradición”[14], el folklore
contiene una carga política que reside en el hecho de que “las culturas
pensadas como folklóricas” al mismo tiempo que son vistas como el reservorio
donde la “autenticidad” esta salvaguardada, pertenecen a una mayoría
subordinada que, a través de la lucha política, cuestiona la legitimidad de las
estructuras de poder. Frente a esto, el concepto de folklore ofrece la
posibilidad de reinterpretar y frenar la amenaza potencial planteada por esos
elementos culturales negando su identidad y propósitos específicos[15]. Como ha mostrado
Mendoza, en Perú esta operación dio lugar a la construcción de una “auténtica
identidad indígena” anónima y basada en el glorioso pasado incaico. De este
modo, la autora exhibe cómo las performances de
música folklórica contribuyeron a redefinir las distinciones étnico-raciales en
dicho país[16]. Por su parte, a
partir del caso de Colombia, Wade analiza el modo en
que la música del Caribe colombiano pudo resignificarse como música nacional
diluyendo (pero no eliminando) estilísticamente la negritud y de este modo
recreándola[17]. Ambos estudios
permiten, así, repensar el vínculo entre música e identidades sociales y
percibir la música no tanto como mero reflejo sino como un elemento
constitutivo de aquellas[18].
La aparición de las nuevas
corrientes musicales en Bolivia a comienzos del siglo XX fue a la par de una
redefinición de la indianidad y de su rol en la
nación. El indígena pasó a ser representado como un elemento autóctono y de
este modo se forjó un estereotipo de indio circunscripto al espacio rural,
fijado en un tiempo remoto, y al cual se le reservaba el rol de soldado, minero
y agricultor pero era excluido de la ciudadanía política[19].
La indianidad así definidapermitía
presentar la singularidad de Bolivia hacia la comunidad internacional al mismo
tiempo establecía jerarquías entre los distintos componentes de la nación.Este proceso
se desarrolló en un contexto signado por el desarrollo del movimiento de
caciques apoderados que a partir de la década de 1910 comenzó a combinar la
práctica litigante en el ámbito judicial con abiertas rebeliones cuyos mayores
exponentes fueron las de Jesús de Machaca en 1921 y Chayanta en 1927. Particularmente en
el ámbito de la música, varios compositores que, según Auza
pueden ser considerados como precursores de la primera etapa indigenista, se
embarcaron en la explotación de “motivos autóctonos” junto con temas y
aplicaciones de nuevas tendencias en función de una orquestación nacional cada
vez más perfeccionada. Dentro de este grupo de músicos y compositores se
destacan Eduardo Caba, Simeón Roncal, Teófilo Vargas,
Humberto Viscarra Monje, Antonio González Bravo y
José María Velasco Maidana[20]. Sus producciones
ofrecen distintos modos de integración del indio dentro de la nación boliviana,
expresada, en este caso, en el proceso de conversión de aquel ruido “monótono y
desacompasado” en música.
Este movimiento se dio en íntima relación con
el indigenismo desplegado en el Perú. Allí, la investigación musicológica
comenzó en los albores del siglo XX con Daniel Alomia
Robles, José Castro, Policarpio Caballero y Leandro Alviña. Su valorización de la escala pentafónica dio los
fundamentos para la creación de la escuela musical indigenista. Esta se
intensificó en las décadas de 1920 y 1930 con varios autores tales como Carlos Raygada, TheodoroValcarcel,
Roberto Carpio, Carlos Valderrama y Carlos Sánchez Málaga[21]. De particular
influencia para Bolivia fue el compositor Daniel Alomia
Robles, tanto por la resonancia de sus obras como por las visitas que realizó a
dicho país en el marco de su trabajo de investigación y recolección de motivos
musicales en el sur del Perú y también en La Paz. Durante este proceso fue
notando una constante en la utilización de una gama de cinco sonidos que se
sucedían en una forma tal que no daba lugar a semitonos. A partir de allí
elaboró la tesis de que la música incaica se definía por desenvolverse dentro
del pentatonismo. Robles planteó al pentatonismo incaico[22] como un “valor
nacional”, enfrentando a quienes, estableciendo una línea evolutiva que
culminaba en los cánones artísticos occidentales, denostaban dicho sistema
musical. Desde este punto de vista, la creación de un folklore nacional era
posible tanto por la recolección de temas indígenas como por la elaboración que
los compositores pudieran hacer sobre ellos.
Alomia Robles no fue el
único durante este período en proponer al pentatonismo
como distintivo de la música incaica. El trabajo que dio a conocer los planteos
de Leandro Alviña en torno a este tema fue su tesis
para optar por el título de Bachiller en la Facultad de Letras de la
Universidad San Antonio de Abad del Cusco, en 1908, y luego en 1919 su tesis
para optar por el grado de doctor en la misma universidad. En su trabajo Alviña enfatiza, junto con Robles, la importancia de la
música como baluarte de la nacionalidad.
Una obra que también contribuyó a la
definición de la música incaica es La Música de los Incas y
sus supervivencias, escrita por Raoul y Marguerite D´harcourt y editada
en Paris en 1925. Si bien estos autores retoman algunos elementos de las obras
de Robles y Alviña, es notable que su interés no se
desprende de una búsqueda de elementos nacionales, sino de una preocupación etnográfica
por observar “la supervivencia efectiva de un folklore musical indígena”[23]. Esta preocupación
anclaba en el interés antropológico e histórico de las academias europeas y
norteamericanas interesadas en el origen y desenvolvimiento del hombre americano.
