Revista
Andes, Antropología e Historia
Vol. 33, Nº 1, Julio –
Diciembre 2022
Esta obra está bajo
licencia de Creative Commons Atribución - No Comercial CC BY-NC
https://creativecommons.org/licenses/by-nc/4.0/ ISSN Nº 1668-8090
¿UNA PROVINCIA SIN CAUDILLO? TUCUMÁN
FRENTE A
LA IMAGEN DE BERNABÉ ARÁOZ
¿A PROVINCE WITHOUT A CAUDILLO? TUCUMÁN
IN FRONT OF THE IMAGE OF BERNABÉ ARÁOZ
Facundo Nanni
CONICET
Junta
de Estudios Históricos de Tucumán
Universidad
Nacional de Tucumán.
facundosnanni@yahoo.com.ar.
Fecha de ingreso: 06/12/2021
Fecha de aceptación: 08/08/2022
Resumen:
El
primer gobernador de Tucumán, proveniente de uno de los grupos parentales más
emblemáticos del periodo tardo-colonial, hacendado y líder militar durante la
década revolucionaria, cuenta con diversos rasgos para resaltar, aunque los estudios
sobre su figura fueron fragmentarios y diversos en su valoración. En la década
de 1880, en un contexto de lento desarrollo de la disciplina histórica, 2
europeos iniciaban escritos sobre la Historia Colonial y del Siglo XIX de
Tucumán, desplegando una mirada crítica frente a Bernabé Aráoz y el caudillismo.
Se trataba del Ensayo histórico sobre el
Tucumán, de Paul Groussac, y del tomo para Tucumán de la Historia de los Gobernadores de las
Provincias Argentinas de Antonio Zinny, en ambos casos con una mirada que
presuponía a Buenos Aires como centro civilizatorio amenazado por liderazgos
regionales. Entre el Centenario del 25 de mayo y el del 9 de julio, una historiografía
tucumana impulsada por los artífices del proyecto de Universidad Nacional de Tucumán,
encontró nuevamente a dos trabajos emblemáticos sobre Bernabé Aráoz. Esta vez
las investigaciones destacaron su contribución a la institucionalización de la
provincia y su participación en instancias como la Batalla de Tucumán (1812) y
el Congreso de 1816. Estas obras de Juan B. Terán (1910) y Jaimes Freyre
(1911), ocurrían en un comienzo de siglo en donde provincias como Salta,
Santiago del Estero y La Rioja comenzaban a erigir un culto más marcado a sus
respectivos caudillos, en un clima de revalorización de tradiciones locales. Las
siguientes décadas del siglo XX mostraron una consolidación no solo
historiográfica, sino también ceremonial, política y artística en torno a
figuras como Martín Miguel de Güemes, Juan Felipe Ibarra y Facundo Quiroga,
mientras que en Tucumán el proceso de heroización de su respectivo líder asumió
recorridos más accidentados que buscamos explicar.
Palabras Clave:
Caudillismo-Memoria
Histórica-Historiografía
Abstract:
The first
governor of Tucumán, from one of the most emblematic parental groups of the
late-colonial period, landowner and military leader during the revolutionary
decade, has various features to highlight.
In the 1880s, in a context of slow development of the historical
discipline, 2 Europeans began writing on the Colonial and 19th Century History
of Tucumán, displaying a critical view of Bernabé Aráoz and caudillismo. It was
about the Historical Essay on Tucumán, by Paul Groussac, and the volume for Tucumán
of the History of the Governors of the Argentine Provinces by Antonio Zinny, in
both cases with a view that presupposed Buenos Aires as a civilizing center
threatened by some leaderships regional Between the Centennial of May 25 and
July 9, a Tucumán historiography promoted by the architects of the National
University of Tucumán project, again found two emblematic works on Bernabé
Aráoz. This time the investigations highlighted his contribution to the
institutionalization of the province and his participation in instances such as
the Battle of Tucumán (1812) and the Congress of 1816. These works by Juan B.
Terán (1910) and Jaimes Freyre (1911) occurred at the beginning of the century
where provinces such as Salta, Santiago del Estero and La Rioja began to erect
a more marked cult of their respective leaders, in a climate of revaluation of
local traditions. The following decades of the 20th century showed a
consolidation not only historiographical, but also ceremonial, political and
artistic around figures such as Martín Miguel de Güemes, Juan Felipe Ibarra and
Facundo Quiroga, while in Tucumán the heroization process of their respective
leader assumed more rugged routes that we seek to explain.
Key Words: Caudillos-Historical
Memory-Historiography
Los ecos del mitrismo: La pluma de
Paul Groussac y su denostación del caudillismo
Al proponer una mirada de conjunto, desplegada sobre una serie de
estudios históricos, nombres de calles, monumentos, y otras referencias
visuales y escritas acerca de Bernabé Aráoz, seleccionaremos diferentes puntos
de quiebre en las interpretaciones acerca del legado del primer gobernador
tucumano, entre finales del siglo XIX, y el siglo XX. Esta perspectiva de larga
duración de casi dos siglos, en la cual se ubican coyunturas significativas,
permite evidenciar las dificultades que tuvieron los historiadores locales para
crear un culto cívico en torno a su figura. Al observar el modo en el que la historiografía
de Tucumán se consolidó, y la forma en la que interactuó con espacios
educativos, académicos y políticos, veremos que el discurso localista se
interesó por héroes y heroínas decimonónicos, aunque no siempre edificó
interpretaciones favorables hacia el hacendado, caudillo y gobernador. Bajo la
propuesta conceptual de analizar
la memoria desde una función aglutinadora de la sociedad, observaremos los
cambios interpretativos, cotejando olvidos, con momentos de mayor producción
respecto al caudillo analizado. [1]
Una de las primeras
investigaciones sobre el Tucumán del siglo XIX, fue materializada en 1882 por
Paul Groussac. Llegado a Buenos Aires en 1866, se vinculó rápidamente con
circuitos educativos e intelectuales, logrando acceder a la docencia en
instituciones prestigiosas de la ciudad portuaria como la escuela Normal y el
Colegio Nacional. Fue, sin embargo, en la provincia norteña en dónde el europeo
escribió sus primeras obras ensayísticas e históricas. Entre la red de vínculos
que obtuvo, figura su relación con Nicolás Avellaneda, quien facilitó su
radicación en la ciudad de San Miguel de Tucumán durante 1871.
Avellaneda, que
ocupaba entonces el cargo de Ministro Nacional de Instrucción Pública y pronto
la presidencia de la Nación, convenció al recién llegado de las oportunidades
que existían en el norte de un país en pleno crecimiento, alentando su estadía
en el llamado “Jardín de la República” en dónde residió entre 1871 y 1882. Con
apenas 23 años, el docente oriundo de Toulouse se instaló en una provincia que
inauguraba su auge azucarero, asociado a un creciente acceso de las familias
locales a la dirigencia nacional. Los clanes tradicionales de la elite tucumana
lograban en aquel momento penetrar exitosamente en las filas de un
estado-nación en construcción, alcanzando la vice-presidencia en el período
1862-1868 con Marcos Paz y la presidencia en manos de Nicolás Avellaneda y
Julio Roca en los períodos 1874-1880, 1880-1886 y 1898-1904.
Provenientes de
distintas facciones y ramas genealógicas, lo que aunaba a la élite tucumana era
cierta tradición liberal que se fortaleció desde la caída del rosismo. (Bravo,
2007 y 2013). Más allá del carácter heterogéneo de la elite tucumana de finales
de siglo, la mirada sobre el pasado local en general incluía una crítica al
caudillismo, principalmente al rosismo. El mismo significante “liberal”, que
podía asumir distintos matices[2],
aparecía altisonante en los periódicos locales. Los jueves y domingos los
lectores del Tucumán se anoticiaban de los sucesos con “El Liberal”, que
existió entre 1861 hasta 1886, cuya retórica criticaba a los antiguos caudillos
federales, defendía al orden constitucional y asumía un determinado sentido de
“progreso”, además de poseer una notable sección literaria y un valor de
estímulo a la cultura letrada.
En 1882 durante el
tramo final de su estadía, Paul Groussac publicó su Ensayo histórico sobre el Tucumán2.
La investigación formaba parte de una
publicación encargada por el gobierno
provincial que incluía esta investigación del francés, pero también capítulos
de otros autores sobre demografía y geografía, con el objetivo de promocionar
los atractivos turísticos y económicos de la provincia. El Ensayo es de gran valor hasta la actualidad, ya que constituye uno
de los inicios de la historiografía local, enmarcada en aquella compilación que
se llamó Memoria Histórica y Descriptiva de la Provincia
de Tucumán.
Sin embargo, la
cientificidad del Ensayo era
incipiente. Los límites entre literatura, periodismo, investigación histórica y
arenga política se encontraban difusos, aunque crecía en el país el interés por
dotar de herramientas a la disciplina histórica, y se desplegaba un culto por
la erudición y los documentos. El escritor expresaba con vehemencia su
valoración sobre los personajes y acontecimientos, en función del presente en
el que escribía el libro. El relato de Groussac ubicaba al unitarismo como el
antecedente en la organización institucional del país, por contraste a los
caudillos como agentes que entorpecieron este proceso, en una interpretación
del fenómeno del caudillismo que ha sido revisitada en las últimas décadas[3].
Respecto a Bernabé
Aráoz su imagen en términos generales es negativa, y se agrupa dentro de la
caracterización del caudillismo como síntoma de malestar en las instituciones. En
el Capítulo III de su Ensayo,
encontramos la primera mención al líder local, en este caso positiva ya que se
asocia con los preparativos de la Batalla de Tucumán y la actitud patriótica de dicha familia, afirmación que el escritor
respalda mencionando tener en su posesión documentos originales de Rudecindo
Alvarado que subrayan la participación de la antigua familia tucumana. Las
menciones a Aráoz continúan en el Capítulo V, en donde luego de haberse
explayado sobre la Batalla del 24 de Septiembre se detiene en sus
consecuencias. Es significativo que el europeo que escribía desde Tucumán se
preguntara por el rol de los tucumanos en los procesos, incluso mencionando la
idea de la importancia de tener un panteón, para lo cual debatía sobre los
niveles de referencialidad de distintos personajes locales (masculinos) y su
contribución a la causa de la revolución e independencia. A su entender, por
ejemplo, Bernardo de Monteagudo había tenido aportes valiosos a la revolución,
pero era un jacobino radical, que
poseía un alma sensual de mulato, y
que entre sus excesos se destacaba su odio
contra los españoles. Sugiriendo no estar seguro de que el nacimiento de
Monteagudo fuera en Tucumán, concluía que era mejor no homenajear su figura,
discurso que señala que estos primeros esbozos historiográficos en Argentina se
encontraban muy ligados a nociones de nacionalismo, patria, e instalación de
héroes nacionales y locales[4].
La jerarquía
civilizatoria que establecía el intelectual era clara, y pivoteaba sobre las
obras de Sarmiento y Mitre, ambas aludidas en el escrito. Según esta línea interpretativa,
el puerto debía dominar sobre los caudillos, que constituían un flagelo que
nació por los propios errores de la élite dirigente, ya que como lo exponía el
francés, los teorizadores de Buenos Aires
no previeron los peligros de esta nueva situación. Ubicaba
retrospectivamente a Buenos Aires como destinada a dominar sobre las provincias
desde los inicios, y su línea liberal de pensamiento incluía también
permanentes referencias a un dominio a-temporal o permanente de Europa sobre
América. Con fina ironía, explicaba para la década de 1810 que los próceres salían para Europa en busca de
un soberano, como sedientos de servidumbre. En ese ejercicio retórico de
crítica a los héroes, el autor reconocía a referentes como Belgrano y San
Martín, pero ubicaba a la historia rioplatense como un apéndice un tanto
desvirtuado de la civilización europea, ubicando siempre a la historia humana
como una lucha mundial entre fuerzas antagónicas. Entre los líderes que según
su afirmación se referenciaban permanentemente en el viejo continente buscando
ayuda en la década revolucionaria, se encontraban nada menos que Manuel
Belgrano, Rivadavia y Monteagudo. Sin cuestionar completamente el culto hacia
sus figuras, pero matizando su relieve y envergadura, sostenía Groussac que se
trataba de aquellos cuyas estatuas se
levantan en nuestras plazas. Cabe señalar que la heroización selectiva de
figuras del pasado, y la crítica del caudillismo crecía paralelamente en otras
provincias norteñas en el mismo tramo final decimonónico. Por ejemplo, la Rioja
sus intelectuales finiseculares también buscaban la contribución local a la
nacionalidad, en una pesquisa pretérita para un estado-nación en expansión. En
aquella provincia limítrofe, fue emblemático el aporte del polifacético Joaquín
V. González y Dávila, quién en su obra Mis
Montañas (1893) recuperó el propio linaje personal que lo asociaba con
Nicolás Dávila, cuestionando con fuertes adjetivos al caudillismo de Facundo
Quiroga.
