REFORMA ULTRAMONTANA Y
DISCIPLINAMIENTO DEL CLERO PARROQUIAL. DIÓCESIS DE SALTA 1860-1875
Ignacio Martínez*
El sensible cambio institucional que se produjo en el
territorio argentino tras la caída de Juan Manuel de Rosas ha sido revisitado
en los últimos años con fértiles resultados. Como parte de esta revisión, para el
espacio eclesiástico se han ofrecido interpretaciones novedosas que se asientan
en dos tesis fundamentales. Primera: la Iglesia contemporánea se organizó a
partir de lógicas y principios diferentes a los de su antecesora colonial.
Mientras ésta presentaba la imagen de un conglomerado poliárquico de
jurisdicciones y autoridades, a veces en competencia y contradicción entre sí
(característica de las instituciones de Antiguo Régimen), la Iglesia
contemporánea se planificó e intentó construirse como una institución más
unitaria. Para ello se buscó robustecer la estructura diocesana frente a las
del clero regular y particular, y reforzar la autoridad de los obispos sobre el
clero parroquial, y de Roma sobre los obispos. Segunda: el Estado y la Iglesia
modernos en Argentina se construyeron en mutua colaboración (aunque no sin
tensiones), en la medida en que ambos espacios de poder buscaron concentrar la
toma de decisiones y debilitar nichos de autoridad autónomos, que generalmente
poseían anclaje local. Desde esta perspectiva es posible desarrollar una
historia institucional de la Iglesia que entienda los cambios operados en la
segunda mitad del siglo XIX como una ruptura con formas tradicionales de
gobierno y como la imposición de un perfil sacerdotal diferente al del pasado.
Ello supone privilegiar la tensión entre intereses diversos dentro del clero y
desconfiar de relatos que presentan ese proceso en términos de armonía y
consenso. En este artículo estudio una serie de medidas tomadas por el obispo
Fr. Buenaventura Rizo Patrón en la diócesis de Salta (1861-1884) para
disciplinar a su clero y otorgarle un perfil acorde con las formas de la Iglesia
contemporánea.
Retomo aquí una hipótesis que me orientó en trabajos
anteriores: la restauración de la jerarquía diocesana en Argentina a partir de
la década de 1850 tuvo un doble efecto; por un lado erosionó lógicas locales de
gobierno eclesiástico y fortaleció un entramado institucional a nivel supraprovincial o nacional; por el otro lado puso en marcha
la construcción de una Iglesia más afín al modelo ultramontano que se difundió
por el mundo católico con fuerza durante la segunda mitad del siglo XIX[1].
Ello otorgó a la construcción institucional de la Iglesia argentina cierto
carácter ambiguo: porque si bien el fortalecimiento en las provincias de la
figura episcopal era sinónimo en parte del fortalecimiento de la autoridad
nacional que los nombraba haciendo uso del patronato, esos mismos obispos
manifestaban una fuerte adhesión al poder papal que se negaba, entre otras
cosas, a reconocer formalmente el patronato en manos de los gobiernos
argentinos.
En otros trabajos estudié la manera en que el poder nacional
se consolidó a través de las figuras episcopales. Eso ocurrió fundamentalmente
cuando el gobierno central pudo inclinar la balanza a favor de los flamantes
obispos en los conflictos que mantuvieron con el clero local al hacerse cargo
de las diócesis que les habían sido encomendadas. En esta ocasión me detengo en
la segunda parte de la hipótesis: el modo en que estos obispos, una vez
instalados al frente de las diócesis, se propusieron convertir el desarticulado
conjunto de parroquias mal atendidas que habían recibido en una estructura
eclesiástica más o menos coherente, atendida por un clero que pretendían disciplinado
y consciente del lugar que le tocaba ocupar en una sociedad que, según
entendían, se les presentaba cada vez más extraña y amenazante[2].
Estudio además algunas de las resistencias que ofrecieron los párrocos salteños
a esas medidas. Por último, reviso brevemente las circunstancias de instalación
de un seminario diocesano para evaluar el peso que tuvo el apoyo del Estado
nacional en ese proceso de construcción institucional de la Iglesia[3].
Reconstruir ese proceso para las cinco diócesis que ocupaban
el territorio argentino en el período 1850-1880 excedería el espacio disponible
para un artículo[4]. Por
ese motivo este trabajo se limita al obispado de Salta. Lo escogí, primero,
porque he estudiado en otros trabajos los conflictos que sacudieron esta
jurisdicción desde su creación en 1806; segundo, porque el proceso de
institucionalización que vivió a partir de 1860 es bastante sólido y contrasta
fuertemente con el período previo de desorganización, y tercero, porque los
documentos del Archivo de la Curia Eclesiástica de Salta están disponibles a la
consulta y ofrecen una buena cantidad de información para reconstruir este
proceso[5].
Para comprender el estado de desorganización en el que
encontramos la diócesis en 1860 es necesario reconstruir brevemente su
accidentada historia. El obispado de Salta había sido erigido sólo cuatro años
antes de la revolución de Mayo de 1810. Su territorio coincidía casi totalmente
con el de la Intendencia de Salta y abarcaba las jurisdicciones de Salta,
Catamarca, Tucumán, Santiago del Estero, San Ramón de la Nueva Orán, Jujuy y
Tarija. Su primer obispo, el cordobés Nicolás Videla del Pino, nunca pudo
gobernar la diócesis de manera efectiva. Inauguró su episcopado enfrentándose
con el deán Vicente Anastasio de Isasmendi y el canónigo José Miguel de Castro,
miembros de familias notables de Salta, que fueron afectados por la decisión
del obispo de diluir su poder (y sus congruas) en el Cabildo Eclesiástico
creando más dignidades de las que fijaba la Real Cédula de erección del
obispado[6].
Sin haber solucionado ese problema, el obispo Videla del Pino fue separado de
su diócesis por las autoridades revolucionarias bajo el cargo de espionaje.
Murió en 1819 desterrado en la ciudad de Buenos Aires, muy lejos de su sede
episcopal. Como las autoridades revolucionarias no eran reconocidas por la
Santa Sede, el Papa se negó a nombrar obispos para las diócesis rioplatenses
desde 1810. El obispado de Salta se gobernó a partir de allí con su pequeño
Cabildo Eclesiástico y con el Provisor que el Cabildo nombraba para
administrarlo.
Recién en la década de 1830 la Santa Sede comenzó a
intervenir con mayor frecuencia en la vida eclesiástica argentina. Esto se
debió a dos novedades. En política interna, el ascenso de Juan Manuel de Rosas
como gobernador de Buenos Aires y al mismo tiempo Encargado de Relaciones
Exteriores de la Confederación consolidó en el poder al partido federal, que se
mostró, al menos al comienzo, menos reticente a las iniciativas de la autoridad
romana[7].
Pero la novedad más importante se dio fuera del territorio argentino: en 1829
la Santa Sede destinó a Pietro Ostini a Río de
Janeiro para oficiar como nuncio frente a la corte imperial y con el encargo de
establecer relaciones con las “Repúblicas Españolas”. La instalación de un
nuncio en Sudamérica por primera vez en la historia acercó como nunca antes las
Iglesias rioplatenses a la autoridad romana[8].
Fue precisamente en la década de 1830 que el Papa comenzó a nombrar “Vicarios
Apostólicos” para gobernar las diócesis argentinas, todas vacantes desde la
década de 1810. La figura de Vicario Apostólico le permitía a Roma nombrar al
frente de las diócesis sacerdotes que habían sido recomendados por las
autoridades civiles, pero sin instituirlos como obispos propios (residenciales)
del obispado. Por ejemplo, José Agustín Molina, Vicario Apostólico de la
diócesis de Salta, no era obispo de Salta, sino de Camaco,
un territorio en la Anatolia oriental que se había perdido hacía siglos en
manos del Islam. La Santa Sede actuaba de esta manera para no reconocer en el
poder político argentino la potestad del patronato, es decir, la capacidad de
presentar a Roma el candidato que debía ocupar la diócesis como obispo
residencial[9]. Para
no privar a la feligresía de los bienes espirituales que sólo un obispo podía
otorgar (por ejemplo, el sacramento de la confirmación o la ordenación
sacerdotal), la Santa Sede otorgó a estos Vicarios Apostólicos las órdenes
episcopales al consagrarlos obispos in partibus infidelium[10].
