Revista Andes, Antropología e Historia
Vol.
33, Nº 1, Julio – Diciembre 2022
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Creative Commons Atribución - No Comercial CC BY-NC
https://creativecommons.org/licenses/by-nc/4.0/ ISSN Nº 1668-8090
Desconcierto. Percepciones y
dimensiones de la epidemia
PERCEPTIONS AND DIMENSIONS OF THE CURRENT EPIDEMIC
Gabriela Ramos
Universidad de Cambridge
Facultad de Historia
gr266@cam.ac.uk
Fecha de
ingreso: 02/03/2022
Fecha de
aceptación: 05/08/2022
Resumen
El texto ofrece algunas reflexiones sobre el origen, curso y manejo de la actual
epidemia. Se señalan tanto los obstáculos como las posibilidades que el
fenómeno de la epidemia presenta para el conocimiento y la investigación, especialmente
desde la perspectiva de las ciencias sociales.
Palabras clave: epidemia, COVID, ansiedad, contagio, duelo, cuerpo,
Estado, poder, globalización, números
Abstract
The
text offers some reflections on the origin, course, and management of the
current epidemic. Both the obstacles and the possibilities that the epidemic
phenomenon presents for knowledge and research are pointed out, especially from
the perspective of the social sciences.
Key words: Epidemic,
COVID, anxiety, contagion, mourning, body, State, power, globalization, numbers
Muchos elegimos un tema de estudio no solamente porque
nos interesa, sino también porque nos intriga, no lo entendemos parcial o
totalmente, por lo que nos trazamos el objetivo de comprender en qué consiste
para, además, al cabo de la búsqueda, explicarlo a los demás. A menudo las
limitaciones de espacio, de tiempo, o de oportunidades, obligan a presentar
solamente los resultados de la investigación, mientras que a unos pocos se nos
presenta la oportunidad de compartir cómo fue el proceso de búsqueda y extraer
algunas reflexiones de esa experiencia.
Como el espacio es limitado, voy a referirme de manera
puntual a varios temas sobre los que quisiera reflexionar, insistiendo en el
desconcierto, la actitud que domina el panorama en esta época que nos ha tocado
vivir. Intentaré comparar aspectos de la pandemia actual con algunos ejemplos
históricos.
De qué enfermedad
se trata, cuál es su origen, quiénes la contraen, cómo podemos evitar el
contagio y la muerte
Un primer tema sobre el cual la presente pandemia y otras
situaciones similares, aunque no tan extendidas como ésta, causa un profundo
desconcierto individual y generalizado es la identificación y el origen de la
enfermedad.
En efecto: ¿de qué se trata? La pregunta, por cierto, no se
ha hecho ni resuelto de la misma manera a través de la historia o incluso en
distintos contextos socioeconómicos y culturales. El desconcierto generalizado
se nutre, entre otras cosas, de una combinación de incredulidad y aceptación, como
también resignación y en muchos casos, resistencia.
El desconcierto aumenta si la enfermedad es desconocida. Aquí también puede
darse por hecho que la actitud frente a la enfermedad misteriosa puede ser
distinta según las épocas. Quienes investigamos el período anterior al
contemporáneo sabemos de la poca claridad con que se describen los síntomas de
diversas enfermedades, así como del estrecho y frecuentemente opaco rango de
nombres para identificarlos: catarros, fiebres, dolores de costado. Estos repertorios
muy limitados, posiblemente se expliquen por los criterios galénicos para
entender el cuerpo y la enfermedad que dejaron una huella muy profunda en
nuestra cultura, así como a una actitud vigilante que tendía a desanimar la
investigación de las enfermedades fuera de parámetros bastante bien
establecidos.