Retornando al Tucumán
finisecular, el capítulo siguiente del vehemente Groussac traería cierto
sofreno en su discurso crítico del pasado de la nación que estaba adoptando, al
sopesar los logros del Congreso de Tucumán, y destacar a algunos prohombres.
Aun cuando se advertía cierto aire de orgullo europeo, el carácter de encargo
de las obras que escribía, y su aceptación de la nueva nacionalidad confluían
en lograr que el intelectual asumiera sin tantos reparos la tarea de edificar
panteones. La dimensión irrisoria se asoma sin embargo cuando ubica a la
composición social del Congreso como un sínodo,
repleto de sacerdotes de educación escolástica, tal como los evoca. Pese a su
tono por momentos sarcástico, y a su subvaloración de los congresales, el autor
pondera favorablemente la Declaración de la Independencia. También destacaba la
acción decisiva de Manuel Belgrano y José de San Martín, entroncando de esta
manera con un panteón que tanto en las obras históricas de Mitre, como en la
práctica celebratoria nacional comenzaba ya a esbozarse.
Mientras desarrolla
los pormenores del Congreso, Groussac vuelve a sus cargas valorativas y a
cierto ejercicio anacrónico, tendiente en este caso a delinear las rivalidades
entre federales y unitarios. Fiel a su posicionamiento siempre explícito, el ensayista
se ubica afectivamente en cercanía con el segundo grupo, resaltando sin embargo
que en aquella coyuntura vivían abrigados
y confundidos por la misma bandera. Entre los federales que por entonces se
encontraban unidos en colaborar con el Congreso ubicaba al siniestro carnicero Ibarra. Por contraste, a los unitarios los
ubicaba como futuras víctimas de la crueldad federal, que se desplegaría en la
década de 1820 según su interpretación, identificando a federalismo con
caudillismo y desorden social.
Respecto a Bernabé
Aráoz continúa el autor una visión entre matizada y peyorativa, descripto como
un actor político-militar de acciones favorables, pero criticable por su propia
condición de caudillo. Durante aquel tiempo en que Tucumán alojó al Congreso,
destaca las tareas del gobernador Aráoz, entre las que ubica no solo dotar de
muebles a las sesiones, sino también componer los caminos e introducir hacia
fines de 1816 notables mejoras en el aprovisionamiento de agua para riego y
consumo. En estos párrafos dedicados
a la gesta independentista de 1816 el franco-argentino parece más preocupado
por diferenciar anacrónicamente a los diputados rioplatenses de los
alto-peruanos, ya que argentinos y
bolivianos eran parte de diferentes razas.
En una similar línea que parecía fungir nación con raza, habíamos visto
antes la preocupación del europeo por la sensualidad
mulata de Monteagudo y la desconfianza sobre su origen.
Retornando a su
valoración de Bernabé Aráoz, más allá de reconocerle algún aporte como
anfitrión en los eventos del Congreso, resalta los conflictos que tuvo con
Manuel Belgrano, que condujeron a su reemplazo en 1817 por la gobernación de
Feliciano de la Mota Botello. Aun cuando su obra histórica constituía un
encargo de la provincia de Tucumán, el eje central de su narrativa era el rol
de Buenos Aires sobre las provincias, y las referencias permanentes a la
historia europea pueden entenderse tanto como un aprovechamiento de sus saberes
específicos, como con la idea más general de que América era subsidiaria de las
ideas y del decurso histórico del viejo continente.
Mientras avanza
cronológicamente en su relato, el educador despliega el andamiaje orden/desorden
y civilización/barbarie. En su mirada, la década revolucionaria fue una pelea
de fuerzas casi cósmicas, en las cuales Buenos Aires enfrentaba al enemigo del
caudillismo de múltiples rostros, pero similar fisonomía. El fenómeno que el
autor interpretaba, se había reproducido desde la década de 1810 en adelante
tanto en Paraguay (José Gaspar de Francia), en la Banda Oriental con el artigüismo,
así como en el Litoral con Ramírez y López. Una invariante era el
enfrentamiento de esos líderes contra un liderazgo porteño que el autor
defendía en forma acérrima, valiéndose de su destacada pluma. Los líderes
rurales, de chiripá como los
caracterizaba, amenazaban con el orden urbano, letrado y unificado en un centro
político. Esa nacionalidad, que en forma extemporánea el autor veía amenazada por
fuerzas del Litoral, sumaba además en el norte los peligros de otros dos
caudillos mencionados que recibían una similar caracterización. Se trataba de
Martín Miguel de Güemes y de Bernabé Aráoz, este último retratado con estas
cualidades negativas principalmente durante su retorno al poder local en 1819. De esta forma, para el autor del Ensayo, el lugar de Buenos Aires en los
inicios del país era el de una superioridad
marcada que se había consolidado con la revolución. En forma anacrónica
criticaba nuevamente al federalismo y lo ubicaba tempranamente en la Junta
Grande, espacio en donde se alababa la
vanidad de las provincias.
Si en pasajes
anteriores había mostrado algunos elogios hacia Aráoz, en los párrafos acerca
del final de la década revolucionaria su tono es más impetuoso y febril. En su
opinión, cuando el caudillo tucumano retornó al poder en 1819, lo hizo conforme
a estratégicas hipócritas, que
incluían el ardid caudillesco de argumentar que no pudo desoír al movimiento
popular que lo recondujo a la gobernación. La relación entre el líder y las
masas era siempre negativa en su tinta, ya que ubicaba dicho vínculo en clave de
una sumisión condicionada a beneficios concretos que obtenían los sectores
populares, perjudicando en algunos casos a la élite local. El caudillo Aráoz parecía entonces desarrollar
un guion autoritario que según el intelectual se repetía a finales de la década
de 1810 en distintas áreas sudamericanas. En forma cíclica y como un fenómeno
repudiable, la realidad pretérita se comportaba como una comedia política que pronto devendría en tragedia, tal como
indicaba con buena pluma metafórica.
El prócer Aráoz
también tenía un saldo desfavorable en su comparación con la ponderación
positiva que hacía Groussac de Belgrano y de su estadía en tierras tucumanas. Para
el análisis de la prisión de Manuel Belgrano ocurrida en Tucumán en 1819, el
francés se basaba en las afirmaciones de Bartolomé Mitre, y encontraba en el prócer
porteño a la suma de las virtudes positivas, no correspondidas por un pueblo
norteño que no acompañaba sus cualidades, en un nuevo contrapunto
interior/puerto. Tal como lo sugieren estudios recientes, el abogado de ideas ilustradas
y lanzado a las lides militares parecía, para los primeros cimientos
historiográficos, encarnar al héroe perfecto si es que se trataba de destacar
el papel de Buenos Aires en la nación[5]. Así
aparecía en Groussac, ya que, sobre una narración con telón de fondo en la agonía
y la salud del prócer, sostenía que hubo una falta de reconocimiento de las
provincias interiores hacia la acción del héroe nacido en la ciudad más culta
del territorio rioplatense. De esta forma, basándose en hechos históricos reales, pero
puestos en función de un argumento un tanto sesgado, el ensayista hacía morir a
la década revolucionaria junto con la enfermedad de Manuel Belgrano, que
funcionaba como alegoría del abismo cultural que separaba al puerto del interior.
Cerrando con altura poética su penúltimo capítulo, contrastaba los valores
cívicos de un Belgrano moribundo, con los politicastros
del año 20, atacando principalmente a Quiroga, López e Ibarra, pero también
al populacho de Don Bernabé, que no
tuvo altura moral para acompañar al importante general del Ejército Auxiliar
del Perú en sus últimos hálitos de vida.
Las páginas finales
que Groussac dedica a Aráoz siguen la línea general de crítica hacia su figura,
que solo permitía en ocasiones ubicarlo como una versión suavizada del caudillismo,
tendiendo a decorar su narración antes que a explicar o a documentar los
procesos históricos. El caudillismo era consecuencia de la guerra extensa, de
las dificultades por imponer a Buenos Aires y del descontrol causado por la
movilización popular, y era en sí mismo un tipo de gobierno anómalo. Se
mencionaban las debilidades de la República de Tucumán (1820-1821), como
derivadas del egoísmo de Bernabé al
no auxiliar a Güemes ante la incursión de tropas españolas, al mismo tiempo que
la muerte del caudillo salteño era descripta como un hecho que liberaba de la
tiranía al pueblo salteño. Más allá de su crítica al líder gaucho de Salta, era
el santiagueño Ibarra quién sufriría las adjetivaciones más duras de su pluma,
consignando que aquel personaje de pueblo odiaba/admiraba a la “culta Tucumán”.
Conviene
contextualizar que, por entonces, la obra de Bartolomé Mitre, que fue una de las guías
fundamentales para la investigación del franco-argentino, ya comenzaba a
despuntar su lectura del pasado nacional, pero aún faltaban años para que el
líder porteño impulsara la Junta de Numismática (1893), base de la futura
Academia Nacional de la Historia. Las lecturas de los escritos históricos de
Mitre, así como del Facundo, de
Domingo F. Sarmiento fueron pilares para el pensamiento de Groussac, que
describía a este último libro como “el más original (…) que se haya escrito
acerca de este país”5.
Retornando a tierras
tucumanas, la contribución de Groussac podemos ubicarla mejor precisamente si
evitamos los juicios categóricos. Más allá del notable aporte de ser uno de los
primeros trabajos historiográficos sobre Tucumán y su pasado colonial e
independentista, su obra fue heredera de dicotomías herméticas que por momentos
condicionaron su interpretación del fenómeno del caudillismo. Su esquema
reposaba demasiado en el eje axial de las figuras (positivo o negativo), y su
ritmo de narración era cronológico con algo de base documental, pero su nivel
de análisis formaba parte de una historiografía embrionaria y muy sujeta a las
pasiones personales. En esta línea, la adjetivación del europeo respecto al
gobernador de Santiago Felipe Ibarra, líder muy cercano al rosismo, alcanzaba
la celebración de su muerte bajo la frase “¡A
la tumba anciano inservible!”. En sentido similar, el Facundo Quiroga de
Groussac era un “peón tramposo y asesino” y de forma genérica se tipificaba al
caudillo como “sanguinario e ignorante”. [6]
La crítica al caudillismo llegaba al paroxismo en la figura
de Juan Manuel de Rosas, caudillo central que cautivó la atención del notable escritor
francés. En sus textos de tipo histórico, haciendo gala de libertad
ensayística, supo explotar la estética de estos líderes, la ruralidad, la
barbarie política en una concepción que generaba reflexiones político-históricas,
pero también buscaban un efecto poético bien aprovechado para instalarse con
éxito en el medio educativo y académico. Obras de teatro de su autoría rondaban
dichas texturas, como por ejemplo la pieza “La divisa punzó”, estrenada con éxito en 1923.
¿Qué lugar podía quedarle a la figuración de
Bernabé en este esquema? Poco, aunque insistimos en rescatar el carácter
inaugural de la historiografía del francés, que en lo que respecta a los Aráoz
explica bien su encumbramiento a través de las armas, los vericuetos de su
acceso como primer gobernador de Tucumán (1814), y algunas características
centrales de la República de Tucumán (1820-1821). El Ensayo parece seguir la línea abierta por las Memorias de Paz que
ubicaban al hacendado Aráoz
como “caudillo poco dado a la crueldad”, y por
esta razón la caracterización era menos extrema que frente a Artigas, Güemes y
Quiroga, que aparecían más enfrentados con el poder central. Aun cuando existía
entonces una crítica general al caudillismo, la figura de Bernabé mereció un
rescate parcial por parte de Groussac, quién señaló algunas contribuciones,
entre ellas su labor en la Batalla de Tucumán. También indicaba el europeo la
contribución del líder tucumano a los preparativos del Soberano Congreso en
1816, que incluían el préstamo de la mesa de la presidencia y algunas sillas. Incluso
Groussac suma el interesante dato de que no solo algunas reuniones preparativas
del Congreso se habían realizado en la casa del gobernador Aráoz, que quedaba a
metros de la casa de los Laguna-Bazán, sino que cedió también su propia casa
para sesiones más avanzadas como aquella de julio de 1816 destinada a darle el
título de brigadier a Pueyrredón. Pese a que una parte importante de quienes se
acercaron a la historia en la generación del 1880 fueron nacidos en Buenos
Aires o extranjeros, la labor de algunas familias norteñas en los episodios
“nacionales”, era un rasgo que sí aparecía en estos autores. Para Vicente Fidel
López, por ejemplo, la Batalla de 1812 era “la más criolla de todas cuantas batallas se han dado en el
Territorio Argentino”, y era una
muestra del aporte de los pueblos del interior al desarrollo de la nación.