Volvamos a la diócesis de Salta. En 1836 fue nombrado Vicario
Apostólico J. A. Molina, obispo in partibus de Camaco, como se dijo recién. Su gobierno fue corto. Murió
en 1838. Lo hizo sin haber solucionado las fuertes tensiones que agitaban a la
diócesis desde hacía años. El problema fundamental era que su territorio
incluía para ese entonces a las provincias de Salta (donde estaba la sede),
Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca y Jujuy. Cada gobierno provincial
quería gobernar como patrono su porción de la diócesis. De hecho, las
estructuras eclesiásticas copiaban parcialmente las autonomías provinciales:
cada provincia tenía su Vicario Foráneo, es decir, un sacerdote que gobernaba a
la Iglesia provincial como delegado de la autoridad de la diócesis. Esta
“federalización” del obispado de Salta llegó a su punto más alto en 1838.
Previendo su fallecimiento, Molina –que era tucumano y había tenido conflictos
constantes con el clero de Salta– trató de impedir que sus contrincantes gobernaran
toda la diócesis y delegó sus facultades de gobierno en los Vicarios Foráneos
de las provincias para que cada uno las ejerciera en su propia jurisdicción. Ello
provocó que su sucesor en el gobierno de la diócesis, nombrado por el Cabildo
Eclesiástico de Salta, fuera obedecido plenamente sólo en esa provincia. Ese era
el panorama cuando cayó Rosas y se promulgó finalmente una Constitución
Nacional en 1853, paso previo a la construcción del Estado Nacional.
Preocupado por dotarse de instituciones sólidas que reforzaran
su autoridad en todo el territorio argentino, el flamante gobierno nacional inició
conversaciones con Roma y consiguió que el Papa nombrara obispos residenciales
para las diócesis de Salta, Córdoba y Cuyo. Logró además que se creara un nuevo
obispado en el Litoral, separado de la diócesis de Buenos Aires en 1859[11].
Para la diócesis de Salta fue propuesto José Eusebio Colombres. En su muy breve
administración, Colombres, que era tucumano como Molina, tuvo serios problemas
para hacerse obedecer por el clero de Salta, que no lo reconocía como obispo
porque sus bulas de institución no llegaban de Roma (de hecho, murió antes de
recibirlas). Apoyado circunstancialmente por la autoridad pontificia, el
gobierno nacional amenazó con serias sanciones a los clérigos rebeldes y
consiguió que el obispo fuera respetado en su calidad de funcionario (así lo
consideraban las autoridades políticas argentinas) nombrado por el gobierno
Nacional. Sin embargo, poco pudo hacer Colombres luego de ser reconocido a
regañadientes por su clero porque murió en 1859, un año y medio después del
conflicto que acabo de mencionar[12].
Así, hasta 1861, año en que fue nombrado como obispo fr.
Buenaventura Rizo Patrón, ningún obispo había gobernado realmente la diócesis
de Salta desde su creación en 1806.
Rizo Patrón inauguraría un período de estabilidad inédito. Su
episcopado se extendió desde 1861 a su muerte en 1884[13].
En los primeros quince años de gobierno se dedicó a ordenar institucionalmente
la diócesis. En esa tarea, el intento de disciplinar al clero fue fundamental.
La fundación del Seminario Conciliar en 1874 puede considerarse la coronación
de esa primera etapa. A partir de ese año las disposiciones referidas a la
disciplina del clero se reducen significativamente. En proporción inversa, se
vuelven más frecuentes las manifestaciones contra los males del liberalismo y
el materialismo: la proliferación de sociedades masónicas, la difusión de
biblias protestantes y otras obras catalogadas como “mala lectura”, las
manifestaciones anticlericales en Buenos Aires y una posible orientación
laicista en el gobierno nacional hacia 1880. También se nota una mayor
presencia de expresiones en apoyo a las nuevas organizaciones laicales que se extendían
por el país, y de muestras de solidaridad y auxilio financiero al Sumo
Pontífice. Podría pensarse que el obispo Rizo Patrón se propuso primero
combatir las rémoras de la vieja Iglesia en el interior de su diócesis para
luego, con sus filas depuradas y ordenadas, presentar una batalla hacia afuera.
En el próximo apartado se repasa la situación del clero de la diócesis, y a
continuación las medidas que el obispo dispuso para ordenarlo durante esos
primeros quince años. En el tercero se exponen los obstáculos y conflictos que
encontró en esa labor.
El primer censo eclesiástico de este período fue impulsado a
nivel nacional en 1854 por Facundo Zuviría, Ministro de Relaciones Exteriores
del flamante gobierno de Justo José de Urquiza. En él se consultaba a las
autoridades de las diócesis sobre la cantidad y estado del clero, y sobre la
situación material de las Iglesias. Según este censo, en términos
cuantitativos, la provisión de sacerdotes en el obispado de Salta era sumamente
desigual por regiones. La provincia de Salta contaba con la densidad más alta de
toda la Confederación (aproximadamente un sacerdote cada 763 habitantes),
mientras que la de Santiago del Estero era la provincia peor provista de la
Argentina, con un sacerdote cada 4930 almas. El promedio en toda la diócesis,
sin embargo, no era catastrófico: se contaba con un sacerdote cada 1454
habitantes[14]. La
estructura parroquial del obispado era la más sólida de la Confederación.
Contaba con 54 curatos, sobre un total de 108 para las cuatro diócesis[15].
Casi todas estaban servidas por párrocos interinos, esto supone que no habían ganado
un concurso para ocuparlas[16].
Pero si bien estos números eran más que aceptables en el contexto argentino, en
lo que hace a la calidad, tanto de clérigos como de templos, el obispado
salteño no superaba la mediocridad general del país. Según Escolástico Zegada,
Vicario Foráneo de Jujuy y miembro relevante del clero diocesano, los párrocos
nada atienden menos que su
ministerio; pero lo más lamentable, la predicación del Evangelio, el deber más
urgente, más sagrado y más indispensable que debe cumplir todo párroco en todos
los domingos y fiestas del año, se halla en desuso generalmente[17].
Denunciaba además que en Jujuy el gobierno provincial había
establecido las “misas del gobierno” que no respetaban las formas del ritual
romano y eran obligatorias para los funcionarios públicos. Frente a esa
competencia, nada podía hacer Zegada: a su iglesia sólo concurrían algunas
pocas mujeres. Deslegitimado por el gobierno provincial, no conseguía el Vicario
que los curas rurales oficiaran misa. El Vicario Foráneo de Santiago del Estero
también denunciaba falta de idoneidad en los párrocos de su provincia[18]. Los feligreses de las
parroquias tucumanas reclamaban con frecuencia a las autoridades de la diócesis
que sus párrocos incumplían sus deberes pastorales, llevaban una vida disipada
y, lejos de ejercer su ministerio con espíritu apostólico, lucraban con sus
sagradas funciones[19].
De los hábitos que preocupaban a las autoridades diocesanas a
comienzos de la década de 1860, el de la participación del clero en asuntos
mundanos fue el que primero se propusieron atacar. Incluso antes de que Rizo
Patrón se hiciera cargo del obispado, el Provisor Isidoro Fernández (que
gobernaba en nombre del obispo) emitió un auto prohibiendo a los clérigos la asistencia a los “cafeces”, casas de juego y teatros. Se prohibía también su
participación en toda actividad política. Tomaba esta disposición atendiendo a
las denuncias que muchos feligreses habían presentado contra sacerdotes que
visitaban los cafés y billares, donde jugaban por dinero y “toma[ba]n parte en los mas acalorados
corrillos de partidos políticos manifestando publicam.e
exaltadas opiniones”. Esos comportamientos, observaba, además de ser
impropios del orden sacerdotal y estar prohibidos, les sacaban tiempo de
estudio de las cosas sagradas, que no poca falta les hacía a los clérigos de la
diócesis[20].
Esta disposición no parece
haber sido obedecida a rajatabla, porque el obispo Rizo Patrón debió reiterarla
cuatro años después en un auto que sumaba otras disposiciones sobre la
disciplina del clero. En efecto, además de insistir en la prohibición de
participar en partidos y luchas políticas, la nueva norma mandaba a los
sacerdotes que vistieran siempre en público el hábito talar para hacer claro su
carácter sagrado y marcar su diferencia con la población seglar. Por último,
atacaba otro punto fundamental de la indisciplina sacerdotal: las frecuentes
ausencias de párrocos y vice párrocos en sus curatos. El obispo mandaba,
entonces, que los sacerdotes afectados a la cura de almas residieran en sus
curatos y no se ausentaran ni por tres días sin aprobación del Obispo, su
Vicario General o el Vicario Foráneo de su provincia. Es decir, se trataba de
encuadrar a los sacerdotes dentro de sus jurisdicciones para evitar que con sus
ausencias descuidaran la labor pastoral. La necesidad de permiso de los
superiores tendía además a fortalecer la obediencia a la autoridad[21].
Como han señalado ya otros trabajos, se trataba de aplicar el modelo
tridentino, que en las Iglesias rioplatenses nunca se había logrado imponer completamente[22].