Previamente a la aparición de esta obra, en la serie titulada Enciclopedie de la Musique, Marguerite D´harcourt había
insertado un importante trabajo sobre la música de los Incas, y ambos habían
dado a la imprenta diversos estudios monográficos sobre el tema. También se
basaron en sus investigaciones para la producción de temas musicales incaicos
estilizados, publicando en la editorial Ricordi de
Milán una cincuentena de estos cantos y aires de flauta con armonización de
arpa o de piano.En función de estas preocupaciones es
que su estudio no se circunscribió a los límites del Estado nacional peruano
sino al territorio abarcado siglos atrás por el Imperio incaico. Y sin embargo,
sus conclusiones se deben a su estudio específico del Perú y son extrapoladas a
Ecuador y Bolivia, en una operación que contribuye a la creación de un
esencialismo andino. Es en ese sentido que emprenden esta tarea fundados en el
convencimiento de la existencia de un folklore musical andino “que constituye
hoy en día la joya de toda América”[24].
Las producciones de los compositores queestudiaremos se enmarcan en este proceso regional de
reconfiguración de las nociones de autoctonía e indianidad
en el cual participaron diferentes agentes. El propósito de este artículo es
analizar de qué manera estas producciones contribuyeron a delinear las
identidades sociales en Bolivia a comienzos del siglo XX. En este sentido,
analizaremos los modos en que los intentos por fijar y definir un folklore musical
implicaron una redefinición de la indianidad asociada
a él. ¿De qué modo operó el universalismo eurocéntrico en ellos? ¿Cuál fue su acercamiento a la música indígena?
¿Hasta qué punto éste implicó un cuestionamiento de los esquemas
representacionales sobre lo indígena o, en cambio, su reproducción? Como veremos, este
proceso está atravesado por diferentes intenciones, procesos de clasificación y
de creación artística que no necesariamente confluyen en un sentido unívoco.
Aspiramos, entonces, a reconstruir la multiplicidad de sentidos desplegados,
con sus tensiones y heterogeneidades, pero también con sus tendencias
hegemónicas.
Antonio González Bravo y la preservación de lo
“auténtico”
Antonio González Bravo nació en La Paz
en el año 1885. Es considerado el iniciador de la etnomusicología en Bolivia
por las importantes investigaciones de campo que realizó en casi todas las
provincias y cantones de La Paz. Cursó sus estudios musicales en el
Conservatorio Nacional de Música, donde posteriormente se desempeñó como
director[25]. Su vuelco al
conocimiento de la música indígena se produjo, de todos modos, en un período
previo al de su formación académica. Bravo era oriundo de Laja, donde la
mayoría de sus habitantes eran bilingües. La biografía escrita por Paredes Candía
relata que “era un aymarólogo y sabio
conocedor de la Cultura Kolla; sus primeros balbuceos
fueron en tal lengua y de niño y adolescente fue su idioma preferido. Empezó a
amar el aymará en el regazo de su nodriza india”[26]. En 1933 fue
profesor del núcleo indígena Warisata.
González Bravo propone a su obra como
parte del “inventario de los valores estéticos” de
Bolivia que comenzaba a hacerse desde comienzos del siglo XX, para “vivificarlos con objeto de que la vida nacional pueda alcanzar su más
alta culminación”[27]. Desde este punto
de partida emprendió la recopilación de los motivos musicales indígenas,
primero paceños y luego de otros departamentos. ¿Cómo definir, de todos modos,
lo netamente indígena, en un contexto en el que inventariar implica
necesariamente un proceso de selección y clasificación? González Bravo
reconstruye su criterio a partir de la visita que en 1915 realiza el musicólogo
peruano Daniel Alomia Robles, durante la cual dicta
una conferencia en la que expone el modo pentatónico como propio de los incas.
González Bravo la concibe como “una gran revelación sobre
la música indígena primitiva sudamericana, que hasta entonces, casi sólo se la
había conocido a través de ambiguos ejemplos de música mestiza y criolla ya
cargada de cromatismos”[28]. El modo
pentatónico se convierte, así, en el elemento que permite definir y delimitar
la música propiamente indígena, y por tanto, ancestral y originaria de Bolivia.
En este sentido, argumentaba que
como
recién casi estamos en los comienzos del estudio serio y detenido de nuestra
arqueología musical, los datos anotados podrán servir para ulteriores
investigaciones del Modo Pentatónico, que podríamos llamarlo nuestro Modo
Abuelo (Modo ancestral), por su antigüedad y que constituye el elemento de lo
que se ha venido en llamar el período prehelénico de la Música, y que para
nosotros será una de las principales fuentes del futuro florecimiento artístico
nacional.[29]
Bravo se embarca, entonces, en la
búsqueda de este modo en los diferentes géneros e instrumentos musicales
indígenas de Bolivia. Lo encuentra en los Pussipias,
en las músicas de Chuncho, Llamero y Cullawa, en los Sicuris de Italaque.