Un aspecto más en Groussac: si bien cuestionaba
acerca de Aráoz su distancia respecto al poder erigido desde Buenos Aires,
parecía lamentar el tipo de muerte que sufrió en 1824, de manera contraria a la
“celebración” que el autor mostraba respecto a la muerte del santiagueño
Ibarra. Sostenía que un subalterno como el coronel José Martín Ferreyra que
trajo a Bernabé desde Salta no podía haber tomado una decisión de tal magnitud,
sin la aprobación del gobernador tucumano que había reemplazado a Bernabé en
aquel momento. En efecto, Groussac sostenía, pese a la ausencia de documentos
probatorios directos, que Javier López, por entonces mandatario, había sido el
autor intelectual de la muerte del caudillo, acontecimiento que el escritor
parecía indicar como un exceso o un procedimiento incorrecto desde la forma judicial.
La célebre cualidad de manso que parecía ya
estabilizarse y mantenerse en la representación de Bernabé, se registra en la
misma década de 1880 en la obra de otro inmigrante de corte académico que
también se sumaba a los círculos argentinos desde Europa, como el caso del
español Antonio Zinny. Se observa en su pluma un similar entroncamiento con la
línea historiográfica mitristra, y por lo tanto con el contrapunto entre Buenos
Aires y los caudillos del interior. Esta lógica narrativa ocurre particularmente
en su Historia de los Gobernadores de las
Provincias Argentinas.
Era muy frecuente entre quienes abordaban la
figura de Bernabé asumir las palabras del general Paz, quién había indicado que:
Jamás
se inmutaba, ni he sabido que nunca se le viese irritado; se exterior era frío
e impasible; su semblante poco atractivo, sus maneras y hasta el tono de su voz
lo harían más propio para llevare la cogulla que el uniforme de soldado;
prometía mucho, pero no era delicado para cumplir su palabra; por lo demás, no
se le conocía más pasión que la de mandar, y si merece que se le dé la
clasificación de caudillo, era un caudillo suave y poco inclinado a la crueldad. [7]
Antonio Zinny llegó a Buenos Aires en 1842,
y a partir del acercamiento con el napolitano Pedro de Angelis, comenzó a
desempeñarse en tareas de archivo y pronto en establecimientos educativos. Su
conocimiento del inglés por haber nacido en Gibraltar, de ocupación británica,
le brindó suficiente credencial para ser teacher
de la elite porteña, incluida Manuelita Rosas. Su acercamiento temprano a
figuras del rosismo no impidió que luego Bartolomé Mitre valorara su
minuciosidad en los archivos, que entroncaba con los propios intereses de Mitre,
gran conocedor de documentos del pasado. Entre los libros de Zinny, destacamos
la mencionada Historia de los
Gobernadores, porque es tal vez el primer intento de desarrollar la
historia argentina tomando como eje a las provincias. Su valoración de Bernabé
Aráoz en el tomo sobre Tucumán es casi una copia textual del célebre pasaje del
Gral. Paz, que a la vez no difería mucho de la visión mitrista[8]. En su esquema cronológico
de los gobernadores de esta provincia, ubica a Aráoz como amigo de prometer mucho, en una expresión casi literal, que debió
haber llevado la cita correspondiente a la frase ya clásica del Gral. Paz. Sin
citarlo, tomaba también de forma idéntica la caracterización del cordobés como un caudillo suave y poco inclinado a la
crueldad. Reforzando la tipificación negativa, aun cuando le reconocía
cierto aporte durante la Batalla de Tucumán, el europeo explicaba el retorno de
Bernabé en 1819 como producto de su ambición,
y de su voluntad de crear en el norte una dinastía
exclusiva de gobierno.
Juan B. Terán frente al bernabeísmo:
la defensa de la historia provincial y sus referentes.
Los trabajos de los europeos Paul
Groussac y Antonio Zinny fueron como vimos los primeros esbozos
historiográficos sobre el Tucumán antiguo, en un siglo XIX que finalizaba
rememorando los heroísmos de comienzos de su centuria. El despertar del siglo
XX traería un mayor interés de los gobiernos en registrar su pasado, en un
contexto mundial que pronto se vería sorprendido por las tensiones
nacionalistas entre las potencias industrializadas de Europa. Aparecerían sobre
el horizonte occidental de países, nuevos escritos históricos, desarrollados
por abogados, políticos y aficionados, en un marco de lenta especialización y
reconocimiento estatal de la disciplina, aún con escasas remuneraciones, pero
articulados con estados-nación que encontraban potencialidad en los discursos
del pasado. Para Tucumán la nueva centuria trajo la novedad de que la historia
local empezó a ser escrita por referentes nacidos en la provincia, a diferencia
de las obras anteriormente analizadas, siendo otro elemento destacable en esta
evolución historiográfica, que no tuvo un desarrollo lineal sino sinuoso.
En el marco celebratorio argentino por
el Centenario de la Revolución de Mayo, aquel Tucumán modernizado por la
industria azucarera y por los inicios de su Universidad, creaba un ambiente
propicio para profundizar el estímulo a la producción académica sobre el pasado
local. En el año 1910, el intelectual
Juan B. Terán (1880-1938) publicó Tucumán
y el Norte Argentino (1820-1840). En
este trabajo, el prolífico autor se propuso investigar un período
restringido, realizando una notable búsqueda documental que amplió el corpus de
fuentes que se conocían sobre el período de los caudillos. Constituye la obra historiográfica
más significativa de este autor tucumano, que respondía a una demanda del
diario La Nación, en un clima de lenta profesionalización de la historia en las
provincias.
Antes de analizar el lugar que Juan
B. Terán otorgó al caudillo tucumano, señalaremos algunos rasgos de la
conformación de la disciplina histórica en la región norte. Un referente posterior
para este tipo de abordajes que aunaba a las provincias norteñas, Armando
Bazán, ha caracterizado a este período a caballo entre el siglo XIX y
principios del siguiente como un tiempo de primeros esbozos en nuestra región, consistente
en trabajos que buscaban darle especificidad histórica a aquel norte que el
riojano se encargó de conceptualizar. Entre las obras tempranas que jalonan
estos primeros ladrillos historiográficos, se mencionan hitos tempranos como Jujuy, provincia federal argentina,
escrito en 1877 por Joaquín Carillo, así como la mencionada obra de Groussac
para Tucumán. En 1902 marcó otro hito el trabajo de Bernardo Frías que abrió un
sendero de reconocimiento favorable para Martín Miguel de Güemes, luego
profundizado por la poesía de Juan Carlos Dávalos y por el monumento al general
gaucho erigido en la década de 1930.
Por su parte, en la provincia de La
Rioja, hacia la década de 1910 también surgían intelectuales como el radical
Pelagio Baltazar Luna, o el reformista Joaquín V. González, que incorporaban
menciones al pasado local y nacional en aras de justificar sus posicionamientos
del presente. En aquella misma provincia enseñaba historia en el Colegio
Nacional, Marcelino Reyes, que plasmaría su “Bosquejo Histórico de la Provincia
de la Rioja”, con mirada crítica respecto a Facundo Quiroga y a Chacho
Peñaloza, contribuyendo sin embargo a desplegar la historiografía
provincialista. Los 2 rasgos distintivos de este conjunto de trabajos norteños
que Bazán ubica como novedosos fueron el sentido
de sana provincianía y la necesidad de estos historiadores de provincia de
remarcar la contribución del interior [9].
A pesar de que el desarrollo de los
primeros trabajos elaborados desde provincias como La Rioja, Salta o Jujuy
fueron tenidos en cuenta por la historiografía tucumana, se destacan
particularmente los vínculos con la cercana Santiago del Estero, lazo más
directo y frecuente para la intelectualidad tucumana. Al comenzar el siglo XX,
el ingeniero santiagueño Baltazar Olaechea y Alcorta inició trabajos de
historia que cuestionaban duramente al caudillismo en general, y a Juan Felipe
Ibarra en particular, valoración que cambiaría recién en la década de 1930/40
con los trabajos de Orestes de Lullo y Alen Lascano[10].
En la misma Santiago, durante la década de 1910, la mirada peyorativa sobre
Ibarra fue profundizada por el periodista y hombre de la política Andrés
Figueroa, que en 1916 logró que su afición por la historia lo conduzca a
dirigir el Archivo General de su provincia. Principalmente durante la siguiente
década de 1920 el vínculo tucumano-santiagueño se estrechó, con el surgimiento
del grupo santiagueño La Brasa, que entabló vínculos con tucumanos consagrados
como Juan B. Terán y Manuel Lizondo Borda.
Estimulada por el crecimiento de la
disciplina en Europa, y sus ecos en el país y en las provincias norteñas, la historiografía
tucumana desplegó sus alas al despuntar el siglo XX y buscó sus propios héroes
en las glorias del pasado. Un autor citaba al anterior, y a menudo buscaba giros
propios, influidos por la lenta conformación de un campo académico de
ramificaciones nacionales. Precisamente sumándose a este movimiento por el cual
las provincias respondían a encargos nacidos de sus regiones, o en algunos
casos de volúmenes nacionales, ubicaremos a Juan B. Terán para observar su
valoración del caudillismo. El contexto de celebraciones nacionales por los 100
años del 25 de mayo, brindó a Tucumán y a este académico en particular, la
oportunidad de escribir su propia visión del pasado local, anclándola con los
sucesos de una nación deseosa de darse júbilo. La investigación de Juan B.
Terán, político e intelectual de fuste, daría como resultado una de las
producciones más importantes sobre la historia de Tucumán, relevante aún en
nuestros días.
Sin dudas, contenía juicios y tomas
de posición, así como algunos anacronismos y marcas subjetivas, pero fueron menos
lineales que en la producción de Groussac y se nutrieron de un mayor trabajo de
archivo. A diferencia del franco-argentino, a Terán le interesaba, como
veremos, realizar un contrapunto con la visión de Mitre, López y Sarmiento, aprovechando
un contexto de mayor preocupación por el método investigativo. Sostenía Terán
la necesidad de una historia poli-céntrica, no solo leída y pensada desde
Buenos Aires, según su argumentación. Las historias que no contenían
información sobre las provincias eran, según lo metaforizaba en su prólogo,
similares a un guiso sin liebre. Más
directo, pero con una idea idéntica, el año anterior desde la Rioja, el padre
Larrouy sostenía que, sin exhumar los archivos de todo el país, el relato sería
acaso inexacto o incompleto. Las
contundentes frases, correspondían a un siglo en el cual el legado mitrista
cedía lugar a un crecimiento de la mirada provincialista, en el cual las élites
del interior pujaban por un lugar en el presente del país, evocando para ello
las contribuciones del pasado[11].
Las amplias redes interpersonales de
un Terán que articulaba diferentes círculos, incluían su cercanía con una élite
a la vez tradicionalista y audaz. En ese sustrato social ubicamos a los tres
hermanos Rougés, asociados al ingenio Santa Rosa, siendo principal el
ascendiente de Alberto Rougés, filósofo tucumano que pretendía equilibrar el
crecimiento material con la dimensión espiritual.
Políticos locales, de proyección nacional, como Ernesto Padilla, José Ignacio
Aráoz y Luis F. Nougués, también se habían comprometido en lo que consideraban
un resurgir cultural del norte, aspecto que con acierto ha sido percibido por Armando
Bazán como denominador común en aquella camada de pensadores norteños en el
cruce entre siglos.