Tendemos a creer que los avances significativos
emprendidos desde especialmente la mitad del siglo pasado en el ámbito de la
medicina y de la ciencia en general han marcado una diferencia notable con
respecto al pasado. Sin embargo, la actual pandemia habría demostrado que en distintos
ámbitos y entre amplios sectores que involucran a los Estados y la población en
general, existen menos diferencias entre la época pre-moderna y la actual de
las que podíamos imaginar. La circulación de teorías sobre el origen de la
enfermedad, la proliferación de noticias falsas, la recomendación de medicinas
inadecuadas o francamente contraindicadas, y la amplia recepción que estas han
tenido entre sectores cultural y socialmente diversos, el rechazo a las vacunas
y de otras medidas preventivas, y, en general, la difusión de teorías
conspirativas sobre la pandemia, guardan cierta similitud o cierto paralelismo
con las explicaciones que atribuían las epidemias a los eclipses solares, el
paso de cometas, la presencia maléfica de grupos e individuos minoritarios o
marginales, el convencimiento de que el castigo divino por culpas individuales
o colectivas estaba detrás de los brotes epidémicos. Esta comprobación puede
abrir las puertas a nuevas investigaciones en nuestro medio sobre temas tales
como el conocimiento científico, su difusión y aceptación, especialmente en
períodos de extrema tensión social. Hemos sido y somos testigos de cómo la
pandemia, su manejo inadecuado por parte de autoridades incompetentes o que
buscan aprovechar política o económicamente la crisis, retroalimenta esta
situación empeorando en varios casos la atmósfera de confusión y desconcierto
que nos envuelven.
Sobre el problema del origen del mal que actualmente
asedia al mundo, hemos sido testigos de una suma de desconciertos que han
contribuido a agravar las tensiones a todo nivel, ha nutrido la indecisión de
las autoridades, los gobiernos y los organismos internacionales: Las preguntas
se han multiplicado, como también los pasos en falso y las reacciones más
extremas. ¿De dónde viene la enfermedad? ¿Cuál es su causa? ¿Viene de fuera?
¿Viene de muy lejos? Y, si es así, ¿qué chances hay de que efectivamente llegue
hasta aquí? ¿Qué responsabilidad nos cabe? La proliferación y rápida difusión
de nuevas variantes del virus han puesto a un lado la preocupación que
prevalecía durante los primeros meses de la epidemia: cuál era el origen de la
enfermedad y cómo pudo propagarse de forma tan rápida. El origen en China fue la
respuesta rápida a la pregunta sobre la fuente, que de inmediato produjo otras
interrogantes y, sobre todo, sospechas y múltiples temores. Transcurridos dos
años desde el inicio de la epidemia, han quedado aun sin esclarecerse lo
ocurrido en el laboratorio ubicado en la ciudad china de Wuhan, mientras que la
relación entre el consumo de carne de animales exóticos y la diseminación del
virus entre habitantes de esa misma ciudad parecería estar -si bien no del
todo- descartada. La generalizada percepción de China como un país muy lejano,
idea acentuada por la rapidez y eficacia con que sus autoridades pueden ordenar
el cierre de sus fronteras y controlar el flujo de las comunicaciones e
información, han sido factores clave para elevar las sospechas sobre el origen
de la enfermedad. La combinación de estos factores ha contribuido también a
profundizar la sensación de alteridad: ¿cómo se puede mantener en secreto un
fenómeno tan importante y masivo? O ¿cómo es posible que haya gente que consuma
la carne de animales exóticos, aparentemente de aspecto repulsivo? Predomina
también en una buena parte del mundo el convencimiento de que entre seres
humanos y animales existe una tajante línea divisoria, lo que hace difícil la
comprensión de muchos fenómenos ambientales vinculados a la acelerada
depredación del medio ambiente que hace posible la aparición de virus y
enfermedades antes desconocidos. Podemos trazar una continuidad entre las
explicaciones sobre el origen de las epidemias que recurrían al castigo divino,
a la proliferación del pecado y a otros factores que se hallan completamente
fuera del control de las personas. No debería sorprender el amplio espacio que
se abre así a la diseminación de teorías conspirativas. Ayer se podía aceptar
que la enfermedad era una calamidad prevista por dios; hoy, se difunde y se
hace creíble que se trata de un acto perverso cuidadosamente planificado por
alguna potencia extranjera.