Una vez fijados a su
jurisdicción, los clérigos de la diócesis debían ser instruidos en el modo de
recurrir a la autoridad. En un auto de enero de 1867 el obispo observaba que
clérigos y feligreses solían dirigirse sin orden y sin respetar formas y
jerarquías a la audiencia episcopal con sus consultas y problemas. Ello
obstaculizaba la resolución de los asuntos y volvía el gobierno de la diócesis
sumamente engorroso. Para ordenar el flujo burocrático el auto disponía: A) Que
todas las peticiones que se hicieran desde las provincias o distritos donde
hubiera un Vicario Foráneo se tramitaran por medio de dicho vicario. Éste debía
saber si podía resolver por sí mismo las peticiones o enviarlas a la audiencia
episcopal con el informe que requiriera el caso. B) Cada Vicario Foráneo debía
tener un apoderado permanente en la ciudad de Salta para seguir los casos. C) La
secretaría del obispado sólo comunicaría los despachos a los apoderados. Así se
buscaba reforzar la
estructura piramidal de la diócesis. La intención era colocar a los párrocos en
dependencia directa de los Vicarios Foráneos y hacer a éstos responsables de la
marcha administrativa en sus provincias. Además, simplificaba los trámites a
través de apoderados residentes en la sede[23].
A la vez de adiestrar al clero en la disciplina necesaria
para funcionar dentro de la estructura de la diócesis, era necesario que supiera
responder a las necesidades espirituales de su rebaño. Las falencias en este
sentido parecen haber sido graves. En primer, lugar se intentó instruir al
clero en la predicación y enseñanza de la doctrina católica. Tan pronto como en
1862 el provisor Isidoro Fernández restablecía la obligatoriedad para los
clérigos de asistir a las conferencias morales, que habían sido interrumpidas,
según manifestaba, por el clima de guerra e inestabilidad de las décadas
pasadas[24].
Poco después, el obispo recordó a los párrocos que tenían la obligación de
predicar a sus feligreses todos los días festivos, explicándoles la doctrina
católica[25]. Al
parecer, la forma en que lo hacían no era satisfactoria, y los sacerdotes no
manifestaban la intención de perfeccionarse, porque en enero de 1863 Rizo
Patrón estimó conveniente emitir un auto donde volvía a reglamentar la
asistencia obligatoria a las conferencias morales. En esta oportunidad, la
actividad estaba mucho mejor pautada. En la catedral y en las capitales de
provincia se daría una lección de teología moral todos los miércoles desde
cuaresma hasta el domingo de pascua. Las lecciones serían obligatorias para
todos los sacerdotes, seculares y regulares, residentes en la diócesis. Allí se
les presentarían a los asistentes situaciones hipotéticas que involucraban
problemas de índole moral y religiosa que deberían resolver, a modo de
ejercicio. Las reuniones serían presididas por un eclesiástico nombrado
anualmente por el obispo. El presidente debía controlar la asistencia del clero
e informar sobre su disciplina. Además, serían instruidos los sacerdotes en el
uso del Breviario, del Misal y del Ritual Romano, y en la “práctica de las ceremonias de la
misa rezada, cantada con Diáconos y sin ellos, y demás funciones y oficios del
Sacerdote.” De toda
esta actividad se llevaría un libro de actas que sería sometido al control del
obispo en sus visitas[26].
En tanto la labor del cura
párroco no se limitaba a la predicación y guía espiritual de su rebaño, sino
que también era la autoridad designada para formalizar momentos clave de la
vida social e individual en la comunidad como el bautismo, el matrimonio y los
entierros, era necesario que cumpliera esa labor de manera adecuada. No ocurría
así en la diócesis de Salta. En abril de 1867 un nuevo auto de Rizo Patrón
comenzaba advirtiendo el:
descuido
verdaderamente lamentable de algunos curas acerca de la averiguacion,
que deben hacer previamente á la celebracion
de los matrimonios, y acerca del modo de llevar con metodo
zencillo, claro y en conformidad á las prescripciones
del derecho los libros parroquiales…[27]
En pocas palabras: los
sacerdotes no sabían completar los formularios establecidos por la norma para
registrar los matrimonios, y además no se tomaban el trabajo necesario para
averiguar si los contrayentes estaban habilitados para hacerlo. Por eso
disponía, en primer lugar, simplificar el modo en que se asentaban los
matrimonios en los libros parroquiales. Para facilitar todavía más el trabajo a
los sacerdotes, se distribuirían en todas las parroquias formularios impresos
para que sólo tuvieran que completar los espacios en blanco con los nombres de
los involucrados. Además, se exigía a los párrocos que realizaran las
averiguaciones necesarias para certificar la soltería de los futuros cónyuges y
su capacidad para contraer matrimonio. La disposición también alcanzaba a los
Vicarios Foráneos, a quienes instaba a ser cuidadosos con las dispensas,
otorgándolas sólo en los casos en que estuvieran habilitados para ello.
Todavía en 1869 había aspectos
de la vida parroquial que los curas parecían no tener claras. En el auto más
extenso de los conservados en el Archivo para este período, el obispo Rizo
Patrón se propuso reglar en 49 artículos la actividad de los párrocos, tanto en
aspectos litúrgicos, como en materia de disciplina y administración. Muchos de
los artículos repiten disposiciones de autos anteriores que ya hemos reseñado.
Así ocurre con la prohibición de participar en la vida política, la
prescripción de la vestimenta adecuada o la obligatoriedad de asistir a las
conferencias morales. En otros casos, los artículos recuperan disposiciones muy
antiguas, de la época de la colonia, como la obligación de oír confesión
impuesta a los clérigos por el obispo Moscoso en 1792[28].
Se trata, en suma, de un reglamento para el ejercicio del ministerio
parroquial. Es interesante advertir que éste, que es el más detallado y amplio,
es también uno de los últimos autos que apuntan a regularizar la labor de los
párrocos en la diócesis. Finalmente, con el propósito de unificar la normativa
que se había acumulado a lo largo de los años en la jurisdicción eclesiástica salteña,
el obispo compiló y editó un Repertorio eclesiástico
del obispado de Salta (Tucumán, 1875) en el que incluyó las
disposiciones que aquí hemos reseñado y muchas de sus antecesores. Como se
anticipó en la introducción, el contenido de las disposiciones que le siguieron
fue tomando otro sentido, más atento a la situación de la religión católica en
el contexto político local e internacional.
No es de extrañar que todas
estas medidas hayan causado incomodidad en el clero de la diócesis. En el
archivo de la Curia Eclesiástica se conservan los rastros de algunas de las
resistencias y conflictos que desencadenó esta política disciplinadora.
Más arriba, cuando repasamos brevemente la historia del obispado, señalamos
que, hasta mediados del siglo XIX, la autoridad episcopal no había logrado
hacerse obedecer con facilidad ni siquiera por los miembros del Cabildo
Eclesiástico, que se suponía debían ser sus inmediatos colaboradores en el
gobierno de la diócesis. El antecesor de Rizo Patrón, José Eusebio Colombres,
había despertado la rebelión del alto clero salteño cuando le ordenó realizar
ejercicios espirituales, a la espera de obtener docilidad y subordinación a la
figura del obispo. No lo consiguió. Los canónigos no sólo se negaron a
concurrir a los ejercicios, sino que directamente desconocieron la legitimidad
de Colombres. Como vimos, fue gracias a la intervención del gobierno nacional y
la confirmación de la Santa Sede que el Cabildo Eclesiástico se subordinó al
obispo[29].
Para la década de 1860 el
conflicto con el Cabildo Eclesiástico parecía estar superado, pero el clero
diocesano estaba lejos de la obediencia que se proponía el obispo.
Frecuentemente esa falta de disciplina se manifestaba como una resistencia
pasiva a abandonar viejas prácticas. La insistencia en la prohibición de
participar en disputas políticas pone en evidencia que no estaba dando
resultado[30]. En
otras ocasiones los párrocos se declaraban abiertamente en desacato. Cierto es
que no son numerosas estas reacciones. Quizás la más seria se dio durante la
visita del obispo a la provincia de Catamarca en 1865[31].
Al dar aviso de su llegada al párroco de Choya, Facundo Pedraza, el obispo recibió
como respuesta una serie de notas “irrespetuosas e injuriosas”. Rizo Patrón,
temiendo que el párroco rebelde abandonara su iglesia y frustrara la visita
episcopal, pidió el auxilio de la autoridad provincial para que detuviera al
sacerdote y asegurara de esa forma la labor del obispo. La sanción eclesiástica
fue dura: como se trataba de un cura interino, el obispo lo suspendió como
párroco de Choya y encargó al Vicario Foráneo la administración del curato[32].