Esta Generación del Centenario se
había apoyado también en otros ámbitos de discusión donde florecían capitales
culturales que conectaban con ámbitos extra-provinciales, incluso con algunos
letrados y académicos americanos y europeos. Entre estos espacios claves estuvo
la Sociedad Sarmiento, presidida por el propio Terán, impulsora de los Cursos
Libres que en los albores de la centuria prefiguraban la creación de la
Universidad. La patriótica asociación que llevaba el nombre de Domingo F.
Sarmiento, crecía desde la década de 1880.
Nucleaba a estudiantes y maestros de diferentes escuelas como la Normal
y el Nacional, incorporando pronto a mujeres en su membresía, y brotando en proyectos como la creación de Bibliotecas, publicación
de libros y peregrinajes patrióticos[12].
Como espacio tucumano dinamizador de
la cultura, fue relevante también la Revista
de Letras y Ciencias Sociales (1904-1907). Allí la noción de Tucumán como
un polo de tradiciones hispánicas fue fundamentado por Juan B. Terán y otros
referentes locales. Entre ellos se incluían Julio López Mañan y el poeta
peruano y modernista Jaimes Freyre, quienes también buscaron el filón histórico
para destacar el pasado tucumano en la construcción de la nación argentina,
este último en su estadía tucumana (1901 y 1921).
¿Qué visión tuvo el caudillismo y la
figura del líder Bernabé Aráoz en Juan B. Terán? La imagen del primer
gobernador tucumano, pionero de la Constitución de 1820 y de la República de
Tucumán fue bien resaltado en las publicaciones del historiador local del
Centenario. Formado en sociología y derecho en la Universidad de Buenos Aires,
y amigo en sus años porteños de Manuel Gálvez, la mirada crítica frente al
puerto caracterizó desde temprano al joven Juan Benjamín, diferenciándolo del
registro que vimos en Paul Groussac. El propio recorte temporal utilizado en la
obra de Terán pretendía enfatizar que la anarquía
de 1820, tuvo inestabilidades, pero también potencialidades al desarrollar las
soberanías provinciales.
Para Juan B. Terán, sin constituir
un revisionismo en todos los aspectos, el caudillo fue un actor político clave,
pese a ser satanizado por algunos
historiadores como sostenía el intelectual. Se trataba de un comienzo de
siglo en el cual algunos autores comenzaban a vindicar personajes olvidados o
no debidamente juzgados. En su libro de 1910 plasmó un análisis cronológico de las
décadas de 1820 hasta frenarse en 1840, y en los tramos finales incluyó cierta
semblanza del gobernador tucumano de tiempos rosistas Celedonio Gutiérrez que
le permitía llegar a la coyuntura 1852/53. A medida que el relato histórico
avanza en su obra, se destaca con claridad a la figura de Bernabé Aráoz. Posteriormente
enfatiza la vasta formación de Alejandro Heredia que fue clave en la década de
1830, y realiza una valoración matizada del federalismo del gobernador Gutiérrez,
quién carecía de cultura (…) pero era un
hombre práctico, sagaz y de experiencia.
Hay en su prosa una tendencia clara a rescatar el
aporte de los diferentes mandatarios locales en la edificación de una provincia
que había nacido de la separación de Salta del Tucumán en 1814. Se inclinaba
por ello el autor en observar a la violencia y a la “crueldad” como rasgos
provenientes de agentes externos (como el rosismo), o bien de disputas o
facciones circunstanciales, es decir no constitutivas de la política local. De
esta manera sus fundamentaciones podían incluir semblanzas críticas, pero
parecían sugerir una idea positiva sobre la edificación institucional del
temprano siglo XIX, ciertamente alejada de las visiones críticas del
caudillismo que habíamos visto en quienes siguieron con mayor vigor la obra de
Bartolomé Mitre.
Asimismo, se consolidaba la célebre
fórmula de las Memorias de Paz que ubicaban al primer gobernador tucumano como
un caudillo de costumbres suavizadas, caracterización que vimos tomar casi
literal en la obra de Antonio Zinny. Década tras década, la feliz adjetivación
de Paz podía servir para un claroscuro, un matiz que rescate a Bernabé de los
rasgos más duros del caudillismo, y por eso era tomada también en 1910 por Juan
B. Terán:
Era el verdadero caudillo de Tucumán. Su fortuna, su
jefatura de una antigua y prepotente familia, sus servicios desde el primer
momento de la revolución, que lo habían vinculado con los jefes militares de la
república; su carácter ambicioso
y manso a la vez, su condición de campesino feudal,
habíanle dado un ascendiente y un poder, sobre todo en las clases populares y
rurales, que nadie la habría disputado[13].
Aun así, es conveniente no exagerar
el lugar que tenía la figura de Bernabé en la sociedad tucumana, tanto entre
sus sectores letrados, y mucho más aún en la población en su conjunto, que no
albergaban un gran conocimiento sobre su primer gobernador. Los festejos del
Centenario de Mayo, pronto seguidos por el Centenario del 9 de Julio fueron
fértiles en actos y acciones tendientes a monumentalizar la historia tucumana, sin
que el caudillo local lograra tener la envergadura de otros emblemas
provinciales como Juan Bautista Alberdi, Bernardo de Monteagudo, y
principalmente Marco Avellaneda[14].
En 1909 por ejemplo, Marco Avellaneda había sido honrado como un prócer central
en la lucha contra el rosismo, en una clave de lectura que destacaba a Tucumán
como líder de las provincias que desconocieron al mandatario de Buenos Aires.
Los eventos de 1909, que incluyeron la visita a la provincia del historiador
santafecino David Peña, y la inauguración de un retrato de Avellaneda en plena
legislatura, tuvieron una escala de valoración que superaba el lugar que la
sociedad tucumana tenía respecto a Bernabé Aráoz. El amigo del malogrado Marco
Avellaneda, Juan Bautista Alberdi, también parecía tener un despliegue más
fuerte de su figura si lo comparamos con el primer gobernador tucumano, y por
eso en 1904 la escultora Lola Mora pudo desarrollar su imponente escultura, con
la activa participación de la Sociedad Sarmiento y la Sociedad Alberdi. Aún un
tanto opacado, Bernabé Aráoz lograba al menos en el marco restringido de la obra
de Juan B. Terán, erigirse como figura provincial, dejando atrás las críticas
de tiempos de Groussac, con matices interpretativos nuevos, casi telúricos como
veremos.
Cercano a Juan B. Terán, y también
parte de la Generación del Centenario, el hombre nacido en Tacna (Perú) Ricardo
Jaimes Freyre, ya había intentado en 1911 por un lado reivindicar al caudillo
tucumano, y más específicamente rescatarlo del olvido. Cercano al proyecto de
creación de la Universidad, y a sus élites intelectuales, el importante referente
del modernismo literario, amigo de Leopoldo Lugones y Rubén Darío, alternó la
afición por la poesía con el gusto por la historia, plasmado en su libro Historia de la República de Tucumán. En
términos similares al libro de su amigo Terán, escrito con un año de diferencia
y en un similar clima centenario, anunciaba desde las primeras páginas la
necesidad de revisar a un personaje “mal juzgado por los historiadores”[15].
En sintonía con cierto crecimiento del localismo, y de la crítica a lecturas
historiográficas centradas en la ilustre capital argentina, Freyre discutió afirmaciones
de Vicente Fidel López, considerando por ejemplo que no había pruebas de que en
1819 el caudillo Aráoz estuviera específicamente en el episodio violento en el
cual el gobernador Mota Botello fue herido y despojado de su cargo, más allá de
reconocer que Aráoz se benefició del acceder al poder. Veremos a continuación
de qué manera cierta visión telúrica que entroncaba con la Europa de las
guerras mundiales, influía en el clima gestado en el norte argentino[16].
Las notas medievales del discurso de Terán. Folklore, tradiciones y raíz
hispánica
Retornando a las características de
la mirada histórica de Juan B. Terán hay un detalle que resulta significativo,
por constituir un rasgo diferente a las interpretaciones que podemos tener en
la actualidad respecto al siglo XIX y que diferían también de las líneas
anti-caudillistas del mitrismo. La referencia permanente y extemporánea al
feudalismo y a la Edad Media, es sin dudas un aspecto que singulariza a la obra
de Terán, en el sentido en que genera interpretaciones lineales y juego de
escalas que se vinculan con el apego a la defensa de las culturas tradicionales
europeas que el autor reanudó en 1929 con su libro “Lo gótico, signo de
Europa”.
Por ejemplo, en el primero de los
cinco capítulos de Tucumán y el Norte,
Terán explica lo que denomina “autonomía provincial” y ancla su mirada en
Bernabé Aráoz, haciendo 3 paralelos con la Edad Media en menos de 10 hojas de desarrollo.
El caudillismo es entendido como un fenómeno que a simple vista puede disgustar,
pero permitió en su interpretación generar una autoridad local en tiempos de
fragmentación del poder central. Destaca entonces el pacto con lo que denomina
clases populares y plebeyas, y afirma
que esas cadenas de jerarquías protegieron el orden local y se asemejan por
ello a las virtudes que encontraba el intelectual en el régimen feudal.
La analogía nostálgica y forzada
respecto a la medievalidad europea, debe ubicarse también como parte del nacionalismo
y las notas telúricas en las cuales la Generación del Centenario fundamentó su
confrontación de tiempo presente contra el cosmopolitismo y la inmigración,
convicción muy clara en trabajos posteriores del intelectual como Espiritualizar nuestra escuela, del año
1932. Es decir que como en todo trabajo historiográfico, el autor no estaba
solo retrotrayéndose al periodo estudiado, sino que su presente de enunciación
lo conducía a preguntarse en torno a cuestiones que eran candentes en la
Argentina de la Primera Guerra Mundial, y en la coyuntura posterior a aquél
desenlace bélico.
El país que se encontraba cumpliendo
sus primeros cien años de existencia, ya que el consenso académico subrayaba la
importancia del 25 de mayo, era entendido por la élite dirigente como una joven
nación que debía tomar elementos de las patrias europeas, pero con recaudos
locales. Esa preocupación por frenar los impactos de la inmigración aluvional,
fue al mismo tiempo una inquietud que el intelectual local enfatizó en otros
foros nacionales en los que participó. Se destacaba su presencia, en las
décadas de 1920 y 1930, en la Sociedad de Historia Argentina, por él fundada, y
en el Consejo Nacional de Educación, órgano en el cual participaron figuras
como él, Ramón J. Cárcano, y Ernesto Celesia, espacios en donde desplegó una
similar mirada regionalista y telúrica.
Para Juan B. Terán el gusto por el
medioevo, y por la influencia letrada y arquitectónica europea, coexistía con
la defensa de los valores hispano-católicos, y con la apología de un criollismo
que incluía un paladar más bien negativo hacia los pueblos originarios. Cuando
en 1928 sus amigos de Santiago lo invitaron a participar en el número 4 de la
revista La Brasa, en donde se destacaban figuras como el abogado e intelectual
Bernardo Canal Feijoo, allí el tucumano aprovechó para mostrar una vez más una
defensa del criollismo y la cultura blanco-hispánica frente a las huellas
pre-colombinas, siempre con sutileza y erudición.
En aquella vigorosa revista
cultural, en donde descollaban arqueólogos como los hermanos Wagner que
destacaban el pasado indígena santiagueño, el autor tucumano escribió una
columna titulada Arte Americano. En su contribución a la revista de la vecina
provincia, Terán advertía en 1928 que estaba creciendo el interés por buscar
una estética americanista, pero lo inquietaban algunos riesgos, como lo denominaba en aquel número en donde convivía el
texto de Juan B. Terán, con un artículo sobre el quichua de Lizondo Borda,
además de partituras folklóricas del norte. Estos riesgos que advertía, los
vinculaba con la idea de que buscar una pureza americana era como buscar una matemática americana, y sostenía en
idéntica dirección que no hay arte
americano (…) si no aprovechamos la capacidad que ha formado en Europa una
experiencia secular[17]. Cerraba su participación con una
elocuente invitación a leer menos lenguas
indias y más griego y latín. Aun
así, con habilidad discursiva, concluía destacando una idea que circulaba entre
los criollistas argentinos de entreguerras, que consistía en la paradójica
noción de que se podía sostener la cultura europea e hispano-católica desde
América, recuperando lo que la Europa bélica estaba perdiendo: la originalidad de América no estará en el
repudio de Europa, sino en llegar a ser el discípulo que supere al maestro[18]. De interesante pensamiento, con ribetes
conservadores, Terán entendía que la cultura ancestral de base católico-europeo
podía encontrarse incluso en los Valles Calchaquíes, espacio de base indígena,
pero permeado por el sigiloso trabajo que la conquista y la colonización había
trazado durante siglos[19].