La globalización
La pandemia también ha puesto a prueba las distintas
percepciones que tenemos sobre la globalización. Observamos la enorme difusión del
poder económico de China en todo el globo, y llevamos décadas siendo testigos o
incluso participando de una manera u otra de constantes contactos y
desplazamientos a través del mundo, pero al producirse la epidemia, muchos pensamos
que la epidemia tenía poco que ver con ese fenómeno que nos acompaña todos los
días. Los aeropuertos se mantuvieron abiertos bastante más tiempo de lo que la
evidencia del contagio nos mostraba. Desde América Latina y otros puntos del
planeta, Asia parecía estar demasiado lejos como para que el contacto con ese
continente representara un riesgo real. Nuestra percepción de la globalización,
sin duda, no se corresponde con la realidad.
En el pasado, algunas áreas empezaron a ser vistas de
forma casi inmediata como posibles zonas vulnerables a la enfermedad. Algunos
puertos y ciudades eran identificados como posibles y frecuentes focos de
contagio. Por ejemplo, la cuenca del Mediterráneo, centro de intercambios entre
Europa, Asia y África fue señalada como un área propensa a los contagios. Por
otro lado, a inicios del siglo XVIII, en algunas ciudades de Sudamérica los
escritos de observadores excepcionales indican que se asoció la epidemia con
las influencias externas que complicaron el panorama político y económico, como
el contrabando o el tráfico de esclavos. Es decir, advertimos una tibia
percepción de los efectos de la relación con el mundo exterior, o con lo que
puede entenderse también como la globalización de ese entonces.
Los brotes xenófobos han estado históricamente asociados
a la aparición de epidemias. Individuos y grupos enteros han sido objeto de
persecución y violencia una vez que se les ha señalado como fuentes de
contagio. Luego de muchas experiencias de barbarie, hubiésemos esperado que
tales reacciones desaparecieran, pero no ha sido así. En la actual pandemia, mientras
que las medidas de prevención tardaron en aplicarse y en ser admitidas por la
ciudadanía, demoró menos en aparecer la hostilidad contra ciudadanos de origen
asiático en Estados Unidos y Europa. En distintos países, se produjeron manifestaciones
de odio a determinadas etnias, o a comunidades de extranjeros, que se tradujeron
en episodios de violencia focalizada, sea directa o mediante la privación de
derechos. Situaciones críticas como la pandemia exacerban los prejuicios contra
distintos tipos de minorías.
El desconcierto, la falta de capacidad, claridad y
energía para entender lo que pasa, la escasez de información o la información
contradictoria, los rumores, las mentiras, encuentran en los episodios
epidémicos el mejor terreno para prosperar. Vemos también que es un fenómeno
que toca a todos los sectores socioeconómicos. Cierto, diferenciadamente, pero
nadie queda a salvo de ser alcanzado por la confusión, y de vivir
prolongadamente en un estado de franca perplejidad.
¿Cómo estudiar entonces un fenómeno o un cúmulo de
fenómenos que muy pocos entienden? ¿Un fenómeno que, por añadidura, nosotros
mismos no alcanzamos a entender?
Actitud de las autoridades: algunos gobiernos sumidos en
el desconcierto
Eventos como las epidemias suelen poner a prueba la capacidad
de las autoridades para responder de manera oportuna y eficaz a las crisis. En
diversos escenarios, las emergencias sanitarias revelan quiénes están
efectivamente al mando, indican cuán robustas son las instituciones en un país y
si éstas cuentan con la legitimidad y credibilidad necesarias para llevar
adelante medidas de prevención y control que suelen ser, como hemos visto en
estos meses, medidas bastante duras y por lo tanto impopulares.