No
siempre las resistencias que debió vencer el obispo implicaron una
desobediencia pasiva o una confrontación abierta. En ciertos casos, ocurría que
simplemente los párrocos no sabían cómo hacer su trabajo o al menos no
consideraban necesario hacerlo siguiendo tan estrictamente las normas. Esa ignorancia
o desidia podía encontrarse aún entre los más notables eclesiásticos de la
diócesis. Fue lo que ocurrió con Escolástico Zegada[33]. En su visita de 1866 a Jujuy
el obispo encontró, con escándalo, que el Vicario Foráneo y personalidad
pública, Escolástico Zegada, llevaba los libros de la parroquia sin atender a
las prescripciones de anteriores autoridades diocesanas y, peor todavía, sin
guardar siquiera las normas del Ritual Romano[34].
El obispo se sorprendió, además, al comprobar que su antecesor al frente del
obispado, el Vicario Capitular Isidoro Fernández, no había llamado la atención
a Zegada por esa irregularidad. Rizo resolvió apercibir a Zegada y ordenarle
que rehiciera los libros mal confeccionados en un plazo de seis meses.
Dada
la importancia del amonestado, el asunto rápidamente alcanzó estatus público e
involucró al poder político jujeño, que apoyó al párroco frente a la autoridad
episcopal. El periódico jujeño El Orden
(editado por el sobrino de Zegada, Macedonio Graz) salió a la defensa de su
párroco. En respuesta, el secretario del obispado Rainerio
Lugones publicó un Manifiesto para
discutir al periódico, que fue seguido por otro folleto de Zegada y éste, a su
vez, por uno nuevo del secretario[35].
No era novedoso que este tipo de conflictos tuviera repercusión más allá del
ámbito eclesiástico. Ese desborde de los asuntos eclesiásticos hacia la
política (y viceversa) era una de las características de la Iglesia posrevolucionaria
con que el obispo quería acabar. Sin embargo, y a pesar de la relevancia social
del apercibido y del interés de ambas partes en justificar sus posiciones en el
espacio público, en esta ocasión el conflicto se dirimió dentro del ámbito
eclesiástico y según los principios promovidos por el obispo.
No
se trató de una victoria sin resistencias. En los escritos con que Zegada
intentó ganar el apoyo de la opinión, la figura del buen párroco con la que se identificaba
todavía era pensada en clave notabiliar. Si había
descuidado las minucias formales de la burocracia parroquial era porque
ocupaciones más nobles y útiles para su localidad lo habían reclamado:
He atendido personal y constantemente la doctrinacion, confesion y comunion de los encarcelados, y de los destinados a la
milicia como que son los que mas necesitan esos ausilios. Emprendí tambien la construccion y fundacion de un
Hospital y de un Colegio de Huerfanas, que no habia en esta Ciudad; la reedificacion
del estinguido Convento de San Francisco, y traida de Misioneros europeos, y otras muchas atenciones q.e seria cansado detallar[36].
En
este registro, dedicó varias páginas de su descargo público a destacar la
importancia que se le había otorgado a su más importante obra como sacerdote:
la redacción de un catecismo que había sido costeada en su segunda edición por
el gobierno nacional[37].
La
respuesta del secretario de la diócesis es coherente con el perfil de párroco
que intentaba imponer su obispo. Frente a la lista de servicios prestados a la
comunidad por Zegada, Lugones respondía sencillamente
que “…todos [los curas] tienen las confesiones,
la predicacion, el catecismo, etc.”
como obligaciones, y no por ello dejaban de llevar adecuadamente los libros
parroquiales. Si no se dedicaban a predicar escribiendo sus propios textos es
porque ya había catecismos con los que se podía realizar esa tarea. Claro que era
muy bueno que los sacerdotes se dedicaran a redactar catecismos, pero “…cuando no perjudica al cumplimiento de las obligaciones”[38].
Más
allá de las razones ofrecidas por la curia para exigir el cumplimiento del
Ritual Romano, que apuntaban a la necesidad de contar con datos fidedignos para
evitar la celebración de actos que a la postre resultaran nulos, podemos
sospechar que lo que buscaba en este caso el obispo era imponer a todos sus
párrocos la disciplina a través de las formas; particularmente a aquellos que,
en razón de su capital social, podían disputarle alguna cuota de autoridad. La
importancia de las prácticas formales como disciplinadoras
salta a la vista si se considera, como observó el propio Zegada en su defensa,
que no era lógico rehacer los libros parroquiales de manera adecuada, porque el
argumento con el que se había cuestionado el modo del párroco jujeño era que esa
novedad obviaba información sustancial para otorgar legitimidad, por ejemplo, a
los matrimonios. Aceptado ese argumento, razonaba Zegada, era inútil adaptar
los libros mal confeccionados a las formas del Ritual porque de todos modos la
información que no se había registrado en su momento, ya no podía recuperarse.
El secretario no consideró necesario responder en este punto. El párroco debía
obedecer y las formas dispuestas por la autoridad debían respetarse[39].
Mientras
que en su argumentación pública Zegada consideraba que las faltas formales en
las que había incurrido como párroco eran dispensables frente a la labor
benéfica que había desplegado como sacerdote notable, en su alegato judicial
también se mostraba apegado a lógicas tradicionales. El argumento del
representante de Zegada ante el tribunal eclesiástico era que Rizo Patrón no
podía reprobar lo actuado en la visita anterior del Vicario Capitular Isidoro
Fernández (que había aprobado los libros), porque reprobar era como castigar y
sólo un superior puede castigar a un inferior. Zegada y su apoderado
consideraban que el obispo Rizo Patrón no poseía más autoridad que el Vicario
Capitular en Sede Vacante, cuya autoridad había sido delegada por el Cabildo
Eclesiástico. La respuesta del Fiscal Eclesiástico es una muestra cabal de que
los tiempos habían cambiado.
El Fiscal juzga que es insostenible esta
opinión… fundándose en que el Vicario Capitular es un oficial del Capítulo en
Sede Vacante, un administrador de la Diócesis, que ejerce la jurisdicción
ordinaria del Obispo sucesor, y que entra este en el ejercicio de sus
respectivas funciones como tal, esto es y no más. ¿Y no repugna al buen
sentido, que un oficial del Capítulo esté en igual condición que un Obispo
puesto por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios que adquirió con su
sangre? ¿Qué un Vicario del Capítulo, cuya jurisdicción emana de un
principio puramente humana (sic), cual es el derecho eclesiástico puesto en
ejercicio para su creación, con la del Obispo que nace inmediatamente de la augusta
y eternal (sic) fuente del derecho Divino? No, esto es inconcebible.[40]
Subyacía
en los argumentos del fiscal una eclesiología que entendía que el poder descendía
en la estructura jerárquica de la Iglesia: de los obispos a su clero. La
defensa de Zegada, por el contrario, se asentaba en una concepción ascendente
del poder: la autoridad delegada por Cristo en su Iglesia estaba expresada
originariamente en el clero de cada diócesis, representado por su Cabildo
Eclesiástico[41].
Por
otro lado, de nada valían ya las viejas estrategias coloniales que buscaban en
la excepción y en la interpretación de la norma modos de ejercer cierta
autonomía a pesar de las estructuras jerárquicas[42].
Ese camino había intentado recorrer el representante de Zegada al señalar que
en las anteriores visitas los gobernadores de la diócesis habían sabido interpretar
con
justicia las leyes de disciplina eclesiástica, según el principio de
indulgencia y de caridad impreso en el fondo de la iglesia cristiana por su
divino fundador, y en virtud del cual, el poder de cumplir o no con alguno de
los deberes religiosos, queda reservado al juicio supremo del que vé en los más íntimo del corazon
de cada individuo.[43]
No
conmovieron estas razones al secretario del obispo, ni al fiscal de la
diócesis, quienes dejaron bien claro que un Vicario Capitular no solo no podía
derogar una norma dada por el Sumo Pontífice (tal era el caso del Ritual Romano
no observado por Zegada), sino que ni siquiera tenía autoridad para dispensar
el cumplimiento de esa norma[44].
Pero
eso no era todo, el principio de la autoridad descendente se conjugaba con el
acento puesto en la obediencia a la norma por sobre el imperio de la justicia
entendido éste como respeto a derechos adquiridos o al gobierno de la costumbre.
Ya en plan de tratadista, el fiscal afirmaba que el respeto al poder normativo
era esencial para el avance de la sociedad, y sería absurdo que una autoridad
posterior no pudiera modificar lo dispuesto por la anterior, cuando lo anterior
no era bueno[45].