La propia imagen de que la verdadera
cultura se encontraba en los cerros había tenido gran éxito en una Europa que
resultaba la referencia central de estas cúpulas dirigentes. En el viejo
continente las asociaciones que rescataban las genealogías, el folklore y los sustratos
locales venían desde el siglo XVIII, asociadas al propio concepto de volk, y cobrarían fuerza en ambos lados
del atlántico en el contexto de entreguerras, en algunos casos plegadas a un
conservadurismo crítico frente al liberalismo, las democracias y las grandes
mayorías.
El principio telúrico y las políticas
destinadas a buscar raíces siempre que se arraiguen más con lo hispano-católico
que, con lo indígena, siguió expandiéndose en el norte argentino en las décadas
siguientes. Ernesto Padilla y Alberto Rougés apoyaron al interesante
investigador Juan Alfonso Carrizo, en su arduo proyecto de recolección de cantares,
coplas y relatos orales en las montañas y llanos del noroeste argentino. El
folklorólogo, uno de los más importantes de toda América, se había nutrido en su
Catamarca natal con las enseñanzas del padre Antonio Larrouy, religioso de
origen francés que disfrutaba también de anclar la cultura local en las tradiciones
europeo-medievales, estableciendo vigorosos puentes culturales entre ambas
orillas del atlántico.
Con estas referencias en mente, el
catamarqueño Carillo llevó a cabo su trabajo etnográfico entre 1926 y 1940. Recibió el apoyo de la élite tucumana,
deseosa de “demostrar” que el norte había preservado aquella fresca pureza. Fiel
a este paradigma folklórico, la élite azucarera apoyó y contribuyó a financiar
el trabajo de Carillo pidiendo que se materializara en la publicación de los
Cancioneros de Catamarca, Jujuy, La Rioja y Tucumán, mientras Orestes Di Lullo
realizaba el correspondiente a Santiago. En ese proceso de búsqueda, el propio intelectual
santiagueño Di Lullo generaba a su vez nuevas lecturas del pasado de su
provincia, rescatando algunos aspectos de uno de los caudillos más cuestionados
del norte argentino: Juan Felipe Ibarra, proceso para el cual remitimos a los
trabajos que componen este dossier.
Mostrando una línea ascendente en la
cual la matriz folklórica fue creciendo con el siglo XX, alimentando la idea del
norte como reservorio moral de la nación frente a los cambios de la sociedad de
masas, veremos que el propio Carrizo con el correr de las décadas del 20’, 30’
y 40’ fue proyectándose hacia el país en su conjunto, incluida Buenos Aires
como gran bastión cultural e institucional. En 1943 el Estado Nacional,
interesado en intervenir en las formas de entender lo nacional y lo patriótico,
e influido por los nuevos aportes provenientes del norte, inauguró el Instituto
Nacional de la Tradición, cuya dirección recayó en el propio Alfonso Carrizo,
quién continuó en el puesto aun cuando llegó el peronismo.
Esta larga parábola sobre los nuevos
contextos de ideas en la región norte en el Centenario y los años siguientes,
permite repensar el lugar que Terán le otorgó al caudillismo. Si para Terán el
control de Bernabé sobre la cultura plebeya,
era un resguardo para la provincia y para generar un dominio no muy regulado
desde Buenos Aires, es importante destacar también que el pensador se anticipó
a la posible crítica hacia un provincialismo que pudiera resultar incompatible
con la defensa de la nación y de sus próceres centrales. Es decir que el
intelectual entendía que la defensa de la región no debía implicar un ataque
tan directo a la capital del país y al lugar cultural de Buenos Aires. Es
posible que esa necesidad de generar lazos con un estado-nación con el que la
industria azucarera interactuaba a diario, explique la preocupación del
pensador por defender al caudillismo y a las tradiciones norteñas sin ser
percibido como una apología del aislamiento cultural o como un desconocimiento
de la importancia del área portuaria y pampeana en la historia nacional. En este sentido no podemos entender su obra de
1910 como un esbozo de revisionismo, movimiento complejo y heterogéneo que aún
por aquella década no asumía sus rasgos más característicos. Para evitar las críticas
desde Buenos Aires, reforzó el argumento de que la “autonomía” de la antigua
República de Tucumán e incluso el altisonante nombre de presidente que había
usado Bernabé, no implicaban una pérdida de vínculos con el resto del
territorio rioplatense. La búsqueda regionalista no debía implicar una
sobreestimación de provincias con endeblez económica y con cierta postergación
política como eran los espacios provinciales del norte en comparación con la
zona portuaria.
Para Terán aquellas décadas entre la
independencia y la organización nacional podían entenderse como una “pausa”
necesaria, luego de que la primera década fuera una época heroica de la
revolución. Este intermedio, que recuerda la idea misma de Edad Media, tenía
por objetivo fortalecer a las provincias y dotarlas de pactos que luego
terminarían con la articulación constitucional de estos pueblos en la nación,
hacia 1852/3.
Por esta razón el libro de Terán que
aún hoy es referencia, defendía al caudillo de las acusaciones más frecuentes
que recibió Aráoz tanto entre sus contemporáneos como en la posteridad. Estos
cuestionamientos hacia el caudillo son resumibles en la acusación de no apoyar
la guerra conjunta contra el realista y no mandar diputados a Córdoba ante la
invitación del gobernador cordobés Bustos. En cuanto a las vacilaciones del
gobernador tucumano frente a la invitación de Bustos, el historiador sostenía
que el propio Martín Rodríguez aconsejaba la suspensión del Congreso cordobés y
que la actitud de Tucumán fue por ello la de todos los pueblos.
Por su parte, en su semblanza de los conflictos con Salta y Santiago de los años
1820/1821, parece discutir veladamente con Bernardo Frías, quien años antes
había realizado la operación intelectual de jerarquizar a Martín Miguel de
Güemes sobre el resto de los caudillos. Si Güemes no era para Terán un
“caudillo de substancia distinta a los demás”, las disputas entre las tres
provincias podían entenderse mejor como un momento de crecimiento de la
soberanía de los pueblos, que desencadenaron las autonomías de Santiago (1820)
y Catamarca (1821). La única crítica que se desliza a Bernabé parece aceptar a
medias la acusación de falta de apoyo siendo que en líneas generales Terán realiza
un esfuerzo retórico por sostener que el proyecto de República de Tucumán no implicaba
“romper el vínculo de la nacionalidad”.
La prudencia para destacar algunos
rasgos e incluir criticas sin afirmaciones tan tajantes como en Groussac, fue sin
dudas un sello distintivo del trabajo académico de Terán. Así como Bernabé
podía ser rescatado, aceptando parcialmente las dificultades de su proyecto y
su difícil articulación con Güemes e Ibarra, otros personajes del siglo XIX
recibieron un trato también equilibrado. No anclaba su línea historiográfica en
función de una mirada unitaria o federal, y por eso podía ponderar a una figura
federal como Alejandro Heredia. Simpatizaba en general con referentes unitarios
como el Gral. Paz, y con hombres de la generación romántica como Marco
Avellaneda, presentado este último como la contracara de la tiranía de Rosas. Aún si su anti-rosismo
era claro, en los pasajes en los que analizaba la Liga del Norte contra Juan
Manuel de Rosas deslizaba también cuestionamientos a Gregorio Aráoz de Lamadrid
(por su vanidad ingenua) y hacia la
juventud e inexperiencia del joven Avellaneda[20].
Respecto al trabajo de fuentes de
Terán insistimos en que superó notoriamente a sus antecesores, con base principal
en el Archivo Histórico de la Provincia de Tucumán, y con diálogos
historiográficos con la Historia de los
Gobernadores de Antonio Zinny, los trabajos de Paul Groussac, las memorias
de Lamadrid y el Gral. Paz, y David Peña para el abordaje del caudillismo en la
década de 1830, entre una gama amplia de autores y fuentes. No accedió sin
embargo a algunos archivos nacionales, y desconoció algunos documentos que
hubieran sido de utilidad como la Constitución de 1820 de la República de
Tucumán, fuente que fue recuperada recién décadas más tarde. Las menciones a la
historiografía de Vicente Fidel López y de Bartolomé Mitre suelen aparecer bajo
la forma de discusiones en donde confronta hipótesis, generalmente para
destacar a Tucumán y a la región norte. Discute asimismo la adjetivación de Vicente
Fidel López en torno a Aráoz, Bustos y el Gral.
Paz (hipócrita, solapado y ambicioso respectivamente), y reflexiona sobre el uso controlado de
las pasiones al investigar, y
advierte contra simples conclusiones.
En síntesis, se trata de una de las
primeras recuperaciones de Bernabé hacia el terreno de la valoración positiva.
Más allá de su lenguaje menos pasional que el de Groussac y más metódico y
descriptivo, no duda en calificar al primer gobernador tucumano como el verdadero caudillo, estabilizando el
carácter favorable de esa afirmación al remarcar que era ambicioso y manso a la vez. La utilización de aquella temible
palabra, recuperando su posible acepción favorable, continuaría creciendo en
las décadas siguientes, como veremos en la obra de Manuel Lizondo Borda.
Respondiendo una Encuesta de Caudillos: la valoración de Manuel
Lizondo Borda en la década de 1960.
Al iniciar la década de 1960 una
serie de historiadores argentinos se sumaban a la iniciativa de contestar en
una Encuesta, los rasgos que asumió el
caudillismo en cada una de las provincias[21].
La propuesta surgió del historiador sanjuanino Héctor Domingo Arias, quién
reunió a una serie de colegas que se encargaron de elegir y redactar sobre
aquellos próceres considerados como los
respectivos caudillos locales. El proceso de reunión de autores, selección de
caudillos y escritura se plasmó en una publicación de la Universidad Nacional de
La Plata, que encontró su impresión en el año 1965.
El criterio no incluyó a todas las
provincias argentinas, y terminó plasmándose en 6 capítulos, cada uno a cargo
de un historiador o historiadora. Aun cuando por aquellos años Félix Luna y
Ariel Ramírez, ponían en la voz de Mercedes Sosa a diferentes mujeres
argentinas, el criterio en la Encuesta de
1965 fue masculino en la selección de los personajes evocados, habidas cuenta
de la inexistencia de una dimensión femenina en la conceptualización del
caudillismo. Un criterio sin embargo sí resulta llamativo, y vuelve a ratificar
la dificultad tucumana para erigir a un único caudillo provincial, mientras que
en la mayoría de los capítulos primó el criterio original de elegir tan solo un
líder, el tucumano Manuel Lizondo Borda realizó un esbozo triple (Bernabé
Aráoz, Gregorio Aráoz de Lamadrid y Alejandro Heredia), pese a consignar al
primero de ellos como el caudillo principal de Tucumán.
Más sencillo para la operación de
heroización y de rescate de la memoria local, los restantes autores escogieron
solo a uno. El historiador sanjuanino Héctor Domingo Arias, que había convocado
al resto, se ocupó de ensalzar a Nazario Benavidez, mientras que también
previsiblemente la elección para la provincia de Salta era retratar a Martín
Miguel de Güemes, para lo cual convocaron a Atilio Cornejo, discípulo de Bernardo
Frías, quién como vimos había sido pionero en reivindicar al caudillo
salto-jujeño. También con criterios más claros que para Tucumán, la entrerriana
Beatriz Bosch se ocupó de un Justo José de Urquiza que venía siendo su objeto
predilecto, tema de estudio que le valió en aquél año de 1965 su integración en
la Academia Nacional de la Historia.
El libro desarrollaba una mirada
integral sobre el fenómeno, aunque fragmentada e incompleta, sosteniendo en
términos generales una mirada favorable a los líderes, aún acerca de Juan
Manuel de Rosas, con capítulo a cargo de Julio Irazusta. Tal como sabemos,
Julio y su hermano mayor Rodolfo, habían participado en 1930 en la agitación
contra Hipólito Yrigoyen, desplegaron por entonces una mirada entre
nacionalista y conservadora a través del Instituto Juan Manuel de Rosas,
abrazando ideas de la derecha europea afines con el francés Charles Maurras y
aún con el fascismo italiano. Particularmente Julio, se incorporó al
radicalismo cuando Marcelo T. de Alvear fue su figura, y tuvo una prolífica
actividad académica que incluyó publicaciones en la prestigiosa Sur,
donde se destacaba Victoria Ocampo, entre otras letras de envergadura.