Específicamente
las
provincias de Ingavi, Pacajes,
Sicasica y Carangas (…) por su aislamiento cerca de lugares desiertos han
podido conservar entre los indios gran parte de sus costumbres y modalidades
espirituales peculiares, bastante intactas, que estudiadas con detención podrán
enriquecer nuestros conocimientos folklóricos.[30]
Ahora bien, aún cuando el modo pentatónico
constituye, para el autor, la esencia de la música indígena, en el ámbito
mestizo y blanco también circulan melodías pentatónicas (muchas de ellas
acompañadas de letras en castellano). De todos modos, establece una importante
diferenciación respecto de ellas, especialmente de la mestiza. Discutiendo el
estereotipo estético decimonónico que caracterizaba a la música indígena como “esencialmente plañidera” y “sustancialmente
llorona”, “resultando por
consiguiente antipática y hasta repulsiva”, plantea que si bien
es
cierto que dentro de la modalidad pentatónica está presente un soplo
melancólico, no es una melancolía que deprime, empequeñece, envilece y afea la
vida con el oprobio de una domesticación y derrota definitivas, sino, por el
contrario, una melancolía viril épica y grandiosa, que estimula, exalta y
ensancha la vida, orientándola hacia rutas heroicas.[31]
Para González Bravo la caracterización
peyorativa que se ha hecho de la música indígena deriva de haber sido
confundida con la música mestiza. “Es evidente que en el alma
mestiza hay una tendencia marcada a deshacerse en mares de llanto, por
cualquier achaque sentimental”. A eso se debe que algunos de sus
Valses, Boleros, Yaravíes, Huayños y Canticos religiosos sean “absolutamente inaceptables, por lo excesivamente quejumbrosos,
plañideros y por el mal gusto que prima en ellos”. Este aspecto se
relaciona con la utilización de la llamada “nota sensible” en la música mestiza,
la cual es propia de la escala de siete sonidos y del sistema tonal europeo
moderno y no existe en la escala pentatónica
utilizada en la música indígena[32].
Esto no impide al autor incluir en su
inventario algunos motivos de la música mestiza tales como Tristecitos, Cuecas,
Bailecitos que, seleccionados, tienen derecho a figurar dentro del folklore
boliviano. Pero es necesario distinguirlos de
las
múltiples tropas de Sicuris (Sicuris
mestizos o criollos, como se dice en aymara), que
soplan en Sicus de trece tubos (…), y que vistiendo
trajes grotescos, se van propagando de una manera alarmante hasta entre los
mismos indios y pululan hasta en los suburbios de las ciudades y según el
estado a que van llegando, diremos que constituyen una deplorable degeneración
del arte popular boliviano. Quieren ser indígenas ejecutando Huayños, y también
cosmopolitas, intentando ejecutar Tangos y Fox-trots.[33]
González Bravo define y delimita,
entonces, a la música indígena a partir del modo pentatónico. Esta operación
implica una cristalización de aquella en un intento artificial de fijarla en el
tiempo, negando su carácter histórico. Esto se traduce en la exclusión del
mestizaje como proceso constitutivo de aquella, así como la anulación de la
heterogeneidad étnica y regional que pudiera presentar. Esta visión
esencialista forja una noción de lo auténtico sobre la cual Bravo define al
folklore boliviano, en tanto elemento que ha permanecido intacto a lo largo de
los siglos.
Ahora bien, la fertilidad de la música
indígena para constituirse en valor estético desde el cual forjar una lírica
nacional no se halla sólo en su presencia inalterada en las comunidades
indígenas, sino también en su posibilidad de armonización. En este sentido,
plantea que
respecto
al provecho artístico que el Modo puede reportarnos, el acierto con que algunas
melodías, por ejemplo el ya mencionado Yaraví de Ollantay,
han sido harmonizadas por M. Beclard[34]; así
como la exquisita harmonización de la canción quechua
Suray Surita hecha por
nuestro compatriota Manuel J. Benavente, para no citar muchos ejemplos de harmonizaciones puramente pentatónicas, harto bien nos
hablan a favor del modo, que según nuestros estudios permite realizar
excelentes combinaciones de harmonía horizontal (es decir formando un tejido de
líneas melódicas expresivas).[35]
La armonización funcionaría, así, como
un modo de estilización capaz de ampliar las posibilidades de construir un arte
nacional a partir del sistema pentatónico indígena[36]. Este proceso de
estilización fue llevado a cabo por González Bravo cuando, desde el
Conservatorio Nacional de Música, conformó el Círculo Artístico Infantil en
1921. En él retomaba, por un lado “las canciones de los
grandes maestros: Mozart, Schubert, Schumann, Brahms, [en las que] había
elementos aprovechables para el mundo infantil”, y por otro, la música indígena
que ofrecía “cosas para ser transformadas en canciones y danzas”. El
ámbito educativo tenía, para Bravo, mucha importancia en este proceso de
transformación y estilización. Asimismo, le asignaba un gran valor como
transmisor de los elementos culturales de la nación. Sólo “una
persistente educación estética de los bolivianos” podría “acabar con esa sordera y ceguera, para ver lo que tenemos, y oír lo que
va vibrando desde siglos en el alma nacional”. Elementos que
necesitaban “que la mano del poeta, del músico, del
esteta, los transformen en obras de arte” para constituirse en lo
que en definitiva era el anhelo de González Bravo: “una Lírica y
una Épica, con todos los elementos de Bolivia”[37].
El proceso de estilización en la obra de Eduardo Caba
Si la operación de “estilizar” motivos
musicales indígenas está presente en el discurso y las prácticas educativas de
Bravo, ésta se encuentra plenamente desplegada en el caso de Caba. Pero aquí ya no aparece como un proyecto sino que,
como veremos, es constitutiva de sus composiciones.