Este sistema de tolerancia traería
gravísimos inconvenientes a la marcha progresiva de la sociedad; porque los
magistrados estarían con las manos atadas para el adelanto y progreso de los
pueblos, y vendrían a ser desde luego unos verdaderos retrógrados; siendo
impotentes para corregir y castigar lo malo que encontraren en su advenimiento
a la magistratura.[46]
Autoridad
y cambio eran las claves de la política eclesiástica en la diócesis de Salta.
Esa autoridad ya no era la del juez, sino la del legislador.
Aunque
Zegada hizo uso de argumentos cercanos a concepciones galicanas durante el
juicio, no echó mano a las herramientas jurídicas que esa doctrina le ofrecía.
En efecto, su estrategia no incluyó la utilización del recurso de
fuerza, que le habría permitido apelar la medida del obispo ante los
tribunales provinciales, donde su figura de notable tendría sin dudas más peso
que la de párroco[47].
No sabemos qué motivos tuvo para evitar ese recurso, pero en los hechos esto
significó que Zegada se sometió institucionalmente como un cura más a la
autoridad del obispo. Además, a lo largo de las 54 páginas de su Satisfacción al público el jujeño dirigió sus dardos sólo al
secretario del obispado, Rainerio Lugones, autor de
los escritos con los que discutía y nunca cuestionó a Rizo Patrón[48].
En definitiva, Zegada aceptó jugar en el escenario que el obispo estaba
construyendo: el de una institución cuyas autoridades y normas bastaban para
dirimir los conflictos que se suscitaran en su interior.
Es
claro que esta legislación se volvería más efectiva si se renovaba el plantel
eclesiástico de la diócesis. Para tal cometido era fundamental abrir un
seminario conciliar donde los sacerdotes no sólo se formaran en la recta
doctrina sino que adquirieran las costumbres ejemplares que debía encarnar un
hombre consagrado al sagrado ministerio. La creación del seminario era una de
las tantas cuentas pendientes que tenía la precaria estructura diocesana
salteña con el modelo tridentino[49].
Hasta ese momento, los aspirantes al sacerdocio recibían su formación en las escuelas
conventuales o en las universidades. Las primeras no escapaban a la decadencia
general sufrida en esas décadas por el clero regular, en las segundas, los
aspirantes al sacerdocio convivían con estudiantes seglares que no tenían
intención de ingresar al clero y eran formados además en las doctrinas
eclesiológicas galicanas que los obispos reformadores combatían. Los
seminarios, en cambio, eran establecimientos donde estudiaban y vivían –“en el retiro de los halagos y distracciones del siglo”– solamente
aquellos destinados al sacerdocio[50].
Sus planes de estudio, sus docentes y –no menos importante– las reglas que regían
la vida cotidiana eran definidos y estaban bajo el control directo del obispo.
La intención era crear todo un dispositivo que cincelara “mas con el
ejemplo que con la palabra” los hábitos del sacerdote, diferenciado
del mundo y obediente a la Iglesia y sus autoridades[51].
Con este horizonte Rizo intentó poner en marcha un seminario diocesano en 1863.
Financió su instalación con dinero de su propio patrimonio, donaciones particulares
y de los gobiernos provinciales de la diócesis. Llegó a dictar unas
constituciones y nombrar a las autoridades. En su constitución, la disciplina
de los alumnos está pautada hasta en los mínimos detalles y toda ella está
orientada a separar al futuro sacerdote del espacio mundano. Los seminaristas
vivirían aislados de la sociedad; tendrían esporádicas salidas al exterior, que
serían siempre colectivas y vigiladas por superiores; vestirían además de forma
diferente y vivirían con ritmos diferentes, en un ciclo diario pautado por la
oración y el estudio[52].
En
este primer intento, el establecimiento no funcionó porque el obispo se trabó
al mismo tiempo en un fuerte conflicto con el gobernador de Salta, que
pretendía remover a un párroco defendido por Rizo. En la disputa, el rector del
seminario fue encarcelado por el gobierno provincial y todo apoyo oficial fue
negado a la casa de estudios[53].
Algo similar ocurrió en el mismo año de 1864 en Catamarca. Allí Rizo pretendió
reformar el plan de estudios de un colegio, antes perteneciente a la orden
mercedaria, donde algunos alumnos se formaban para el sacerdocio. Cuando los
estudiantes recibieron la noticia y conocieron las características del nuevo
plan de estudios, se rebelaron y recurrieron al auxilio del gobernador de esa
provincia. El poder político –que disponía sobre el colegio porque cubría sus
gastos– escuchó los reclamos, tomó el control del colegio e impidió que se
hicieran los cambios que proponía Rizo[54].
Otro proyecto se había insinuado en Jujuy donde al parecer Zegada pensaba traer
a los padres lazaristas para fundar un seminario y había pedido para ello
autorización y licencia al obispo[55].
Sin embargo, no he dado con otras noticias sobre este proyecto. Finalmente, esa
pieza clave de la reforma encabezada por Rizo Patrón fue sólo posible gracias
al apoyo del Estado Nacional que, por una ley sancionada en 1873, comenzó a
sostener económicamente los seminarios a través de becas otorgadas a sus
estudiantes. Hasta ese momento, los intentos de fundar y mantener en
funcionamiento una casa de formación de sacerdotes digna del proyecto general
del obispo no habían logrado superar dos escollos fundamentales: la falta de
fondos y la tendencia de los gobiernos provinciales a intervenir en la vida
eclesiástica local.
Aunque
no podemos afirmar que la tarea de disciplinamiento consiguió completamente su
objetivo durante el episcopado de Rizo Patrón, permítasenos ofrecer un indicio
del éxito, al menos parcial, de esa política. En
1884, el obispo salteño se pronunció públicamente en contra de la ley nacional
de Educación Común (nro. 1420), que acababa con la educación católica
obligatoria y costeada por el Estado en las escuelas de jurisdicción federal.
Al parecer, el clero de su diócesis no lo dejó solo. La actividad clerical en
contra de la ley parece haber sido tan intensa que motivó por parte de la
prensa favorable a la disposición una queja ante el obispo[56].
Pedían estos periódicos que Rizo Patrón hiciera respetar la prohibición que él
mismo había impuesto a los sacerdotes de participar en debates políticos. No es
sorprendente que, en esta ocasión, el obispo haya considerado que la
prohibición no debía regir. Argumentó el prelado que los sacerdotes contrarios
a la ley no se habían inmiscuido en una puja política, sino que se habían
limitado a recordar a los padres el deber de educar cristianamente a sus hijos[57].
En definitiva, no creyó necesario
sancionar la participación de su clero en el debate público porque, en esta
oportunidad, lejos de resultar una amenaza para la autoridad diocesana o una
desviación del modelo eclesiástico deseado, los párrocos actuaban en
consonancia con el obispo. Aún debemos seguir
investigando el proceso de construcción eclesiástica de las diócesis argentinas
para explicar satisfactoriamente cómo se dio ese tránsito de un clero que
encontraba en la política su espacio de autonomía frente a la jerarquía
eclesiástica, a otro disciplinado que entendía su participación en la arena pública
como la de un soldado de la Iglesia.
Al
respecto, es interesante advertir que en ese proceso el Estado Nacional fue un
actor fundamental. Primero apoyando la autoridad episcopal, no sólo porque,
en tanto patrono, cubría su subsistencia
económica, sino porque además había volcado durante la década de 1850 su
autoridad a favor del obispo en los conflictos que había mantenido con el alto
clero salteño. Las condiciones de estabilidad política que se fueron imponiendo
a partir de 1860, una vez que Buenos Aires se sumó al Estado Nacional, hicieron
posible además que el obispo se abocara a la construcción institucional de la
diócesis sin mayores sobresaltos. Finalmente, el sustento material que le
otorgó la Nación al Seminario Conciliar fue indispensable para la educación de
un clero diocesano que en el futuro necesitaría ser menos controlado que durante
la trabajosa década de 1860, porque desde su formación los nuevos sacerdotes
sabrían cuál era el lugar que debían ocupar en la estructura eclesiástica.
Aunque
aquí se ha tomado sólo el caso de una diócesis, su comparación con las reformas
ultramontanas de las iglesias de Brasil y Chile puede ofrecer un horizonte fructífero
para continuar el estudio del proceso en los demás obispados argentinos. En esos
países los obispos reformadores también contaron con el apoyo imprescindible de
sus gobiernos. En Brasil, la posición conservadora en política que sostenía el
clero ultramontano le valió la preferencia del Emperador Pedro II en su intento
de consolidar el poder frente a tendencias republicanas y confederativas que
habían amenazado a la monarquía durante las primeras dos décadas del Imperio[58].