La publicada Encuesta, entroncaba con el aumento de la cultura de masas
argentina, y con una suerte de fenómeno editorial favorable a estos personajes,
teniendo en cuenta que casi simultáneamente Félix Luna publicaba su libro Los Caudillos y una versión adaptada con
música de Ariel Ramírez. El libro de
Luna, y la participación suya en las letras musicalizadas por el pianista Ramírez,
recibieron muy buena aceptación, aunque no eludieron críticas por la inclusión
de Leandro Alem, arriesgada estrategia de articular un caudillismo tardío con el
radicalismo temprano. Libro y Long Play (LP) fueron de alguna manera una misma
obra con 2 formatos, con una misma lista de líderes escogidos, que cubrían la
hipótesis de Luna de los 2 ejes temporales del caudillismo rioplatense,
1819-1831 y 1862-1868. La lista de héroes díscolos era la siguiente, y no
figuraba ni remotamente ningún tucumano: José Gervasio Artigas, M. Miguel de
Güemes, Francisco Ramírez, Facundo Quiroga, Juan M. de Rosas, Chacho Peñaloza y
Felipe Varela, sumándose en el disco Alem (ausente en el libro)[22]. Los fenómenos de amplio consumo
evocados, entroncaban así con una predisposición de la sociedad a enaltecer
héroes provinciales, con distintos formatos que incluían desde impresos, hasta
Cantatas Folklóricas, homenajes y peñas populares.
En este ecléctico fervor histórico de
la década de 1960 hubo ciertamente algo de influencia del revisionismo, aunque
en muchos casos el contenido polémico de dicho movimiento historiográfico era
reemplazado por una romantización de los cultos locales, y una mirada menos
polémica. Así ocurriría también en Catamarca y en La Rioja en el año 1963, durante
el Centenario de la muerte del Chacho Peñaloza, con activa participación del historiador
Armando Bazán. En la Rioja desde la
década de 1940 con la creación de la Junta de Historia y Letras se había
iniciado una revisión de la visión peyorativa del caudillismo a contrapelo de las
obras de Mitre y Sarmiento, y en la revista de dicha Junta escribió
tempranamente el propio Félix Luna con espíritu localista y reivindicador. Se abrió
paso así una consagración de Facundo Quiroga y el Chacho como emblemas humanos,
cuyo interés excedió los libros e incluyó el trazado de avenidas y calles, el
folklore, y el cine con films como Facundo
el tigre de los llanos (1952) y luego con Hugo del Carril Yo maté a Facundo (1975)[23].
¿Qué visión sobre el bernabeísmo
pudo hilvanar Lizondo Borda en este contexto favorable a las culturas locales?
Recordemos para empezar que tenía el antecedente de un Juan B. Terán que en el
clima del Centenario había destacado varios aspectos del primer gobernador tucumano,
y había rebatido argumentos de la visión clásica. Además, Lizondo Borda, se
sentía discípulo del mencionado Jaimes Freyre, con quien se educó en el Colegio
Nacional de Tucumán, heredando de su maestro la valoración explícita de Aráoz.
Borda (1889-1966), venía en ascenso como
historiador norteño con amplias redes en Buenos Aires y en las provincias
argentinas en general, y con participación directa en la creación de la carrera
de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras en Tucumán, además de espacios
como el Archivo Histórico de la Provincia, en donde alcanzó a ser su Director.
En 1948 había publicado su
Historia de Tucumán, que constaba de dos partes: la primera, referida al
período 1801-1852, ya había sido publicada como parte de la Historia de la Nación Argentina de la
Academia Nacional de la Historia, institución de la cual era miembro. Además de
la reedición de esta primera parte, la ambiciosa Historia de Tucumán tenía una segunda parte que abarcaba el período
1851-1900, sumada a un estudio introductorio.
Aquel Lizondo Borda que ya en la
década de 1920 vimos participar tempranamente junto a Juan B. Terán, y a
colegas santiagueños en la revista La Braza, con un artículo sobre el quichua
santiagueño (uno de sus primeros temas), era en la década de 1960 un
intelectual consolidado en el campo académico y cercano al radicalismo en su
sentir político.
Su participación en la mencionada Encuesta, seguía la línea de sus
trabajos de las décadas de 1940 y 1950, que reivindicaban al caudillismo, en
una línea liberal diferente a la de colegas tucumanos como Manuel García
Soriano y Orlando Lázaro que para esa época reivindicaban a Bernabé Aráoz y
otros caudillos desde una agenda revisionista, con adscripción rosista en el
primero de los casos, y peronista en ambos. Con variadas sensibilidades políticas,
el reconocimiento a Bernabé Aráoz había crecido en la historiografía local,
aunque estaba lejos de plasmarse en un culto popular, en monumentos destacables
o en una figura que despertara devoción fuera del estrecho ámbito académico.
Analizando el pensamiento de Borda, un
aspecto sumamente sugerente es su mirada respecto a la movilización popular y
su preocupación por describir una provincia con caudillos que eran seguidos en
forma pacífica, sin tanto nivel de conflictividad, descripción que parece
también vincularse con las preocupaciones contemporáneas, es decir de su propio
tiempo en un Tucumán que vivía intensos conflictos en las industrias azucareras.
Buscando presentar un Tucumán estático en el pasado y sin conflictos de clases,
para Borda nuestro caudillo era más conciliador que Quiroga o Güemes y menos
transformador del orden social. La diferencia estaba, en su visión, en que los
sectores rurales tucumanos habían accedido a la tierra previamente. Se trataba
de un pueblo de agricultores, y por eso
no requerían un líder que los convoque a correr
aventuras fuera de su provincia.
Insistiendo en la idea de la mayor
institucionalidad tucumana, el autor sugirió en la Encuesta que aquel pueblo gaucho tendió a enrolarse en tropas
regulares, como las del Ejército Auxiliar del Perú, más que a comportarse de
manera informal o desordenada. Aun así, reutilizaba favorablemente la noción de
“caudillo”, y consideraba a Bernabé el primero en la provincia. Resaltaba asimismo
la proverbial mansedumbre de Aráoz, extendida a sus seguidores, descriptos como
gauchos pacíficos. Con estas operaciones historiográficas, al caudillo tucumano
y a sus seguidores se le quitaba las espinas, la conflictividad, la posible
invitación contemporánea a la rebeldía. En su explicación siguió principalmente
a su maestro Ricardo Jaimes Freire, y destacó la movilización de campesinos y gauchos del sur de Tucumán,
con base en las tierras que el caudillo Aráoz tuvo en Monteros. Las cualidades
del líder histórico no eran de mando,
sino más bien de benevolencia,
sostenía Lizondo Borda insistiendo en esta suerte de caudillismo bueno,
mostrando un contraste con otros líderes decimonónicos que aborrecía, como Juan
Manuel de Rosas[24].
La ponderación del líder tucumano en
aquel texto de Borda, alcanzaba aspectos casi apologéticos, y tenía por fin
rescatar a una figura que, aun siendo el primer gobernador, autor de la primera
Constitución Provincia, y creador de la República de Tucumán, no era
suficientemente celebrada en la provincia. En su texto se advierte el desfasaje
entre la notoriedad que quiere darle al personaje, y la consciencia de que no
era muy arraigado en Tucumán, y mucho menos en los posibles lectores de otras
provincias que iban a adquirir aquél libro-encuesta sobre caudillos. Tal vez
por eso, como vimos, su semblanza incluyó además al federal de la década de
1830 Alejandro Heredia, que tenía otros rasgos, e incluso una semblanza de
Gregorio Aráoz de Lamadrid, quién en parte de su trayecto vital fue cercano al
unitarismo. Tucumán necesitaba 3 líderes históricos para generar lo que
provincias vecinas como Salta lograban con una sola semblanza biográfica.
En aquélla década de 1960 Tucumán
continuaba preguntándose cuál era su caudillo, y reconocía aportes de Aráoz sin
llegar a decidir un despliegue claro de un culto en torno a su figura. Esa
misma década de hecho la antigua casa colonial de Aráoz, que se encontraba en
buen estado a metros de la Casa Histórica, fue demolida, aún contra las
súplicas de los descendientes. Por estas
razones tal vez, Lizondo Borda ensayaba una defensa elocuente del personaje,
pretendiendo en sus palabras, tapar la
boca, a quienes lo ignoraban o criticaban. El intelectual sumaba las
alabanzas de San Martín y de Belgrano hacia su personaje, montadas como
evidencias para enaltecerlo, y demostrar que fue valorado entre sus
contemporáneos. Aún con los esfuerzos que vimos desplegar desde tiempos del
Centenario para reivindicarlo, Bernabé Aráoz no había logrado la instalación de
su figura como ocurría en los casos de La Rioja con Facundo Quiroga, y principalmente
de Salta con Güemes, espacio este último en donde la gran estatua de 1930 se
acompañaba de un repertorio cantado, de poemas de Dávalos y de un sentir
popular que para la década de 1960 era ya muy arraigado[25].
Es interesante también la
ambivalencia en el uso del concepto de caudillo en la obra de Borda, ya que en
la primera línea de su texto afirma que Bernabé es el gran caudillo tucumano,
pero se apura en evitar la resonancia disruptiva o casi revolucionaria del
término, caracterizando la suavidad de su estilo y de sus tropas gauchescas.
Posteriormente lo define más como un gobernante
que un caudillo, aspecto que muestra que aún en la década de 1960 no se
había estabilizado completamente una acepción positiva para dicho término.
En la década de 1980 en Tucumán, el
historiador Ramón Leoni Pinto había tenido una discusión semejante en una
sección de Debates de La Gaceta, principal diario local. El intelectual nacido
en Santiago del Estero e instalado como historiador en Tucumán, alababa a
Bernabé como un estadista, más que
como caudillo, definición que no fue aceptada por un lector, que entendió que
implicaba minimizar su contribución. El juez tucumano que opinaba en respuesta
a Leoni Pinto, Manuel López Rougés, entendía que privarlo del adjetivo de
caudillo menoscaba su figura. En dicha
polémica el ciudadano que cuestionó la nota publicada por Leoni Pinto argumentó
además que no reconocerlo como caudillo implicaba negar su capacidad de mando y
minimizar el respaldo de Belgrano y San Martín. En su respuesta, el santiagueño
reforzó su carácter de historiador a diferencia de Rougés, y argumentó que la
idea de las cualidades no caudillescas de Bernabé, venían de una larga
tradición que incluía a José María Paz como contemporáneo de los sucesos,
sumando a la posterior labor historiográfica de Lizondo Borda y Freyre. A la
cualidad de estadista, Leoni Pinto la fundamentaba en que a diferencia de otros
líderes se vinculó mejor con Buenos Aires e insistiendo en su posición lo describió
como un hombre versado en política y en
la dirección del Estado[26].
Consideraciones finales
Algunas obras recientes sobre el
caudillismo rioplatense entre las que se destaca la compilación de Noemí
Goldman y Ricardo Salvatore, no solo han revisado con nuevas interpretaciones
la visión de los liderazgos locales, sino que han dado cuenta de las
modulaciones historiográficas ocurridas en 200 años de historia, aunque significativamente
los caudillos allí analizados no incluyen ningún referente histórico de Tucumán[27].
Esta menor densidad historiográfica,
si comparamos el interés por Bernabé Aráoz con la tinta escrita sobre Güemes, o
Facundo Quiroga, es una de las primeras afirmaciones sugerentes, que se
muestran no solo en el campo de los historiadores sino en el más variado territorio
de las celebraciones, monumentos y otras expresiones más colectivas en relación
al pasado.
Cercano a cumplirse el bicentenario
de la muerte cruenta del primer gobernador tucumano, su culto no tiene ni
someramente el despliegue que se alcanza en otros casos norteños, e incluso
parece menor que el propio interés local que han generado figuras como Juan B.