Caba nació en Potosí en
el año 1890. Realizó estudios de armonía y contrapunto con Boero
en Buenos Aires y luego fue becado a España donde estudió con los maestros Turina y Pérez Casas[38]. Luego en La Paz se
desempeñó como director del Conservatorio Nacional de Música. Al igual que
Bravo, la inserción en el mundo musical indígena es muy temprana en la vida de Caba. En una entrevista relata:
Desde
mis primeros años he ido observando con minuciosa curiosidad las
características de la música indígena en las distintas regiones del país, y no
sé por qué causas ocultas ha sido siempre esta música la que ha llenado mi alma
de secretos arrobamientos y de sutiles emociones.[39]
Tomó al piano como instrumento para
componer y su obra logró diferenciarse tanto de los músicos académicos que no
lograban plasmar un lenguaje personal e imitaban sencillamente modelos
europeos. Las obras principales de Caba son Aires indios, Leyenda keshua, una versión del Himno al Sol
y los Ocho motivos folklóricos. Existen
también seis canciones para canto y piano[40].
Focalizaremos nuestro análisis en la
obra Aires indios, escrita, según Alandia y Parrado, en 1934. La segunda edición de esta obra
presenta en la tapa el dibujo de un indígena que lleva como diacríticos un
poncho y un lluch´u
(gorro de lana con orejeras). En una mano tiene un charango y en otra un
sombrero, y se encuentra en la altiplanicie. A continuación presenta un
epígrafe que dice: “En la solemnidad de la
altipampa andina vaga el espíritu de una gran raza milenaria; al evocarla,
siente el peregrino lo estupendo del paisaje”[41]. La obra se abre,
de este modo, con una cadena de significados que liga, hasta fusionar, la raza
india y la altipampa, cuya fusión la música viene a expresar.
A partir del análisis que de la obra han
hecho Auza y Alandia/Parrado,
es posible ver también una operación en este sentido en las mismas piezas musicales.
Los Aires indios presentan elementos
técnicos y conceptuales de Debussy y Bartok, pero
estos no dominan la imagen sonora sino que Caba
reinventa un lenguaje a partir de los materiales indígenas previamente
desmenuzados en sus investigaciones[42]. Estos se expresan,
por un lado, en la polirritmia, característica de los
andes bolivianos, y por otro, en la ambigüedad tonal, por la mezcla de modos
extraídos del pentatonismo incásico[43]. Quizás estos
aspectos han sido los que llevaron a Viscarra Monje,
un compositor contemporáneo a Caba, a definirlo como
un “músico boliviano estilizador
propiamente dicho”. Para Monje, el tratamiento armónico que Caba hacía de las danzas y canciones “tomadas
directamente del caudal popular e indígena” presentaba una “moderada modernidad” que mantenía todo lo posible “los modos originales”. De este modo, Monje definía los
componentes básicos del proceso de estilización: una concepción reificada de una música indígena susceptible de la
armonización propia de la modernidad que, de todos modos, no opaca la
singularidad y especificidad local. La obra de Caba
se volvía, así, un “arte refinado” que “ha emprendido el vuelo
transponiendo las fronteras patrias y llevando en sus sones tanto al paisaje
como el alma vernácula en canciones impregnadas de la honda melancolía de las
grises llanuras altiplánicas”[44]. La “música
boliviana” emergía, entonces, como expresión del “alma vernácula”, cuyo vector
era la armonía y la instrumentación occidental. Sin buscar definir el folklore
nacional, la composición de Caba constituye, de todos
modos, una contribución a la conformación de una estética que presenta como
singularidad del arte musical boliviano lo indígena, delineado como un elemento
inalterado que yace y se constituye bajo la influencia del altiplano y es
pasible de ser reelaborado a través de elementos estilísticos propios de la
modernidad.
Teófilo Vargas: el folklore como síntesis
Habiendo analizado el proceso de
estilización de los motivos indígenas y su inserción en el folklore nacional,
el análisis de los Aires nacionales de
Bolivia de Teófilo Vargas nos permitirá volver a la inquietud
inicial postulada en González Bravo, la de inventariar y clasificar. La
selección puesta en esta obra, así como el prólogo que la precede, permiten ver
cristalizados, en algunos casos, y cuestionados, en otros, aquellos criterios
clasificatorios desarrollados anteriormente que permitían circunscribir y
definir al folklore.
Teófilo Vargas nació en Cochabamba en 1886. Entre sus obras se
encuentran varias misas festivas y réquiems, invitatorias
y villancicos (éstos últimos convertidos en melodrama con el nombre de Nacimiento de Jesús), oberturas y preludios, y es también
conocido por su melodrama Aroma[45]. Fue director del Conservatorio de Cochabamba
y muchas de sus obras son consideradas parte del acervo cultural de dicha
ciudad.
Los Aires nacionales de
Bolivia fueron publicados en 1928. Constan de tres tomos que reúnen
una gran cantidad de obras, precedidas por un extenso prólogo. Vargas emprende
su recopilación de aires nacionales presentándola como una obra inaugural. En
este sentido, plantea que “en nuestro país no existe, al menos que conozcamos,
ninguna recopilación histórica, circunscrita y especial de la variedad de aires
nacionales que poseemos”, tarea necesaria para que “la nueva
generación de jóvenes cultores del arte (…) mantengan con cariño filial, la
memoria de sus antepasados y el respeto de sus tradiciones”[46]. Lo hace siguiendo
el ejemplo de las naciones europeas, “cuyas fuentes de inspiraciones fueron
siempre los temas de sus músicas nacionales”[47]. Y es que en efecto
la recopilación de aires nacionales implicó la “vuelta al pueblo”, para sacar
de allí el “espíritu de la nación”. Este movimiento se dio a principios de
siglo en toda Latinoamérica, de la mano de la búsqueda de establecer principios
de identidad nacional, vestidos de tonalidad, de cromatismo, de politonalismo y aun de atonalismo.
