Revista Andes, Antropología e Historia

Vol. 34, Nº 2, Julio – Diciembre 2023

 

Esta obra está bajo licencia de Creative Commons Atribución - No Comercial CC BY-NC    https://creativecommons.org/licenses/by-nc/4.0/ ISSN Nº 1668-8090

 

 

INTERPELANDO IDENTIDADES CAMPESINAS: MEMORIAS Y USOS DEL PASADO INDIGENA EN CONFLICTOS TERRITORIALES EN EL DEPARTAMENTO FIGUEROA, SANTIAGO DEL ESTERO

 

INTERPELLATING PEASANT IDENTITIES: MEMORIES AND USES OF THE INDIGENOUS PAST IN TERRITORIAL CONFLICTS IN THE DEPARTMENT OF FIGUEROA, SANTIAGO DEL ESTERO

 

 

Carlos Alberto Bonetti

Instituto de Lingüística, Folklore y Arqueología (ILFyA)

FHCSyS- Universidad Nacional de Santiago del Estero

carlybonetti@gmail.com

 

Fecha de ingreso: 12/12/2022

Fecha de aceptación: 29/11/2023

 

 

Resumen

El presente artículo aborda las formas de interpelación y revisión de las identidades rurales y de los usos del pasado en contextos de conflictos territoriales. Se trata de exponer reflexiones en torno al trabajo realizado con dos comunidades del departamento Figueroa de la provincia de Santiago del Estero. Se analiza, por un lado, la problemática de tierras en la zona del chaco santiagueño desde una perspectiva histórica que permita comprender la situación de la tenencia de la tierra así como las dinámicas poblacionales. Por otra parte, damos cuenta de procesos de revisión de la identidad campesina en coyunturas de violencia donde el pasado indígena, los vínculos comunales y los usos del territorio se vuelven visibles y necesarios para la defensa territorial. A través de una metodología participativa con la comunidad campesina de Pozo del Castaño y la indígena “Yaku Muchuna” evidenciamos -mostrando diferencias y similitudes- cómo las identidades y la revisión del pasado son emergentes de situaciones de conflictividad, donde lo indígena le otorga profundidad histórica a los reclamos y devela sufrimientos y violencias de largo plazo.  

 

Palabras claves: identidad, memorias, campesinado, indígena, tierras

 

 

 

Abstract

This article deals with the ways of interpellation and revision of rural identities and the uses of the past in contexts of territorial conflicts. The aim is to present reflections on the work carried out with two communities in the department of Figueroa in the province of Santiago del Estero. On the one hand, the land issue in the Chaco area of Santiago del Estero is analyzed from a historical perspective that allows understanding the land tenure situation as well as the population dynamics. On the other hand, we account for processes of revision of peasant identity in situations of violence where the indigenous past, the communal links and the uses of the territory become visible and necessary for territorial defense. Through a participatory methodology with the peasant community of Pozo del Castaño and the indigenous community of "Yaku Muchuna", we demonstrate -showing differences and similarities- how identities and the revision of the past are emergent in situations of conflict, where the indigenous aspect gives historical depth to the claims and reveals long term suffering and violence.

 

Key Words: identity, memories, peasantry, indigenous, land

 

 

Introducción

 

Este artículo[1] tiene por objetivo exponer reflexiones en torno a las maneras en la que la identidad campesina se ve interpelada o por lo menos revisada en situaciones de conflictividad de tierras, y al mismo tiempo, cómo el pasado se convierte en un recurso necesario para la defensa territorial. La experiencia de trabajo de campo con dos comunidades[2] del departamento Figueroa, Santiago del Estero, nos permite exponer algunos resultados en esta dirección. Una de ellas con pertenencia al MOCASE (Movimiento Campesino de Santiago del Estero) en la localidad de Pozo del Castaño y, la otra, auto reconocida como pueblo originario Tonokoté de la localidad de San Felipe[3].

Son escasos los trabajos que problematizan la identidad del campesinado en tanto sujeto histórico y aún menos los que trazan una perspectiva histórica para entender las lógicas de tenencia y ocupación de la tierra en la vasta geografía santiagueña. Si bien muchos de los abordajes se centran en la acción colectiva[4], las estrategias productivas de defensa territorial o bien en el uso alternativo del derecho[5], la pregunta sobre lo que representa un campesino o cómo se reconfiguran sentidos en torno a esta categoría[6] nos parece necesaria para comprender el reposicionamiento de estas comunidades en contextos de violencia donde sus territorios son cercados por los empresarios, perjudicando sus actividades productivas y vitales que van desde el pastoreo de los animales hasta el trabajo forestal en pequeña escala.