Lo observado hasta el momento me ha servido para calibrar
temas especialmente relevantes, como el grado en que los Estados son capaces de
responder eficazmente para proteger las vidas de los ciudadanos,
independientemente de las condiciones de éstos. En qué medida los Estados tienen
la fortaleza, claridad de objetivos y la capacidad de acción suficientes como
para atender a las necesidades, temores y expectativas, o tal vez sería más
preciso decir, esperanzas, de la ciudadanía. En el pasado, y hasta fechas no
muy lejanas, salvo escasas excepciones, quien solía llevar la delantera en
cuanto a capacidad o por lo menos prontitud en responder a la crisis, tenía la
autoridad y legitimidad para actuar -sea de forma eficaz o no- era la iglesia
católica.
Antes del siglo XX y, en algunos casos, ya bien
instalados en el siglo pasado, los gobiernos solían mostrar poca o nula
capacidad de acción frente a las epidemias. Las autoridades de gobierno solían
ser rebasadas por las circunstancias y era la iglesia la que se solía hacerse
cargo. ¿Qué ha sucedido esta vez? América Latina, con un peso tan grande de la
religión en su pasado y en su cultura, ¿ha renovado su confianza en la iglesia?
¿Se ha vuelto más religiosa? ¿Hemos visto atisbos del avance de la laicidad en
la respuesta a la pandemia? Para referirme al caso del Perú, que conozco mejor,
puedo decir que por lo que parece ser la primera vez, la Iglesia no ha asumido
su acostumbrado papel protagónico, pero tampoco se ha mantenido al margen,
especialmente en situaciones particularmente extremas, como las campañas para
dotar de plantas de oxígeno a los pobremente equipados hospitales públicos. A
fin de sortear la negligencia y la lentitud de los aparatos burocráticos
estatales para reaccionar ante un problema tan básico, así como para movilizar
a la ciudadanía a cooperar con la finalidad de salvar vidas, la Iglesia
nuevamente ha llenado ese vacío que algunos Estados y ciertas sociedades en
América Latina todavía no consiguen llenar. Es posible que, a diferencia del
pasado, la Iglesia católica no ha disputado con el Estado un papel principal en
la organización y provisión de la asistencia y ha optado por cumplir un rol más
bien discreto. Una mirada comparativa entre países de la región permitiría
hacernos una idea precisa. En el campo simbólico la Iglesia ha desempeñado, eso
sí, una tarea importante.
Varias otras preguntas se desprenden de la mirada hacia
el Estado y el desempeño de las autoridades durante esta emergencia sanitaria: ¿qué
ha ocurrido con las instituciones? ¿Qué hemos aprendido de ellas? El panorama
seguramente se presenta diverso. En algunos países, la pandemia puso al
descubierto ciertas fortalezas y muchas debilidades, así como ausencias de
comunicación, pobre conocimiento y uso inadecuado de recursos tanto humanos
como materiales en las estructuras estatales. En algunas áreas muy importantes
las autoridades políticas han demostrado carecer de conocimientos básicos que
habrían de esperarse en todo gobernante. Varios demostraron un entendimiento
bastante precario de los territorios y las poblaciones que gobiernan. Graves
errores producto de esas carencias se encuentran detrás del manejo de la
pandemia y, por lo tanto, de un número importante de contagios y decesos: me
refiero a la distribución de servicios, a los patrones migratorios asociados a
estrategias laborales y de supervivencia, a la composición de la población
según edades y sexo, entre otros.