Respondió a la preocupación por crear un arte con sello propio, que encontrara
sus raíces en la música prehispánica, en la canción popular, en el folklore, o
en las reminiscencias y reinvenciones de éstos[48]. Pero todos estos
ámbitos también eran algo a ser definido. ¿Cuál sería entonces la cantera de la
cual extraer los aires nacionales? Cada nación de América Latina se embarcó a
resolver este interrogante de un modo particular según las estructuraciones
sociales y culturales específicas de cada una. El extenso prólogo que precede
la compilación puede contribuir a dilucidar la respuesta que para ello elaboró
Vargas. En él, reconstruye el origen de la música “incaica” y “criolla”. Su
análisis de la música incaica está signado por la marca temprana que ejerce en
el compositor la música indígena. Vargas relata que a la edad de seis años en
su pueblo de Quillacollo “frecuentemente tropezaba, en mi camino a la escuela,
con un cortejo fúnebre indígena, procedente de las estancias lejanas” y
observaba cómo “los dolientes conducían el cadáver al son de lamentos
entonados, de cargos y quejas dirigidos al ser que los abandonaba. Esa
entonación quejumbrosa, monótonamente repetida, recuerdo que contenía las
siguientes notas musicales[49]:
Imagen 1
Fuente: Auza, León, 1985, ob. cit., p. 23
En estos sonidos Vargas cree encontrar
el tema matriz, las primeras huellas, los primeros eslabones de la música
incaica. Su origen sería el llanto, el sollozo del alma doliente del indígena.
A partir de esa matriz forja, junto con González Bravo, la idea del pentatonismo como motivo característico de la música
indígena, pero derivado no de un motivo musical universal, sino del lamento
indígena, que es expresión de “la tristeza ancestral de
su raza”. Si bien reproduce, de este modo, el estereotipo que González
Bravo intentaba disputar, ambos comparten la idea de que la esencia de la
música incaica ha permanecido intacta en el indígena contemporáneo, y que, por
encontrarse en “peligro de desaparición”,
requiere ser registrada por los especialistas[50].
Por su parte, la música criolla es, para
Vargas, resultado de la “amalgama de cinco notas de
la primitiva escala incaica y las siete notas que forman la escala perfecta del
sistema científico musical que los conquistadores españoles harían conocer a
los criollos, junto con sus costumbres sociales, idioma y religión”[51]. Mientras que la
música incaica no entraña ningún otro sonido fuera de la escala pentatónica; la
música criolla, sin perder su carácter y estilo originarios, ha incluido en sus
melodías los sonidos equidistantes de los medios tonos o cromáticos[52]. Esta melodía
concentra en su desarrollo los recursos tanto de los semitonos de lo que el
autor denomina la “escala perfecta” (que refiere a la escala mayor tonal del
sistema temperado) como de los intervalos alterados de tercera, sexta y séptima
notas que sintetiza el estilo de la música criolla. Este género constituye,
así, una síntesis entre el “carácter y estilo
originario” y la música occidental, que resulta producto del devenir
histórico. Es esta síntesis la que alberga, para Vargas, los aires nacionales
de Bolivia[53].
Una vez definida, entonces, la cantera
de donde sacar los aires nacionales, Vargas procede “a la manera
del botánico que coge las flores de la selva y del campo, eligiendo de entre
ellas las de aroma exquisito y colorido seductor, para formar un ramo precioso”.
Los motivos seleccionados fueron los siguientes: el primer libro contenía el
prólogo, veintidós cuecas y veintitrés bailes. El segundo veintiséis yarabís para canto y doce zapateados y pasa-calles.
Formaban el tercer libro, “las obras de mayor aliento
de desarrollo musical sobre temas de aires nacionales, como son ‘Oberturas’,
‘Preludios’, ‘Poemas sinfónicos’, ‘Canciones patrióticas y Marchas’”. Esta selección tenía, según el autor, el
mérito “ser el reflejo fiel de nuestro folklore
(…)recibido directamente, de viva voz, de mis queridos padres y del pueblo
cuyas palpitaciones emotivas de su vida pasada, las retorno impresas en cifras
musicales”[54].
Vargas define, así, al folklore como el
producto de una síntesis histórica transmitida oralmente a través de las
generaciones. En contraste, la música indígena, cuya matriz halla intacta,
adquiere un carácter inmutable y, si bien constituye el origen del folklore, no
forma parte de él. La música folklórica se presenta entonces como un elemento homogeneizante que tiende a disolver la diferencia indígena
que, folklorizada aun cuando no compone el folklore
musical, se le reserva el rol de echar sus raíces fijando su remota antigüedad.
Conclusiones
Al hablar del indigenismo pictórico, Rossells plantea que a diferencia de las caracterizaciones
que se realizan sobre pintores indigenistas en otros países, en los cuales “lo único que se requiere para ser indigenista es no considerarse indio”,
en Bolivia algunos pintores lejos de presentarse como “el otro no
indígena” asumen su “sangre india”,
es decir, su mestizaje. Esta inserción del mestizaje en el centro del discurso
indigenista origina “un lugar borroso e
intersticial donde se puede encontrar una enunciación sobre ‘el otro’ que
también pretende ser una enunciación sobre sí mismo”[55]. Así, la
apropiación de la identidad indígena de parte del indigenismo conlleva una “ambigüedad de la pertenencia dual” característica de una sociedad
fragmentada como la boliviana[56]. La paradoja
implicada en aquella operación no constituye, de todos modos, un obstáculo en
la producción de sentido. “La búsqueda de sentido
puede darse a través de paradojas y no de respuestas, de interrogantes, de imágenes
perturbadoras, de dobles fantasmales y, en todo caso, de permanentes enigmas
que la invención del arte se encarga de reinventar”[57].