En Chile, Rafael Valdivieso, el gran arzobispo reformador, había sido el
candidato del gobierno conservador en 1847 frente al preferido del Cabildo
Eclesiástico, Juan Francisco Meneses, más afín a los modos tradicionales del
gobierno eclesiástico, que fortalecían al alto clero local[59].
En razón de estas coincidencias se hace más comprensible la débil resistencia
(cuando no anuencia) de la curia romana y del clero ultramontano local frente
al uso del patronato por parte de los gobiernos nacionales. Coyunturalmente fue
una herramienta útil a unos y otros.
No
obstante, hay diferencias que vale la pena notar. En Brasil, los obispos
reformadores contaron con la colaboración de órdenes religiosas como los
lazaristas, los capuchinos y los jesuitas para implementar sus reformas,
particularmente en la puesta en marcha de los nuevos seminarios[60].
En Chile, donde se aplicó con decisión –al igual que en Salta– la política de fijar el cura a su parroquia como forma de
disciplinamiento en un proceso que Sol Serrano denomina territorialización
y burocratización de la Iglesia, el arzobispo contó con un cuerpo curial
bastante amplio y eficiente. La autoridad diocesana salteña, por su parte,
parece no haber gozado de arbotantes institucionales tan sólidos. Quizás esto
explique la importancia que siguió teniendo el apoyo estatal para los obispos
argentinos en las últimas décadas del siglo XIX. Ese vínculo no impidió, por
cierto, que las autoridades diocesanas se involucraran en conflictos a veces
ásperos con el poder civil, pero a pesar de la virulencia coyuntural que
tuvieron esas disputas, el horizonte de la ruptura parecía improbable y, quizás,
menos deseable para las jerarquías argentinas que para sus vecinas de Chile o
Brasil[61].
Recibido:
11/10/2016
Aceptado:
23/03/2017
REFORMA ULTRAMONTANA Y
DISCIPLINAMIENTO DEL CLERO PARROQUIAL. DIÓCESIS DE SALTA 1860-1875
Se estudian las medidas tomadas por el obispo Fr.
Buenaventura Rizo Patrón en la diócesis de Salta (1861-1884) para reformar el
clero diocesano según un modelo ultramontano de Iglesia. Se analizan, además, algunas
de las resistencias que ofrecieron a esas medidas sacerdotes formados en
modelos galicanos y habituados, al calor de la política posrevolucionaria, a
prácticas menos institucionalizadas. Se evalúa en este proceso el peso que tuvo
el apoyo del poder político para llevar adelante esas reformas.
Palabras clave: Salta – Siglo XIX – Historia eclesiástica – Ultramontanismo –
Iglesia Católica
Ignacio Martínez
ULTRAMONTANE
REFORM AND DISCIPLINATION OF THE PARISH CLERGY. DIOCESE OF SALTA 1860-1875
Abstract
This article studies the measures taken by Bishop Fr.
Buenaventura Rizo Patron in the diocese of Salta
(1861-1884) to reform the diocesan clergy according to ultramontane model of
Church. It also discusses the resistance offered to those measures by priests
trained under a gallican model and accustomed to take
part -in the heat of the post-revolutionary politics-. to less
institutionalized practices. The importance of the National Government support
to carry out these reforms is also studied.
Keywords: Salta – 19th Century – Ecclesiastical History – Ultramontanism – Catholic Church.
Ignacio Martínez
*
Universidad Nacional de Rosario, Facultad de Humanidades y Artes, IECH - CONICET,
Rosario, Argentina. martinez@iech-conicet.gob.ar
[1]
Martínez, Ignacio, Una nación para la iglesia
argentina. Construcción del estado y jurisdicciones eclesiásticas en el siglo
XIX, Academia Nacional de la Historia - Dunken,
Buenos Aires, 2013. Martínez, Ignacio, "Nuevos espacios para la
construcción de la Iglesia: Estado nacional y sectores ultramontanos en la
Confederación Argentina, 1853-1862", en Quinto Sol,
vol. 19, núm. 3, Santa Rosa, La Pampa, 2015, en prensa.
[2]
Las primeras pistas para estudiar este proceso en Argentina están en Di Stefano, Roberto y Zanatta, Loris, Historia de la Iglesia argentina, Grijalbo-Mondadori,
Buenos Aires, 2000. Para
pensar estos temas me fue muy provechoso el análisis del
caso brasileño hecha por Santirocchi, Italo Domingos, Questão de consciência: Os ultramontanos no Brasil e o regalismo do segundo reinado (1840-1889), Fino
Traço Editora, Rio de Janeiro, 2015.
[3]
Han escrito en general sobre la relación entre construcción de la Iglesia y
construcción del Estado en Argentina Di Stefano, Roberto y Zanatta, Loris, 2000, Ob Cit.; Di Stefano, Roberto, "Sobre liberalismo y
religión: rentas eclesiásticas y presupuesto de culto en el Estado de Buenos
Aires (1852-1862)",en Almanack, núm.
5, 2013, [en línea]:http://www.almanack.unifesp.br/index.php/almanack/article/view/982
[Consulta: 19/07/14], Lida, Miranda, "Una Iglesia a la
medida del Estado: la formación de la Iglesia nacional en la Argentina,
(1853-1865)", en Prohistoria, núm.
10, Rosario, 2006, pp. 27-46.
[4]
El esquema jurisdiccional cambió a lo largo de esos treinta años. Cuando
comenzó el proceso de unificación constitucional en Argentina, en 1852, sus
diócesis eran: Buenos Aires, Córdoba, Cuyo y Salta. La provincia de Buenos
Aires no reconoció a las autoridades constitucionales de la Nación sino hasta
1862. Por eso el gobierno nacional, radicado provisoriamente en la provincia de
Entre Ríos, gestionó un nuevo obispado con sede allí, denominado del Litoral o
Paranaense (porque su sede era la ciudad de Paraná). Esa nueva diócesis se creó
en 1859.
[5]
Para el período previo ver: Martínez, Ignacio, "El general, el obispo y
sus 'émulos'. Conflictos de intereses y jurisdicciones en la diócesis de Salta
durante la revolución", en: Caretta, Gabriela y Zacca, Isabel (ed.), Para una historia de la
iglesia. Itinerarios y estudio de casos, CEPIHA - UNSa, Salta, 2008,
pp. 213-224; Martínez, Ignacio, "Otro 'obispo' con problemas en Salta. El
tortuoso gobierno de José Eusebio Colombres como primer 'obispo de la Nación'
en la diócesis salteña. 1855-1857", en: Folquer,
Cynthia y Amenta, Sara (ed.), Sociedad,
cristianismo y política. Tejiendo historias locales, Universidad del
Norte Santo Tomás de Aquino, Tucumán, 2010, pp. 503-527. Del Archivo de la
Curia Eclesiástica de Salta (en adelante ACE Salta) consulté para este trabajo
el Libro de Autos (1860-1893) y el libro de Seminario Conciliar I (1826-1914).
[6]
El incidente fue reconstruido por Bruno,
Cayetano, Historia de la Iglesia en Argentina. Vol. VII,
Don Bosco, Buenos Aires, 1971, pp. 175-182 y por Sánchez Pérez, Emiliano,
"Destierro injusto del primer Obispo de Salta", en: Caretta, Gabriela y Zacca, Isabel
(ed.), 2008 Ob. Cit., pp. 225-241.
[7] Di Stefano, Roberto, "El laberinto religioso de
Juan Manuel de Rosas", en Anuario de Estudios
Americanos, vol. 63, núm. 1, Sevilla, 2006, pp. 19-50.
[8]
Martínez, Ignacio, "Circulación de noticias e ideas ultramontanas en el
Río de la Plata tras la instalación de la primera nunciatura en la América
ibérica (1830-1842)", en Historia Crítica,
núm. 52, Bogotá, 2014, pp. 73-97.
[9]
Martínez, Ignacio, "El ‘obispo universal’ y sus tenientes. Ingreso de la
autoridad papal a las iglesias rioplatenses. 1820-1853", en Signos en el tiempo, Rastros en la tierra, vol. 5, 2011, pp.
17-38.
[10]
Como no es posible ordenar un obispo sin otorgarle una diócesis, se designaban
estos Vicarios como obispos al frente de obispados que habían quedado en
tierras no católicas (in partibus infidelum).
[11]
Para la creación de la
diócesis del Litoral con sede en Paraná, ver fundamentalmente Segura, Juan José, Historia eclesiástica de
Entre Ríos, Imprenta Nogoyá, Nogoyá, 1964.
[12]
Martínez, Ignacio, 2010, Ob. Cit.