Algunos políticos han mostrado, al menos en público,
interés por escuchar a los especialistas en salud, aunque no siempre han
comprendido las explicaciones o decidieron finalmente atender a otros
interlocutores y a sus prioridades. Distintas fuentes halladas por los
periodistas de investigación indican que algunos presidentes y autoridades de
distinto rango prefirieron -por razones diversas- ignorar las recomendaciones
de los epidemiólogos, científicos sociales y otros. Increíblemente, algunos se
esmeraron en hacer público su descreimiento o desdén por los conocimientos y consejos
de los especialistas, en lo que se reveló como una actitud propia de gobiernos
autocráticos y populistas. Otros optaron por dar una falsa seguridad a sus
ciudadanos o acallar las opiniones disidentes y otras voces autorizadas. Los
casos más conocidos son los de los presidentes de México y Brasil. Esta
desconexión -sea deliberada o producto del aislamiento del poder político con
respecto a los productores de conocimiento- ha sido discutida en algunas crónicas
y análisis periodísticos sobre la pandemia. Si bien es cierto que ni la ciencia
ni los científicos son infalibles, puede decirse que muchos intercambios entre
poder político y comunidad científica han sido poco fluidos o francamente
difíciles. Ciertamente, ha pesado el manejo de intereses diversos a cargo del
Estado donde la administración de las vidas y muertes de los ciudadanos ha
dependido de varios factores: la necesidad de mantener el funcionamiento de
algunas actividades económicas consideradas indispensables, la negativa a
ofrecer compensaciones económicas suficientes para facilitar el aislamiento de
individuos y familias, la presión de grupos empresariales cuyos negocios
continuaron operando durante la emergencia sanitaria. Pienso que éste puede ser
también un tema de investigación en el campo de la antropología del Estado o
del poder político en general en los meses y años por venir.
Las reacciones de las autoridades han tenido que ver
también en gran medida con la manera cómo se percibe el fenómeno de la
globalización y cuál es el lugar de países como los nuestros en la distribución
de recursos, el grado de sus capacidades para producir conocimientos, y de la
relación de los distintos países latinoamericanos con el mundo. Si bien en los
meses iniciales de la pandemia el problema apareció a raíz de la decisión de
varios países de cerrar sus fronteras, la cual a su vez se complicó ante a la
necesidad de abastecerse de insumos para el personal médico y los pacientes, o
de permitir el regreso de los ciudadanos que se encontraban en el extranjero,
en los últimos meses se ha centrado en la compra y administración de vacunas,
el más reciente capítulo en la desigual lucha global por eludir a la muerte en
la pandemia. Este amplio y muy complejo proceso ha estado rodeado de problemas
políticos y sospechas, cuando no de casos comprobados de corrupción. A
diferencia de otros países, los movimientos anti-vacunas en América Latina, por
lo general de tendencia derechista, aunque fuertes, han tenido un impacto
relativo, si comparamos con lo que ha ocurrido en Estados Unidos y Europa. Puesto
que las actividades de los colectivos anti-vacunas y en general anti-medidas
preventivas representan en gran medida un desafío a la autoridad del Estado, y
dado que sin mayores argumentos intentan obstruir la oportunidad y el derecho que
la población tiene de eludir la muerte en pandemia, la conformación e
influencia de estos grupos negacionistas representa un problema que sería de mucho
interés investigar.
Muerte sin duelo, duelo sin cuerpo
Para la mayoría de nosotros, la pandemia irrumpió de
forma abrupta en nuestras vidas. De ser percibida como un fenómeno lejano,
improbable y misterioso, la enfermedad pasó a convertirse en la amenaza
principal y cotidiana en prácticamente todas partes y afectó a todas las clases
sociales.
Además de las carencias en instalaciones hospitalarias,
el desconocimiento del origen de la enfermedad, la incertidumbre sobre las formas
de contagio (algo que históricamente parece una preocupación relativamente
reciente, como lo demuestra el recurso a los actos religiosos multitudinarios
que han acompañado a casi todos los brotes epidémicos), la dificultad para
identificar cuáles eran los síntomas precisos y demás características de la
enfermedad llevó a que se tomasen medidas, muchas de las cuales terminaron por
minar la capacidad de resistencia de las personas. Al igual que en diversos
episodios epidémicos en la historia, el creciente, a menudo inmanejable, número
de muertos hizo pensar a muchos que los cadáveres eran de por sí la mayor
amenaza para la salud de las personas. Esto llevó a la aplicación de políticas que,
por su dureza, han tenido un impacto enorme sobre la población, del cual es
probable que muchos no podrán o tardarán bastante tiempo en recuperarse. Me
refiero a las numerosas muertes sin duelo y a los extraños, aunque no
insignificantes, duelos sin cuerpo.