La referencia que los compositores aquí
analizados hacen sobre su inserción temprana en el mundo de la música indígena
y la influencia que éste ejerció en sus composiciones parecen abonar la idea de
que el indigenismo también en este ámbito se manifestó como una enunciación de
los indigenistas sobre “sí mismos”. Sin embargo, si bien dicha influencia
enmarcada en los recuerdos de la infancia funciona como cita de autoridad, no
lo es menos su pertenencia al ámbito “académico” desprendido tanto de su
formación como de su rol como directores del conservatorio, institución
dedicada al estudio de la música, y portador de la autoridad para definir la
que debe ser valorada y estudiada a través de su selección para integrar los
programas de estudio[58]. Es, de hecho,
desde ese lugar de enunciación que los compositores refieren y definen a la
música indígena y trabajan a partir de ella, ya sea en sus composiciones o en
los modos de integrarla como música válida de ser difundida y estudiada.
Como hemos planteado al comienzo, las
representaciones que se forjaron en torno a la música indígena y al folklore no
son unívocas. Encontramos, por un lado, la obsesión de González Bravo por
circunscribir lo propiamente indígena (para él componente esencial del folklore
boliviano) y preservarlo tanto del cosmopolitismo como de las hibridaciones que
se producen entre los distintos grupos sociales al interior de Bolivia. Como
contrapunto, Vargas excluye la música “netamente indígena” de sus aires
nacionales (reservándoles de todos modos un lugar central en su genealogía) y
coloca como tales a la música criolla, constituida a partir de un proceso de
síntesis. Por último, Caba compone sus Aires indios recurriendo a motivos rítmicos y al pentatonismo indígena para articularlos en una estructura
estilizada y occidentalizada. Los tres incorporan, así, lo indígena dentro de
las tradiciones académicas musicales de Bolivia, pero situándolo de distinto
modo.
Estas nociones, si bien en algunos casos
se presentan como contrapuestas, de todos modos contribuyen a la conformación
de determinadas visiones hegemónicas acerca de lo que constituye la indianidad y el folklore nacional. En primer lugar, al
mismo tiempo en que existe una validación de la música indígena como tal (en
clara contraposición con los criterios artísticos decimonónicos) esta va
acompañada de una connotación que le reserva la inmutabilidad como
característica esencial. Sus composiciones contribuyeron, así, a forjar una
idea reificada de lo indígena como elemento
folklórico. En este sentido, lo folklórico no puede verse como algo dado, que
se rescata a través de la recolección de objetos y prácticas inertes, sino que
es resultado de un proceso de folklorización que
designa determinadas expresiones culturales como tal, asignándole, en ese mismo
momento, connotaciones específicas. La folklorización,
por tanto, hace a la conversión de expresiones culturales indígenas en folklore
nacional pero es una operación que la excede, y que permite integrar y fijar
como diferente a la vez, estableciendo una jerarquía entre éstas y las
operaciones de occidentalización a las que debía ser sometida para integrar el
ámbito de la música nacional. De esa doble operación, que integra y marca como
distinto, deviene una incorporación paradójica que no elimina la indianidad, sino que la reubica dentro del proyecto de
nación de comienzos del siglo XX y la dota de significados alternativos,
contribuyendo a la creación de una nueva estética.
En ello radica la
efectividad emotiva de las representaciones artísticas, y si bien el carácter
intencional de los compositores en pos de la construcción de un nuevo
estereotipo de indio debe ser matizada -ya que su inserción en el mundo
indígena imbrica múltiples sentidos que abarcan la búsqueda de la creación
artística, la pertenencia y aporte a una estética y la experiencia de vida- sus
producciones no dejan de anclar y contribuir a un proceso de resignificación de la indianidad
que es eminentemente político. La intensa movilización indígena del movimiento
de caciques apoderados, lejos de presentar un indio folklórico, manifestaba su
presencia como sujeto político. Frente a ello la visión de “indio autóctono”
funcionaba como dispositivo para neutralizar dicha aspiración que desafiaba los
preceptos del Estado oligárquico de comienzos de siglo. Si desde el ámbito
educativo e intelectual se forjó un estereotipo que habilitaba la exclusión de
población indígena de los derechos políticos postulando una naturaleza indígena
circunscripta al altiplano, anclada en un pasado remoto y al cual se le
reservaba un rol subordinado al interior de la nación, los compositores que
aquí hemos analizado dotaron de sonoridad a dicha configuración.
Recibido: 05/11/2014
Aceptado:
28/12/2016
SONORIDADES DE LO AUTÓCTONO.