[13]
Córdoba,
Antonio, Biografía del Ilmo. y Rmo. Sr. Dr. Fr. Buenaventura
Rizo Patrón. Obispo diocesano de Salta, Imprenta Pereyra, Córdoba,
1917. Miguel Ángel Vergara lo presenta de esta manera: “Vendría el
excelente Obispo, el varón fuerte, el defensor enérgico de la Iglesia, el
propulsor infatigable del progreso religioso y disciplinario del Obispado de
Salta”. Vergara, Miguel Ángel, Zegada, sacerdote y
patricio de Jujuy, Ed. Oficial del Gobierno de Jujuy. Imprenta del
Estado, Jujuy, 1940.
[14]
Auza, Néstor Tomás, "La política religiosa de la
confederación", en Revista Histórica, núm.
4-5, Buenos Aires, 1979, pp. 3-75.
Debe advertirse que hablamos
de sacerdotes en general y no de aquellos abocados específicamente a la cura de
almas. Un análisis más preciso sobre la Vicaría Foránea de Tucumán en la década
de 1860 y comienzos de la de 1870 puede consultarse en Abalo,
Esteban, "Dinámicas involucradas en el nombramiento de eclesiásticos en la
vicaría foránea de Tucumán durante la segunda mitad del siglo XIX", en Itinerantes. Revista de historia y religión, núm. 3, San
Miguel de Tucumán, 2013, pp. 103-132.
[15]
Recordemos que estamos
excluyendo aquí a la provincia de Buenos Aires, que no reconocía al gobierno
nacional de Urquiza.
[16]
Auza, Néstor Tomás, 1979, Ob. Cit.
Puede servir de comparación considerar las diócesis de Chile, que contaban con
un sacerdote cada 1494 habitantes en 1865 (con enormes diferencias de densidad
entre zonas rurales y urbanas). Ver Serrano,
Sol, ¿Qué hacer con Dios en la república? Política y secularización
en Chile (1845-1885), Fondo de Cultura Económica, Santiago, Chile,
2008, pp. 180-181 y 215-216.
[17]
El informe completo en Hemeroteca de la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno” de
la República Argentina, Buenos Aires, (en adelante HBN), Sala Publicaciones Antiguas,
Periódico El Nacional Argentino, Paraná, 20/4/1854.
El fragmento citado puede verse en Auza, Néstor Tomás, 1979, Ob. Cit., pp. 19.
[18]
HBN, El
Nacional Argentino,
19/3/1854.
[19]
Abalo, Esteban, "Párrocos y feligreses en conflicto. Procesos iniciados
por vecinos contra sus párrocos en la vicaría foránea de Tucumán en la segunda
mitad del siglo XIX", en: Aguirre, Ana Cecilia y Abalo, Esteban (ed.), Representaciones sobre historia y religiosidad. Deshaciendo fronteras,
Prohistoria, Rosario, 2014, pp. 37-53.
[20] ACE Salta, Autos, Auto firmado por Isidoro Fernández,
del 10/3/62, dcto. 255.
[21]
ACE Salta, Autos, Auto firmado
por Rizo Patrón en Salta el 11/10/66, dcto. s/n.
Cinco años después, el obispo emitió otro auto que buscaba ampliar ese
encuadramiento a los curas auxiliares. Esa disposición obligaba a los
presbíteros que habían obtenido su ordenación como ayudantes de parroquia, a que
cumplieran ese rol durante al menos cuatro años antes de pasar a otro
beneficio. ACE Salta, Autos, Auto firmado en Salta el 13/6/71, dcto. s/n. La importancia de la parroquia como “núcleo
pastoral” (Serrano, Sol, 2008, Ob. Cit., pp. 71)
era una de las definiciones del Concilio de Trento en sus disposiciones de
reforma. Sacrosanto Concilio de Trento, sesión
XXIII, Decreto sobre la reforma, cap. I.
[en línea] http://fama2.us.es/fde/ocr/2006/sacrosantoConcilioDeTrento.pdf],
[Consulta: 25/9/2016]. Analiza esta normativa en el mismo sentido, Abalo,
Esteban, 2014, Ob. Cit.
[22]
Al respecto, Ayrolo,
Valentina, "Entre los fieles y dios, hombres. Observaciones acerca del
clero secular de la Diócesis de Córdoba en las primeras décadas del siglo
XIX", en: Ayrolo, Valentina (ed.), Estudios sobre clero
iberoamericano, entre la independencia y el Estado-Nación, Centro
Promocional de Investigaciones en Historia y Antropología - CEPIHA, Salta,
2006, pp. 93-114, Ayrolo, Valentina, Funcionarios de Dios y de
la República: Clero y política en la experiencia de las autonomías provinciales,
Biblos, Buenos Aires, 2007, pp. 137-147. Por su
parte, Di Stefano advierte que el proyecto borbónico intentó modificar la
impronta tridentina del sacerdote ideal. Di Stefano, Roberto, El púlpito y la plaza. Clero, sociedad y política de la monarquía
católica a la república rosista, Siglo XXI, Buenos Aires, 2004, pp.
68-74.
[23]
ACE Salta, Autos, Auto
firmado por Rizo Patrón en Salta el 26/1/67, dcto.
290.
[24]
ACE Salta, Autos, Auto firmado
por Isidoro Fernández, del 10/3/62, dcto. 255.
[25]
ACE Salta, Autos, Auto
firmado por Rizo Patrón en Salta el 29/12/62, dcto.
s/n.
[26]
ACE Salta, Autos, Auto
firmado por Rizo Patrón en Salta el 12/1/63, dcto.
57.
[27]
ACE Salta, Autos, Auto firmado por Rizo Patrón en Salta el 26/4/67, doc. s/n.
Una disposición similar había sido dada por el arzobispo de Santiago de Chile,
Rafael Valdivieso a comienzos de los 1850s, Serrano,
Sol, 2008, Ob. Cit., pp. 72.
[28]
ACE Salta, Autos, Auto firmado por Rizo Patrón en Salta el 8/7/69, doc. s/n.
[29]
Martínez,
Ignacio, 2010, Ob. Cit.; Bruno, Cayetano, Historia de la Iglesia en Argentina, Vol. X, Don Bosco,
Buenos Aires, 1974, pp. 485-495.
[30]
En julio de 1867 el obispo fue
notificado de que en Catamarca “algunos sacerdotes han
tomado parte en las discusiones políticas, q.e la
trabajan hasta el punto de haber hecho necesaria la intervencion
del Exmo Gobno Nacional…”
Ordenaba al Vicario Foráneo de esa provincia que investigara el caso y
sancionara a los responsables si los rumores fueran ciertos. ACE Salta, Autos, Auto
firmado por Rizo Patrón en Salta el 4/7/67, doc. s/n. Sobre el mismo problema
en Tucumán, ver Abalo,
Esteban, 2014, Ob. Cit.
[31]
La visita a todas las
parroquias e instituciones religiosas de su diócesis es un acto de gobierno
obligatorio para el obispo. En ella el obispo verifica que los párrocos y
autoridades religiosas administren correctamente las instituciones que tienen a
su cargo. En las parroquias el obispo controla los libros parroquiales, las
cuentas de las iglesias y releva información sobre la labor pastoral del cura.
Rizo y Patrón visitó todas las iglesias de su diócesis entre los años 1863 y
1866.
[32]
ACE, Autos, Auto firmado por
Rizo Patrón el 29/5/65 en punta de Maquijata
(Catamarca), doc. s/n.
[33]
Escolástico Zegada era Vicario Foráneo de Jujuy desde fines de la década de
1830. Pertenecía a una familia notable de esa provincia y ocupó en varias
oportunidades cargos legislativos, llegando a oficiar como gobernador interino
de su provincia. En la década de 1850 había sido uno de los candidatos
considerados por el gobierno nacional y por la Santa Sede para obispo de Salta.
Era autor de un catecismo que, al parecer, se había popularizado en la diócesis
salteña promovido por Eusebio Colombres y luego había sido publicado en una segunda
edición con fondos del Estado Nacional. El gobierno de Justo José de Urquiza
dispuso su incorporación como material de estudio oficial de primeras letras. Vergara,
Miguel Angel, 1940, Ob. Cit.
Sobre el lugar que se le había asignado a Zegada como sacerdote erudito en
materia de religión, ver Medina,
Federico, "Construyendo consenso y legitimidad. La proyección política del
catecismo de escolástico Zegada en tiempos de la ‘Confederación’ Argentina
(1853-1862)", en Hispania Sacra,
vol. 66, núm. nro extra. 1, Madrid, 2014, pp.
373-401, Medina, Federico, "Un catecismo y varias lecturas: poder político
y catolicismo romano en el espacio rioplatense durante la década de 1850",
en Estudios Sociales, núm. 50, Santa Fe,
2016, pp. 13-39.
[34] Córdoba, Antonio, 1917, Ob. Cit.,
pp. 70-78. Se editaron aquí muchos documentos referidos al incidente.