Alberdi o Marco Avellaneda, aun cuando estos fenómenos colectivos son complejos
y las polémicas del pasado se actualizan permanentemente. La propuesta de años
recientes por nombrar Bernabé Aráoz a
la principal terminal de ómnibus de Tucumán, así como el proyecto presentado
por senadores tanto peronistas como radicales para instalar al referente como héroe nacional, se dirigen tímidamente
en dirección a nacionalizar su imagen, aunque una larga duración indica que su
grado de arraigo es bajo aún a nivel provincial y regional, conclusión que es
un hallazgo significativo. Con la cuantiosa evidencia aquí abordada, incluso
podríamos preguntarnos ¿Es realmente Bernabé Aráoz nuestro correspondiente
caudillo, o el panteón nos muestra otras opciones? Más que contestar desde el
presente o desde nuestras preferencias, hemos optado por historiar qué miradas
sobre el caudillismo y acerca de Aráoz se fueron gestando en diferentes
coyunturas.
El primer interés en abordar la
figura de Bernabé Aráoz surgió lejanamente en la década de 1880, momentos en
los que apenas se esbozaban los primeros hitos de una historiografía norteña
con límites todavía difusos con la literatura y el registro ensayístico, propios
de un campo cultural poco especializado. Dos europeos se ocuparon de
caracterizar al líder, y se valieron de cierta pesquisa documental, pero su
resultado fue una mirada peyorativa muy influida por la incorporación de
lecturas cercanas a Bartolomé Mitre y a Domingo F. Sarmiento. Estos dos
europeos que desplegaron alguna de las primeras páginas sobre la historia
tucumana fueron el francés Paul Groussac, y Antonio Zinny, nacido este último
en Gibraltar. Hemos concluido que si
bien reconocían cierto aporte de la familia Aráoz en la Batalla de Tucumán
(1812) y en tiempos del Soberano Congreso (1816), sus narrativas se dotaron de adjetivos
condenatorios. Se nutrieron de una valoración negativa del federalismo y la
movilización de sectores, de una tendencia a valorar los líderes locales como contrarios
al orden central, y de una retórica anclada en una mirada lineal de la
civilización y del lugar de Buenos Aires en la conducción del país, en
afirmaciones muchas veces cargadas de anacronismos y pasiones personales. Se ha
indicado que la mirada que estos foráneos desarrollaron sobre el bernabeísmo,
tuvo paralelos con discursos peyorativos del caudillismo en los simultáneos
trabajos de Joaquín V. González en Catamarca, o de Joaquín Carrillo en la provincia
de Jujuy, sin quitar el gran valor que tuvieron al iniciar un campo de estudios
tan pujante como embrionario.
En el Tucumán de finales del siglo
XIX, ya transformada su fisonomía por el despliegue azucarero y por espacios
que prefiguraban su Universidad como la Sociedad Sarmiento, continuaron siendo prácticamente
nulas las expresiones de la sociedad civil respecto al caudillo local. Es decir
que la mirada despectiva que Groussac había expandido desde su Ensayo, encargado por el gobierno
provincial, tenía un paralelo en un grado bajo de interés de la población por
reivindicar a su primer gobernador y creador de la República de Tucumán, a
excepción de un aislado caso de monumento que hemos ubicado en 1878 en
Monteros, ciudad de su nacimiento.
Los comienzos de una reivindicación
del caudillo ocurrieron a nivel historiográfico en el clima del Centenario, con
los trabajos de Juan B. Terán de 1910, y la Historia
de la República de Tucumán de Jaimes Freyre en el año siguiente, ambos
surgidos de una pujante élite intelectual asociada al proyecto de Universidad
Nacional de Tucumán. Dichos trabajos comenzaron una explícita discusión
académica con algunas afirmaciones de la obra mitrista y reivindicaron el lugar
de la región norte en la historia nacional como parte de sus intereses de
tiempo presente.
En estas operaciones de sentido que
articulaban pasado/presente, se buscó presentar al antiguo gobernador como un
factor favorable al orden político, negando que hubiera sido un obstáculo al
poder central, iniciando al mismo tiempo una relectura de otros próceres locales
y de la contribución tucumana a la causa nacional. De esta manera, cuestionaron
lecturas muy arraigadas como la del escaso apoyo de Aráoz a la guerra contra el
realista, pretendiendo contextualizar a la República de Tucumán como un
proyecto que no pretendía desconocer los pactos y vínculos entre provincias.
Asimismo, destacaron diferentes aspectos políticos, socio-económicos, e
institucionales de su primer gobierno (1814-1817), y de la accidentada experiencia
de la República (1820-1821), contextualizando y lamentando el posterior
episodio de su muerte.
Aún con la escritura de estas
primeras obras más bien reivindicativas, los actos, celebraciones y monumentos
fueron inferiores al importante reconocimiento que en 1909 se realizó respecto
a Marco Avellaneda, con inauguración incluida de un retrato puesto en la Legislatura
que contó con la visita de David Peña, llegado desde Santa Fe. Hemos señalado
en trabajos previos que la matriz anti-rosista con la que se desarrolló la
historiografía tucumana, otorgó mayor visibilidad a Avellaneda que a Bernabé
Aráoz, por una serie de causas como el influjo de la familia Avellaneda en el
cruce de siglos, y por el potencial evocador de la Liga del Norte contra Rosas
para remarcar el lugar histórico de Tucumán en el norte argentino. Actuaban en
tal dirección también la posible asociación de Bernabé Aráoz con el
federalismo, la movilización popular y el cuestionamiento a las élites urbanas,
legado que en distintos contextos de enunciación podía generar un discurso
revisionista que nunca tuvo fuerte eco en Tucumán.
Asimismo, coyunturas tucumanas que
podían haber significado un relanzamiento de la figura de Aráoz, como los
momentos de edificación del imponente Templete de la Casa Histórica (1908) no
fueron aprovechadas por la élite para subrayar el aporte del primer gobernador
a las sesiones del Congreso, y resaltar así a este tronco familiar del que
surgieron otras figuras locales como Gregorio Aráoz de Lamadrid, e incluso Juan
B. Alberdi por vía materna. Para complicar más aquel culto que no parecía abrir
sus alas, surgían otras trabas en tiempos de los Centenarios de 1910 y 1916 ya
que un intelectual local prestigioso como Julio López Mañán, ostentaba una genealogía
que provenía de Javier López, rival del histórico caudillo y autor intelectual
de su muerte. Resultante de estos causales variados, el propio centenario de la
muerte de Aráoz en 1924 tuvo un acto menor, en momentos en los que la provincia
se encontraba bajo una intervención federal a cargo de Luis Roque Gondra.
Los trabajos sobre la heroización de
figuras para otras provincias norteñas, incluso los que integran este Dossier,
señalan algunas líneas de conjunto y también especificidades en los procesos de
construcción de la memoria colectiva en el norte argentino. El caso de la
edificación de un culto a la vez estatal y popular sobre Güemes en la vecina
provincia de Salta resulta un caso paradigmático, y claramente diferente que el
tucumano. Al despuntar el siglo, el temprano trabajo de Bernardo Frías creó en
seis volúmenes una imagen elogiosa del caudillo salto-jujeño lanzándolo como figura
de proyección nacional, con la particularidad de que su heroización resaltó las
notas tradicionales y aristócratas del líder, esforzándose en describir a los
infernales de Güemes como un campesinado sin peso propio, arrastrado por un protagonismo
en clave personal y desde arriba.
La historiografía salteña ha
señalado que esa vertiente elitista y con recaudos por no generar discursos que
pudieran movilizar a la población, continuó en el Centenario de su muerte, a un
ritmo in crescendo. En la década de
1930 se gestó el Monumento que aún persiste, en cuya inauguración estuvo
presente José Félix de Uriburu, en un contexto de interrupción democrática y
fortalecimiento de discursos críticos frente a la movilización popular [28].
Aún bajo una clave que otorgaba brillo a su pertenencia a sectores encumbrados,
y aun teniendo dificultades en la memoria salteña como las tensiones entre la
Patria Vieja y la Patria Nueva, el culto güemesiano
desplegado en el siglo XX no tiene comparación con el poco interés que en
Tucumán generó su caudillo equivalente, aspecto que muestra las singularidades
de cada proceso socio-histórico y la multi-causalidad de las variables de la
memoria colectiva.
Asimismo, en el contexto de
entreguerras, en un clima norteño de proliferación de distintas gamas de
nacionalismos, criollismos y rescate de tradiciones, crecieron en La Rioja,
Catamarca y Santiago cultos referidos a Facundo Quiroga, Chacho Peñaloza (en
las dos primeras) y Juan Felipe Ibarra en la última de las citadas. El giro
valorativo en esas décadas en las cuales Europa se desgarraba en la Gran
Guerra, se alimentó de narrativas renovadas, escritas por autores como Dardo de
la Vega Díaz, el Dr. Elías Ocampo para La Rioja, y Orestes de Lullo, Canal
Feijoo y el radical Alen Lascano para la revalorización del caudillo
santiagueño.
No fue así el itinerario
intelectual/cultural asumido por la sociedad tucumana, tanto en sus bases sociales
como en sus gobernantes, aun cuando hubo aislados intentos por reponer la
figura del prócer local. Desde la década de 1940 Manuel Lizondo Borda continuó
la senda de valoración de Bernabé Aráoz ya esbozada por su antecesor Juan B.
Terán, pero la instalación del caudillo fue todavía de corte letrado, poco
respaldado por las autoridades y muy lejos de un sentir popular. En cambio, figuras
tucumanas como Marco Avellaneda que ya habían tenido una fuerte celebración en
1909, recibían un nuevo respaldo político-académico en dicha década, al
cumplirse 100 años de la Liga del Norte y de su emblemático pronunciamiento
contra Rosas. Los 4 días de evocaciones a Avellaneda en 1941, con visita
protocolar de los poderes ejecutivos de las provincias norteñas, con miles de
niños en la plaza, y con reedición de las memorias del Mártir, y amparados en pomposos
discursos de Alberto Rougés y Lizondo Borda, sugieren que en la provincia
tucumana el lugar del caudillismo fue ocupado por una memoria liberal que
entroncó mejor con figuras como Juan B. Alberdi y su amigo Avellaneda[29].
Posteriormente, en la década de
1960, la Encuesta en la que
diferentes historiadores contestaban sobre los caudillos de sus provincias,
encontró a un Lizondo Borda muy abocado en dar a conocer los aportes nacionales
de Aráoz, proyecto editorial que contribuyó poco a dotar de mayor difusión a
nuestro referente. De hecho, la propia vivienda del caudillo, a metros de la
Casa Histórica cayó en la picota y la demolición hacia 1969. En Buenos Aires y
el país el nivel de conocimiento respecto a Aráoz era (continúa siendo) casi
nulo, obligando a Lizondo Borda en aquella Encuesta a multiplicar las
estrategias para otorgar visibilidad al prócer y tapar la boca a los detractores, en su propia expresión. Cuando
Borda tuvo que elegir un caudillo provincial para el mencionado proyecto de Encuesta, fue el único que pidió poner a
tres personajes en vez de a uno, por lo cual sí consignó a Bernabé como
“caudillo principal”, pero escribió también sobre Alejandro Heredia y Gregorio
Aráoz de Lamadrid, buscando así llamar la atención de los lectores de otras
provincias. En la misma década Félix
Luna editaba el libro Los Caudillos,
invitaba al pianista Ramírez a musicalizarlo, y sumaba figuras históricas
variadas, incluyendo incluso a Leandro Alem, pero no asomaban rastros de ningún
tucumano entre los próceres evocados.
Como un espejo que devuelve otra
imagen, las provincias colindantes continuaban derroteros más elaborados acerca
de sus sentires colectivos: Peronistas y radicales a la cabeza de Alen Lascano
proponían en Santiago rebautizar al Departamento de Matará como Juan Felipe
Ibarra, mientras en la vecina Salta continuaba el culto a su líder gaucho, y en
La Rioja se había estrenado la primera película sobre el tigre de los llanos, y
pronto vendrían más. En marzo de 1974, al cumplirse el sesquicentenario de la
muerte de Aráoz, un diario popular tucumano llamado El Pueblo recogía este legado
lastimoso en el culto bernabeísta, que llevaba décadas de sedimentación:
Ni el más subalterno de los funcionarios asistió a la
misa que la Comunidad Franciscana celebró en su memoria en la Iglesia de San
Francisco. (…) La prensa había anunciado con tiempo el aniversario, (pero) la
comuna ni siquiera cortó los yuyales que crecen en la calle que recuerda el
nombre de Aráoz.