LA RECONFIGURACIÓN DE LA INDIANIDAD EN
LA INVENCIÓN DE LA MÚSICA FOLKLÓRICA BOLIVIANA
Resumen
Durante las primeras décadas del siglo
XX, los criterios decimonónicos que descalificaban las expresiones musicales
indígenas como tales comenzaron a ser cuestionados por diversos compositores
que, en busca de la definición de un folklore nacional, hicieron de aquellas un
elemento central de reflexión y de creación artística. En este artículo
estudiaremos los ensayos teóricos y las piezas musicales de tres compositores
que formaron parte de aquella corriente: Antonio González Bravo, Eduardo Caba y Teófilo Vargas. El despliegue de sus obras se
enmarca en un proceso de redefinición de la indianidad
proveniente de diferentes discursividades y políticas
culturales. El propósito de este artículo es, entonces, analizar de qué manera
estas producciones musicales contribuyeron a delinear las identidades sociales
en Bolivia a comienzos del siglo XX. En este sentido, observaremos los modos en
que los intentos por fijar y definir un folklore musical implicaron una
redefinición de la indianidad asociada a él.
Palabras clave: Bolivia, Música, Folklore, Indianidad
Cecilia Wahren
SOUNDS OF THE NATIVE.
THE RECONFIGURATION OF
INDIANNESS
IN THE INVENTION OF
BOLIVIAN FOLK MUSIC
Abstract
During the first decades of the twentieth century, the
nineteenth-century criteria that disqualified indigenous musical expressions
began to be questioned by various composers. Looking for the definition of a
national folklore, they made from those a central element of reflection and
artistic creation. In this article we will study the theoretical essays and
musical pieces made by three composers who were part of that trend: Antonio
González Bravo, Eduardo Caba and Teófilo
Vargas. The deployment of their works is part of a process of redefinition of Indianness from different discursivities
and cultural policies. The purpose of this paper is to analyze how these
musical productions helped to shape social identities in Bolivia in the early
twentieth century. In this sense, we will observe how the attempts to set and
define a musical folklore involved a redefinition of Indianness.
Keywords: Bolivia, Music, Folklore, Indianness
Cecilia Wahren
*Doctora en Historia por la Universidad de Buenos Aires. Becaria posdoctoral del CONICET. Correo electrónico: wahrencecilia@gmail.com. Agradezco los comentarios y sugerencias de los evaluadores anónimos que contribuyeron a mejorar y enriquecer el artículo.
[1]Hemeroteca del Archivo Histórico de la
Asamblea Legislativa Plurinacional de Bolivia (En adelante AHAL), Diario El Diario, 31/7/1933, p. 3.
[2]Auza, León, Simbiosis
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[3]Barthes, Roland, Lo obvio y lo obtuso, Paidos,
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[4] López, Irene, “Musicología
latinoamericana: una genealogía alternativa”, en Palermo, Zulma, (Comp.) Arte y estética en la encrucijada descolonial,
Ediciones del signo, Buenos Aires, 2009, pp. 29-32.
[5] Si la clasificación racial de la
población como base de las relaciones sociales intersubjetivas constituye uno
de los ejes de la colonialidad, este se encuentra
articulado con un nuevo sistema de relaciones sociales materiales basado en la
articulación de las distintas formas de explotación (esclavitud, servidumbre,
reciprocidad, salariado) en torno al capital y al mercado. Quijano, Aníbal, “Raza, Etnia y Nación en
Mariátegui: Cuestiones abiertas”, en Forgues, R.
(Ed.) José Carlos Mariátegui y Europa. La otra cara del
descubrimiento, Editorial Amauta, Lima, 1993, p.166.
[6]Quijano, Aníbal, “Colonialidad
del poder y clasificación social”, en Castro Gómez S. y Grosfoguel
R. (comps.), El giro decolonial. Reflexiones para una diversidad epistémica más
allá del capitalismo global, Siglo del Hombre Editores, Bogotá,
2007.
[7]
López, Irene, 2009, Ob. Cit., pp.
32, 37.
[8]El telégrafo 15-1-1859, citado en Rossells,
Beatriz, Caymari Vida: la emergencia de la música popular en Charcas,
Editorial Judicial, Sucre, 1996, p. 56.
[9]Rossells, Beatriz, 1996, Ob. Cit., pp.
64, 77.
[10]Soux, María Eugenia, “Música de tradición oral
en La Paz: 1845-1885”, en Data. Revista del
Instituto de Estudios Andinos y Amazónicos, N° 7, La Paz, 1997, pp.
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[11]Garramuño,
Florencia, Modernidades primitivas. Tango, Samba y Nación,
FCE, Buenos Aires, 2007 p. 15.
[12]Wade, Peter, Música, raza
y nación. Música tropical en Colombia, Vicepresidencia de la
República de Colombia, Bogotá, 2002, pp. 9, 10.
[13] Mendoza, Zoila, “Defining
Folklore: Mestizo and Indigenous Identities on the Move”, en Bulletin of Latin American Research, Vol. 17, N° 2,
Liverpool, 1998, pp. 165-183. Wade, Peter, 2002, Ob. Cit., pp.9,
10.
[14]Wade, Peter, 2002, Ob. Cit.,
p .33.
[15]
Mendoza, Zoila, 1998, Ob. Cit., pp.
167-170.
[16]
Mendoza, Zoila, 1998, Ob. Cit., pp.
165, 170.
[17]Wade, Peter, 2002, Ob. Cit., pp.13-15.
[18]Wade, Peter, 2002, Ob. Cit., p. 34.
[19]Larson, Brooke,
“La invención del indio iletrado: la pedagogía de la raza en los Andes
bolivianos”, en De la Cadena, Marisol (Comp.) Formaciones de indianidad. Articulaciones raciales, mestizaje y nación en
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[20]Auza, León, Historia de
la música boliviana, Amigos del libro, Cochabamba, 1985, pp. 96, 97.