El temor generado por la muerte de los enfermos de COVID
19 condujo a fijar al cadáver como una fuente de contagio. En algunos países
tal situación llevó a que se procediera a la cremación inmediata, sin informar
a los familiares de la decisión ni menos aun contar con su autorización.
Dejando aparte por un momento las razones religiosas por las que muchas
personas se oponen a la cremación, la medida fue aplicada de manera desigual y su
corta duración no estuvo condicionada porque se elucidara su pertinencia, sino
porque era irrealizable, ya que en muchas localidades no existían crematorios,
o porque era insostenible, al no existir suficientes instalaciones que se
dieran abasto para atender un número masivo de cuerpos. La ausencia de
conocimiento preciso sobre las formas de contagio llevó también a la restricción
-a través de medidas en verdad draconianas- del número de personas que podían
asistir a un funeral, lo que privó a familias completas de la oportunidad de
participar en el duelo. Frente a situaciones como la descrita, son muchas las personas
que han quedado sin ser asistidas o resarcidas. El ejemplo del arzobispado de
Lima, que ha tratado de aliviar los dolorosos efectos de esta situación, al
llevar a cabo misas televisadas o transmitidas por plataformas virtuales,
colocando en las bancas y paredes de la catedral los retratos y nombres de los
fallecidos, merece reconocimiento. El gesto nos deja con la interrogante acerca
de qué respuestas pueden generarse desde una perspectiva laica.
La imposición de severas restricciones a las ceremonias
funerarias ha sido, seguramente, una de las intervenciones más drásticas que
los Estados hayan hecho jamás sobre las prácticas sociales alrededor de la
muerte. En América Latina, es posible que no se haya visto algo similar desde
las políticas asociadas a la evangelización en los siglos XVI y XVII, y
posteriormente a las que impusieron con los gobiernos ilustrados y la obsesión
por separar definitivamente el espacio ocupado por los vivos de aquel asignado
a los muertos. Las muertes comunicadas días después a los familiares, los
entierros masivos y sin registro, que a su vez llevaron a la proliferación de
tumbas sin la identificación necesaria, han llevado a numerosos casos de duelos
extremadamente dolorosos, mal llevados y de consecuencias prolongadas debido a
la incertidumbre acerca del destino del cuerpo de familiares y seres queridos. En
los meses en que el número de muertos se hizo especialmente abrumador, vimos la
aparición de cementerios clandestinos, de crisis en los servicios ofrecidos por
los cementerios formales, así como de conflictos entre los vecinos y las
autoridades municipales alrededor del uso del suelo para ampliar el espacio
destinado a los entierros.
Omito la discusión de otros aspectos vinculados a este
enorme problema que se abordan en las ponencias presentadas en este coloquio, a
cargo de investigadores que se han adentrado en ellos con más pericia y mejores
armas metodológicas.
El número de los muertos
Casi para finalizar, me referiré a un asunto que ha
ocupado la atención en esta pandemia, el del número de los muertos. Si bien no
es un fenómeno nuevo, la atención a la cantidad de contagios, pero
especialmente de muertos, se convirtió en elemento central de interés público
durante la pandemia. Pese a contar con herramientas que hace solo pocos años no
imaginábamos que estarían al alcance, el problema que implica contar el número
de decesos estuvo lejos de resolverse con facilidad. Las instituciones
encargadas de la atención de los enfermos y la disposición de los cuerpos de
los fallecidos se vieron desbordadas por la magnitud de la epidemia. Viejos y
nuevos problemas emergieron en esta situación: dónde poner los cuerpos que
aguardaban ser enterrados o cremados, en qué cementerios hacerlo, cómo
identificarlos, qué hacer con los deudos. Además de estos problemas, se hizo
patente otro todavía más complicado: cómo determinar la muerte de una persona
por COVID. Como indica a modo de resumen un reportaje aparecido hace algunas
semanas en el semanario británico The Economist, el
complejo cuadro clínico del COVID puede precipitar un fallecimiento, pero no
necesariamente determinarlo. Mientras tanto, las muertes avanzan y el problema
del conteo de las muertes y su documentación crecen.