[35]
Agradezco a Federico Medina no
sólo la mención de la serie completa de estos documentos sino la generosidad
con que los compartió conmigo. Las publicaciones son: Lugones, Rainerio, Manifiesto de la
secretaría del Obispado de Salta, sobre los asuntos de Jujuy con motivo de la
visita practicada por Su Señoría Yltma el Obispo
Diocesano en noviembre de 1866, Imprenta del Comercio, Salta, 1867. Zegada,
Escolástico, Satisfacción al público sobre las
acusaciones contra el Presbítero Escolástico Zegada,
Imprenta del Estado, Jujuy, 1867 y Lugones, Rainerio, Documentos relativos a los asuntos de la visita de Jujuy en que ha
intervenido como apoderado del Presbítero Escolástico Zegada el Dr. D. José
Manuel Arias y al Apercibimieno hecho al mismo doctor
Arias por errores y Herejías estampadas en uno de sus escritos,
Imprenta de Pablo E. Coni, Buenos Aires, 1867.
[36] Zegada,
Escolástico, 1867, Ob. Cit., pp. 28.
Zegada, Escolástico, 1867, Ob. Cit., pp. 22-28. Para
análisis recientes del Catecismo y su
recepción remitimos nuevamente a Medina,
Federico, 2014, Ob. Cit.; Medina, Federico, 2016,
Ob. Cit.
[38]
Lugones, Rainerio, 1867, Ob. Cit.,
pp. 12 (énfasis en el original).
[39]
El argumento en Zegada,
Escolástico, 1867, Ob. Cit., pp.
29 y en Lugones, Rainerio, 1867, Ob. Cit.,
pp. 15 y 16.
[40]
Córdoba,
Antonio, 1917, Ob. Cit., pp. 75 (énfasis en el
original). La vista completa en Lugones, Rainerio,
1867, Ob. Cit., pp. 19-31.
[41] “Desde que sobreviene la
vacante de un Obispo, el capítulo reasume y entra de pleno derecho en el
ejercicio de las facultades y atribuciones que pertenecen á
la jurisdiccion ordinaria del Obispo; y al cumplir
con su deber, instituyendo un Vicario Capitular le transmite las mismas
facultades tan íntegras como las reasumió, como las ejerció el Obispo
mismo.” Lugones, Rainerio,
1867, Ob. Cit., pp. 7. El subrayado es mío. Con ese énfasis quiero
destacar que en la idea de reasunción se halla implícita una concepción
ascendente de las facultades de gobierno en la iglesia. Agradezco a Roberto Di Stefano
esta observación. Sobre las diferencias entre ambos modelos ver Di Stefano,
Roberto, 2004, Ob. Cit., pp. 155-192.
[42]
Sobre las condiciones del
ejercicio del poder en la cultura jurídica de Antiguo Régimen hay muchísimo
escrito. Sigue sirviendo como buena síntesis. Garriga, Carlos, "Orden
jurídico y poder político en el Antiguo Régimen", en Istor. Revista de Historia
Internacional, núm. 16, México, 2004, pp. 13-44. Para un estudio más
detallado remito al excelente libro de Tau Anzoátegui, Víctor, Casuismo y sistema: Indagación histórica sobre el espíritu del derecho
indiano, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho,
Buenos Aires, 1992.
[43]
Representación del defensor de
Zegada, Juan Manuel Arias, en Lugones, Rainerio, 1867,
Ob. Cit., pp. 11.
[44]
Lugones, Rainerio,
1867, Ob. Cit.,
pp. 12 y 13.
[45]
La burocratización
del gobierno eclesiástico que caracterizó la acción de los reformadores
ultramontanos fue analizada por Sol Serrano para el caso del arzobispo de
Santiago de Chile, Rafael Valdivieso (1848-1878). Valdivieso y los miembros de
su curia fueron motejados de “papelistas” por algún canónigo nostálgico de las
viejas formas de gobierno. Serrano, Sol, 2008, Ob. Cit.,
pp. 69-75.
[46]
Córdoba, Antonio, 1917, Ob. Cit., pp.
77.
[47] Sobre recursos de fuerza en este período: Levaggi, Abelardo, "Los recursos de fuerza: su
extinción en el derecho argentino", en Revista Historia del
Derecho, núm. 5, Buenos Aires, 1977, pp. 75-126; Lida, Miranda,
"De los recursos de fuerza, o de las transformaciones de la Iglesia y del
Estado argentinos en la segunda mitad del siglo XIX", en Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana "Dr.
Emilio Ravignani", 3ª Serie, Buenos
Aires, 2004, pp. 47-73.
[48]
La discusión no se agotó en los puntos analizados aquí. Al intervenir el
gobierno provincial, se pusieron en cuestión los derechos vice patronales de
los gobernadores. El secretario también acusó a Zegada de administrar
irregularmente (y en su provecho) las rentas de la Iglesia parroquial. El
análisis de esos puntos merece un artículo aparte.
[49]
El Concilio de Trento había
dispuesto la fundación de un seminario en cada diócesis para convertirse en la
institución formadora de sacerdotes por excelencia. Ver Sesión XXIII, Decreto
de Reforma, cap. XVIII. Aunque desde la creación del obispado se habían ensayado
diferentes fundaciones de seminario conciliar, ninguno de esos intentos habían
prosperado. Ver Vergara, Miguel Ángel, Los seminarios de la
Arquidiócesis de Salta, Imprenta El Pueblo, Salta, 1941.
[50]
La expresión es del auto de
creación del seminario, dado por Rizo Patrón el 23 de mayo de 1874. Está citado
en Vergara, Miguel Ángel, 1941, Ob. Cit., pp.
46.
[51] La expresión entre comillas está tomada de “Seminario
Conciliar” nota publicada en el periódico católico de Buenos Aires La Relijión, nro. 16 del 14/1/54,
pp. 189-190. Es una referencia para este tema el trabajo de Augustin
Wernet sobre la reforma ultramontana en la diócesis
de São Paulo. Su análisis de las normas del seminario y el perfil deseado del
clero han sido de gran inspiración para este trabajo. Wernet, Augustin, A Igreja paulista no
século XIX: a reforma de D. Antônio Joaquim de Melo (1851-1861),
Editora Atica, São Paulo,
1987. Especialmente
véase “Seminario Episcopal”, pp. 104-117. Para Chile, Serrano, Sol, 2008, Ob. Cit., pp. 73.
[52]
ACE Salta. Seminario Conciliar
(1826-1914). Constitución para el Seminario Conciliar de
la Purísima Concepción de María y San Buenaventura de Salta, 1863.
[53]
Yañez, Tirso, In Memoriam. Centenario
del Iltmo obispo de Salta. Monr.
Fr. Buenaventura Rizo Patron. 1811-1911,
Imprenta y Librería el Comercio de Sylvester y Cia, Salta, 1911; Vergara, Miguel Ángel, 1941, Ob. Cit.
[54]
Córdoba, Antonio, 1917, Ob. Cit., pp.
141-149.
[55]
Lugones, Rainerio, 1867, Ob. Cit.,
pp. 5. Los
lazaristas habían sido pioneros en las reformas ultramontanas de los seminarios
en Brasil. A esa orden pertenecía Don António Viçoso, obispo de la diócesis de Mariana, en Minas Gerais,
precursor de las reformas ultramontanas.
[56]
El clero de Córdoba fue activo
en el rechazo al conjunto de leyes nacionales de la década de 1880, denominadas
“laicas”. Ver Gallardo,
Milagros, "La implementación de las leyes laicas. Una mirada sobre los
discursos y las prácticas del clero. Córdoba, Argentina (1880-1890)", en:
Aguirre Salvador, Rodolfo y Enríquez Agrazar, Lucrecia Raquel (ed.), La iglesia hispanoamericana: de la colonia a la república,
Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación: Universidad
Nacional Autónoma de México: Pontificia Universidad Católica de Chile: Plaza y
Valdés, México, 2008, pp. 353-378.
[57] Córdoba,
Antonio, 1917, Ob. Cit., pp. 208, 209.
[58] Santirocchi,
Italo Domingos, 2015, Ob. Cit., pp. 94 y ss.
[59]
Serrano, Sol, 2008, Ob. Cit., pp.
68 y 69.
[60] Santirocchi,
Italo Domingos, 2015, Ob. Cit., pp.
214-219; Wernet, Augustin, 1987, Ob. Cit., pp. 97.
[61]
En la diócesis de Córdoba la posición de la jerarquía diocesana asumió una
postura en última instancia contemporizadora frente a las denominadas “leyes
laicas” de la década de 1880. Gallardo, Milagros, 2008, Ob. Cit.