[21]
Bolaños, César, Quezada, José, Iturriaga, Enrique, Estenssoro, Juan Carlos,
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[22]Varallanos,
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[23]D´harcourt, Raoul y D´harcourt,
Marguerite. La Música de los Incas y sus
supervivencias, Occidental Petroleum
Corporation of Perú, Lima, 1990.
[24]D´harcourt, Raoul y D´harcourt,
Marguerite, 1990, Ob. Cit., p. XVII.
[25]Auza, León, 1989, Ob. Cit., p. 47.
[26] Paredes Candía, Antonio, La vida ejempla de Antonio González Bravo, Ediciones ISLA,
La Paz, 1967, pp. 54-55.
[27] González Bravo, Antonio, “Acerca del modo
pentatónico en la música nacional”, en Revista Inti,
N°2, La Paz, 1925, s/n.
[28]
González Bravo, Antonio, 1925, Ob. Cit., s/n.
[29]
González Bravo, Antonio, 1925, Ob. Cit., s/n.El modo pentatónico se
basa en la consecución de una escala de cinco notas y se diferencia de la
escala occidental de siete notas. Si bien actualmente el pentatonismo,
en tanto componente esencial de la música incaica, es establecido por la
etnomusicología como el sistema musical predominante en la zona andina, en el
período de estudio aún se estaba estableciendo como tal para Bolivia. Por
ejemplo, en el Álbum del Centenario de Bolivia, publicado en 1925, se postula
al modo eólico como dominante. La publicación de Bravo argumentando la
importancia de la escala pentatónica para definir la música precolombina cobra
así gran importancia. El mismo planteo aparecerá también en la obra de Teófilo
Vargas en 1928.
[30]
González Bravo, Antonio, 1925, Ob. Cit., s/n.
[31] González Bravo, Antonio, “Caracteres de
la música indígena”, en AHAL, DiarioLa Razón, 15/7/1928, p. 4.
[32] González Bravo, Antonio, 1928, Ob. Cit., p.4
[33]
González Bravo, Antonio, 1925, Ob. Cit.,s/n.
[34]Se
refiere a Marguerite Beclard
de D’Harcourt, co-autora de
la obra La Música de los Incas y sus supervivencias
mencionada anteriormente.
[35]
González Bravo, Antonio, 1925, Ob. Cit., s/n.
[36]
La armonización presupone la polifonía (es decir la ejecución de distintas
notas musicales en forma simultánea) que es propia de la cultura occidental. En
este sentido es que planteamos que constituye un proceso de estilización que
implica a la música indígena pasar por el tamiz de los valores artísticos
occidentales para ser considerada como tal.
[37] González Bravo, Antonio, “Medio siglo de
vida musical boliviana 1900-1957”, en Khana
N° 35, La Paz, 1961 pp. 92-105.
[38]Auza, León, 1985, Ob. Cit., p. 127.
[39]Zaratem, 1951, citado en Alandia
Navajas Mariana y Parrado, Javier, A la vera del piano…,
Monografía de la investigación apoyada por el Conservatorio Nacional de Música,
La Paz, 2003, p. 6.
[40]Alandia,
Mariana y Parrado, Javier, 2003, Ob. Cit., p. 5.
[41]Caba, Eduardo, Aires indios
(1, 2 y 3), Casa Lotternoser, Buenos
Aires, 1946.
[42]Alandia,
Mariana y Parrado, Javier, 2003, Ob. Cit., p. 6.
[43]Auza, León, 1989, Ob. Cit., p. 44.
[44]Viscarra Monje, Humberto, “La música autóctona en
el desarrollo de la cultura musical boliviana”, en III
Congreso Indigenista Interamericano, La Paz, 1954, p.6.
[45]Auza, León, 1985, Ob. Cit., p. 131.
[46] Vargas, Teófilo, Aires
nacionales de Bolivia, Cochabamba, 1928, p. 3.
[47] Vargas, Teófilo, 1928, Ob. Cit., p. 3.
[48]Tello, Aurelio, “Aires nacionales en la música de América Latina
como respuesta a la búsqueda de identidad”, en Hueso húmero,
Nº 44, 2004, pp. 212-239.
[49]
Vargas, Teófilo, 1928, Ob. Cit., p. 4.
[50]
Vargas, Teófilo, 1928, Ob. Cit., p. 8.
[51]
Vargas, Teófilo, 1928, Ob. Cit., p.
11.
[52]
Vargas, Teófilo, 1928, Ob. Cit., p.
13.Para entonces Charles Mead, Mariano Béjar Pacheco y Estaban Cáceres ya
habían sostenido la existencia de instrumentos cromáticos en culturas
prehispánicas. Al rechazar la idea, Vargas se adscribe a la tesis de los D’Harcourt que plantea que la única escala que existió en
los Andes prehispánicos fue la pentatónica.
[53]
Vargas, Teófilo, 1928, Ob. Cit., p.
14.
[54]
Vargas, Teófilo, 1928, Ob. Cit., p.
16.
[55]Rossells, Beatriz, “Espejos y máscaras de la
identidad. El discurso indigenista en las artes plásticas (1900-1950)” en Estudios Bolivianos 12. La cultura del pre-52,
IEB-CIMA, La Paz, 2004, p. 347.
[56]Rossells,
Beatriz, 2004, Ob. Cit., p. 349.
[57]Rossells, Beatriz, 2004, Ob. Cit., p. 352.
[58]Lerman, Fernando, “Borrando
Fronteras. La música académica y popular o de intersección”, en I Congreso en Artes musicales, Instituto Universitario
Nacional de Arte, Buenos Aires, 2008, p. 9.