Al menos en ciertos países, la pandemia reveló que los
criterios para establecer que una persona ha fallecido no son seguros ni
uniformes. Cuando nos remitimos solo al problema de los números, sabemos que en
el pasado más remoto era difícil que se hicieran conteos de fallecidos que
correspondiesen con la marcha de la epidemia, predominando los estimados, los cuales
variaban de manera arbitraria: los cronistas lanzaban cifras de cientos de
miles sin percibir que fuera necesario respaldar sus afirmaciones.
En la presente emergencia sanitaria, el problema de los
números ha involucrado serios cuestionamientos a las administraciones
nacionales: hasta qué punto el número de muertos se ocultaba para evitar que se
hiciera evidente el fracaso de los gobiernos, o no podía actualizarse con
precisión, ya que los servicios estaban sobrepasados por las circunstancias,
del todo imprevistas. Al cabo de unos meses, el concepto del exceso de
muertes comenzó a ser utilizado por especialistas y a aparecer en
publicaciones de alcance global para dar cuenta del número de fatalidades por
la epidemia en un país determinado. De esta manera, las elevadas cifras
evidenciadas en países como el Perú -el país con el récord mundial de
fallecimientos por 100,000 habitantes-, se hicieron aún más visibles, elevando
las sospechas de que el golpe asestado por el COVID 19 a su población era bastante
mayor de lo que la experiencia diaria de los habitantes del país indicaba. El
concepto de exceso de muertes ha sido útil para darnos cuenta del real
impacto de la pandemia, su distribución geográfica y el desempeño de muchos
Estados en esta coyuntura. Sin embargo, no resuelve con precisión la
interrogante central de cuántas muertes fueron causadas por COVID 19. Al
comparar las cifras de fallecimientos en un período “normal” o sin pandemia con
las del año en que la enfermedad está presente, se deduce que lo más probable
sea que ese exceso pudo deberse a la pandemia. Toca a los investigadores
indagar en el extenso campo que queda abierto allí. Señalo varias
interrogantes: cuán normales pueden ser las defunciones ocurridas el año frente
al cual se hace la comparación; qué condiciones favorecieron los fallecimientos
por COVID en lugares y momentos determinados; cuán eficaces o fiables son las
políticas de los países en llevar un registro de defunciones tanto en el pasado
como en el presente. Se sospecha además que no sería pequeño el número de estados
que, por razones técnicas, políticas, o ambas, no han podido o no han querido
sincerar sus registros. El número de
muertes varía de forma considerable: sin tomar en cuenta el criterio de exceso
de muertes, a nivel mundial, se ha hecho un estimado de 4.7 millones. Si se
aplica el concepto, el número se eleva a una cifra que oscila entre los 9.6 y
18.2 millones de fallecidos. Se estima que la cifra puede estar en los 15.6
millones de muertos.[1]
Detrás de estas cifras y los debates que las rodean se abre también la
necesidad de investigar de manera comparativa las condiciones en que se han
llevado los registros de contagios y muertes a lo largo de la pandemia.
La representación cartográfica de los excesos de muertes
ofrece para América Latina una imagen que, de acuerdo con la misma fuente, se
parece demasiado a la que surge cuando estudiamos la demografía del continente
después de la conquista española: llama la atención que los territorios de las
antiguas grandes civilizaciones precolombinas han sido los más duramente arrasados
por la enfermedad[2].
Termino con esta pregunta surgida de esta imagen del
mapamundi, imagen que me produce un profundo desconcierto, esperando que
algunas de estas interrogantes, imágenes, datos y reflexiones puedan servir a
la discusión sobre el tema que ha reunido a los participantes del coloquio.
Mapamundi que muestra exceso de muertes
por 100,000 personas
Fuente: The Economist, 20 de
setiembre de 2021.