La Gaceta, el principal diario de la
provincia arrojaba un balance similar, y se preguntaba sin obtener respuesta
porqué otras provincias, muestran una
actitud diametralmente opuesta, y sumaba como evidencia la actitud
modernista de la arquitectura tucumana vs. el mantenimiento de edificaciones
coloniales en las limítrofes provincias, las cuales sí habían logrado según el
diario sostener la tradición colonial y el legado de la independencia. La
lastimosa inauguración de una Avenida de los Próceres, aún vigente, estrenada
en 1977 durante el gobierno de facto de Antonio Domingo Bussi, desplegó la
escultura de 13 próceres locales (todos hombres), y las figuras que se
destacaron sobre el conjunto fueron Julio Argentino Roca y Nicolás Avellaneda,
aun cuando se incluyó a Bernabé en el grupo escultórico.
De compleja naturaleza, la memoria
colectiva, cuya edificación es fluctuante y depende de actores múltiples,
señala rumbos esquivos que se modifican ante climas de época, o a partir de la
concentración del interés temático en efemérides redondas como los centenarios
y bicentenarios, tal como ocurrirá pronto con los 200 años de la muerte de
Bernabé Aráoz. Estos mecanismos del recuerdo permiten encontrar pistas acerca
de los sustratos culturales de cada provincia, contribuyendo a observar el
vínculo entre la historiografía y otros registros del pasado, que convergen en entronizar/desentronizar
a héroes y heroínas, y en toda reapropiación colectiva del pasado.
[1]
Acerca de la función aglutinadora de la memoria, y en relación a los momentos
de mayor o menor producción de estos imaginarios colectivos nos hemos basado
principalmente en Baczko,
Bronislaw (1984), Les
imaginaires sociaux. Mémoires et espoirs collectifs, París, Payot.
[2] En este trabajo
partiremos de la noción de historiografía liberal como definición amplia, y en
los distintos análisis matizaremos el sentido nacionalista, positivista,
reformista o las distintas acepciones que ese término podía asumir según el
contexto de enunciación. Para ver algunas mutaciones en el liberalismo, entre
otros hemos consultado a Zimmermann, Eduardo (1995), Los liberales reformistas. La cuestión social en la Argentina.
1890-1916, Buenos Aires, Sudamericana; y Gallo, Ezequiel (1987), “Tradición
liberal argentina”, Revista Estudios
Públicos, 27, pp. 351-378.
[3] En la relectura de
los caudillos en la historiografía argentina fue clave la siguiente compilación
sobre diferentes casos rioplatenses, aun cuando no se abordó allí el caso
tucumano. Goldman,
Noemí y Salvatore Ricardo (Comp.) (1998), Caudillismos
Rioplatenses. Nuevas miradas a un viejo problema,
Buenos Aires, Eudeba. Además de los capítulos referidos a los casos de
caudillismo analizados, remitimos a la introducción de Goldman y Salvatore, y
al estudio historiográfico inicial de Pablo Buchbinder. En cuanto al Ensayo del francés, nos referimos a:
Groussac, Paul (1981), Ensayo histórico
sobre el Tucumán, Tucumán, Fundación Banco Comercial del Norte,.
[4] Una extensa bibliografía especializada muestra la relación
del campo historiográfico argentino, con otros campos culturales y con la
cultura política a finales del XIX y durante la siguiente centuria, siendo
parcial los nombres aquí consignados: Svampa, Maristella (1994), El dilema argentino: Civilización o
barbarie. De Sarmiento al revisionismo peronista, Buenos Aires, El Cielo
por Asalto; Quatrocchi de Woisson, Diama (1995), Los males de la memoria. Historia y política en la Argentina, Buenos
Aires, Emecé; Devoto,
Fernando y Pagano, Nora (2009), Historia
de la Historiografía Argentina, Buenos Aires, Sudamericana; Cattaruzza Alejandro y Eujanian, Alejandro (2003), Políticas de la historia, Argentina.
1860-1960, Madrid-Buenos Aires, Alianza
Editorial. Eujanian, Alejandro (2015), El
pasado en el péndulo de la política. Rosas, la provincia y la nación en el
debate político de Buenos Aires, 1852-1861, Buenos Aires, Universidad
Nacional de Quilmes. Recientemente se publicó Philp, Marta, Leoni y Guzmán
(Comp.) (2022), Historiografía argentina.
Modelo para armar, Buenos Aires, Imago Mundi. Las referencias
teóricas para la memoria europea son vastas, pero nos hemos basado en: Baczko, Bronislaw
(1984), Les
imaginaires sociaux. Mémoires et espoirs collectifs, París, Payot; Eric Hobsbawn, Eric y Ranger, Terence (1983), The Invention of Tradition, United
Kingdom, Cambridge University Press. Los antecedentes en el cruce entre memoria
e historiografía en las provincias norteñas son menores, pero este Dossier
pretende recoger algunos estudios recientes, que serán mencionados en notas al
pie posteriores.
[5]
Así lo sostiene Eujanian,
Alejandro (2015), El pasado en el péndulo de la política. Rosas, la
provincia y la nación en el debate político de Buenos Aires, 1852-1861, Buenos
Aires, Universidad Nacional de Quilmes.
[6] Groussac, Paul, 1981, Ob. Cit. pp. 177 y 206.
[7]
Memorias Póstumas del General José María Paz (1892), Segunda Edición, Tomo I, La
Plata, Imprenta La Discusión, pp. 201. En los posibles paralelos entre la forma
en la que se entendió el caudillismo en los diferentes espacios provinciales,
sugerimos también leer el caso correntino de la primera mitad del siglo XIX,
cuyo caudillismo según la bibliografía especializada, no se asemejó al
caudillismo desarrollado en Santa Fe y Entre Ríos. Véase: Buchbinder,
Pablo (2004), Caudillos de pluma y hombres de acción. Estado y
política en Corrientes en tiempos de la organización, Buenos Aires, Ed.
Universidad Nacional General Sarmiento.
[8] Bartolomé Mitre, con algunos contrapuntos, había generado
un balance negativo sobre el caudillo tucumano: “...don Bernabé Aráoz,
coronel de la milicia provincial, a quien conocemos ya por el papel notable que
desempeñó en los preliminares de la batalla de Tucumán. Hombre de limitados
alcances políticos, estaba saturado de las pasiones locales y eran muy
considerado por sus comprovincianos de la campaña, así por su fortuna y
servicios, como por su larga parentela que formaba una especie de familia
Fabia. Ambicioso vulgar, disimulado y devoto a la par que manso de carácter,
enemigo de Güemes, amigo aparente de Belgrano y admirador de San Martín,
abrigaba secretos odios contra el Ejército Auxiliar que consideraba como
extranjero y estaba resentido con el gobierno por su remoción del puesto de
Gobernador Intendente de Tucumán, que a la sazón desempeñaba su sucesor el
coronel don Feliciano de la Motta y Botelho, decidido sostenedor de la unión”.
Mitre, Bartolomé (1887), Historia de
Belgrano y de la Independencia Argentina, Tomo III, Ed. Buenos Aires, Félix
Lajouane, p. 273.
[9] En su trabajo de 1982, La Rioja y sus Historiadores, Armando Bazán postuló que la historia
riojana fue central en el siglo XIX, pero muy disputada por diferentes
paradigmas interpretativos, teniendo en cuenta que el mitrismo y la línea
interpretativa de Sarmiento utilizaron al caudillismo riojano, como uno de los
ejemplos centrales para edificar su discurso. Dedicó su investigación a David
Peña resaltando que aquella obra permitió recuperar las bondades del
caudillismo, y cuestionó a los epígonos de
Sarmiento, entre quienes ubicaba a Antonio Zinny y Ramón Cárcano. Había nacido
en Córdoba, pero se identificó con la provincia riojana desde sus estudios
secundarios, enriquecidos posteriormente con su perfeccionamiento académico en
Catamarca y en Buenos Aires entre las décadas de 1960 y 1970, ocupando espacios
académicos como el Conicet y la Junta de Estudios de diferentes provincias de
la región.
[10]
Sobre la evolución en la mirada respecto a Juan Felipe Ibarra véase Brizuela, Esteban
(2015), Juan Felipe Ibarra. Escrituras de
su historia, , Santiago del Estero, Ed. Bellas Alas. El mismo autor
participa de este Dossier, ampliando su contribución al problema del
caudillismo en la historiografía norteña. Sobre el grupo santiagueño La Brasa,
y su estrecha relación con historiadores tucumanos puede consultarse en línea a
esta revista de la década de 1920, en la página de la Subsecretaría de Cultura
de Santiago del Estero. https://www.santiagocultura.gob.ar/.
[11]
La mención a Larrouy citada en Bazán, La Rioja y sus Historiadores, 1982, Ob. Cit., p. 10.
[12]
Vignoli, Marcela (2015), Sociabilidad y cultura política. La sociedad Sarmiento en Tucumán, 1880-1914, Buenos Aires, Prohistoria
Ediciones.
[13] Terán,
Juan Benjamín (1919), Tucumán y el Norte
Argentino, Buenos Aires, Coni Hermanos, p. 22.
[14]
Hemos sustentado esta hipótesis en Nanni,
Facundo (2014), “Rosas como
imagen de barbarie. El centenario de la muerte de Marco Avellaneda
(1941)”, Revista Temas Americanistas.
Universidad de Sevilla, n° 23. También en Nanni, Facundo (2021), “Marco
Avellaneda en la Memoria Histórica. ¿El prócer tucumano más celebrado?”, en
Peña de Bascary, Sara y Perilli, Elena, Tiempo de Unitarios y Federales en
el Norte Argentino, Tucumán, Ed.
Junta de Estudios Históricos.
[15]
En Páez de la Torre (Dir.) (2003), Colección “Nuestros Clásicos”. Historia
de la República de Tucumán de Ricardo Jaimes Freyre, Tucumán, Ed. del
Rectorado de la Universidad Nacional de Tucumán, p. 5.
[16]
Páez de la Torre, 2003, Ob. Cit., p. 12.
[17]
Consultar la revista en línea, particularmente el N° 4 dedicado a los autores
tucumanos, en la página de la Subsecretaría de Cultura de Santiago del Estero. https://www.santiagocultura.gob.ar/.
2022
[18] Revista La
Brasa N°4, 1928, Ob. Cit.
[19] Véase: Chamosa, Oscar (2010), Argentine Folklore Movement: Sugar Elites, Criollo Workers,
and the Politics of Cultural Nationalism, 1910-1950, Arizona,
University Press. También, Chein, Diego (2010),
“Provincianos y porteños. La trayectoria de Juan Alfonso Carrizo en el período
de emergencia y consolidación del campo nacional de la folklorología
(1935-1955)”, en Orquera, Fabiola (Comp.), Ese
ardiente jardín de la República. Formación y desarticulación de un
"campo" cultural: Tucumán, 1880-1975, Córdoba, Alción Editora, pp. 161–190.
[20]
Nanni, Facundo, 2014, Ob. Cit.
[21] Se trata de la siguiente publicación: Encuesta sobre
el caudillo. La Plata: UNLP. FAHCE. Departamento de Filosofía. Instituto de
Historia de la Filosofía y el Pensamiento Argentino, 1965. (Cuaderno de sociología;
4)
[22] Mamani, Ariel
(2015), Caudillismo, música folklórica y usos políticos del pasado. Félix Luna
y la polémica historiográfica en torno a Los Caudillos, Cuadernos De
Historia. Serie Economía Y Sociedad, 13/14, pp. 247–263. Recuperado a
partir de https://revistas.unc.edu.ar/index.php/ cuadernosdehistoriaeys/article/view/11290
[23] Véase Vergara, Juan Pablo y Víctor Vega
Carrizo, Víctor (2021), “El Chacho y Facundo en el cruce de la Historia y la
Memoria. La Constitución del panteón de héroes de La Rioja, Argentina”, Revista Ágora, vol. 6, n° 14, pp. 10-29.
[26]
Archivo La Gaceta, Legajo Documental sobre Bernabé Aráoz, N° 12286. Agradezco
al Lic. Sebastián Rosso el acceso a los ejemplares originales.
[27]
Entendemos que la principal contribución a la revisión del caudillismo en la
historiografía argentina fue el libro Goldman, Noemí y Salvatore, Ricardo
(2005), Caudillismos Rioplatenses. Nuevas
miradas a un viejo problema, Buenos Aires, Eudeba. Significativamente no se
encuentra Bernabé entre los biografiados.
[28]
Villagrán, Andrea, 2013, Ob. Cit.