La relación que abordamos entre memoria e identidad, largamente trabajada en el plano teórico y en numerosas investigaciones empíricas, nos posibilita entender que se trata de una conexión inherente en tanto la primera es una condición necesaria para la segunda, pero que en nuestro caso se presenta en relación a un sujeto rural subalternizado y en un contexto de violencias donde la tematización de este vínculo puede observarse con mayor peso en los últimos años en la difusión de conflictos o denuncias públicas a través de distintos medios, y quizás, en menor medida, en las argumentaciones de las defensas judiciales. Nuestra apuesta teórica reside en tomar la identidad como objeto, partiendo de la propuesta de Stuart Hall[7] de situar el análisis en términos de posicionalidad del sujeto, lo que implica un proceso de sutura entre una posición objetiva y formas de subjetivar tal posición. Como el mismo autor lo plantea, más que comprender la identidad como una entidad estable y segura, de lo que se trata es de un proceso de identificación en el que se pone en tensión estructura y agencia, en tanto se dirimen las condiciones y  posibilidades de legitimar y/o transformar los discursos identitarios. Un proceso de identificación implica justamente una reposición de los sujetos en el marco de ciertas circunstancias como lo son en estos casos situaciones de rupturas y conflictividad. Por otra parte, abordamos a las memorias como representaciones y reconstrucciones del pasado a partir de las necesidades y circunstancias del presente, en tanto el pasado es constantemente actualizado[8] y por lo tanto se constituye como un objeto de disputa.

Las experiencias de trabajo en ambas comunidades nos posibilitaron, más allá de las diferentes estrategias de defensa territorial, evidenciar las formas en que tensionan, interpelan y revisan su propia identidad como campesinos, en relación con lo indígena y su representación en el pasado y el presente. Es importante remarcar que, más allá de la diferencia en términos de reetnización, ambas comparten una cultura e historia común en la que se entrelazan características ecológicas y ambientales (bosques secos con grandes quebrachos y clima semiárido) por ser parte del extenso territorio del chaco-santiagueño, relaciones históricas de poder en torno a la tenencia de la tierra con una familia de la elite santiagueña en los siglos anteriores, así como aspectos del bilingüismo quichua-castellano y de prácticas productivas y de trabajo vinculadas al obraje, la caza, recolección y la cría de animales de granja.

 Más allá de los debates en torno a las significaciones sobre el campesinado, aquí lo concebimos como una categoría histórica-cultural anclada en las representaciones sobre los sujetos rurales de la provincia y que posteriormente, hacia la década del 80, y como consecuencia de las primeras organizaciones y acciones colectivas del sector, comenzó a constituirse también como parte de una identidad política[9].

Hablar del campesino implica reconocerlo como un sujeto colectivo que supone una serie de representaciones que, en muchos casos, estereotipan de forma negativa su identidad y en otras la resaltan como parte de la matriz identitaria provincial. Sea como fuese, no se constituye en un sujeto etnizado y las diferencias trazadas pasan por la dicotomía con lo urbano y en rasgos culturales generales que supuestamente lo constituyen. Es así que esta categoría cultural para marcar la alteridad local está fuertemente arraigada en la sociedad santiagueña y no se vincula específicamente con aquellas concepciones que lo sitúan como productor agrícola-ganadero distinguiéndolo de obreros rurales o de otras actividades tal como lo comprenden algunos autores[10]. En nuestro caso, lo concebimos como un sujeto del medio rural (incluso migrantes a las ciudades) históricamente subalternizado y con una pluriactividad que implica desde la pequeña agricultura hasta el trabajo forestal, y que en las últimas décadas se reconvirtió en una categoría política en el marco de los conflictos de tierras.

Si bien no hay una precisión acerca de los inicios de esta denominación, ya en el siglo XX comienza a expandirse como categoría para denominar al sujeto rural que anteriormente había sido caracterizado de distintas formas[11]. De esta manera el campesino es el resultante de una síntesis histórica que encubre la diversidad colonial expresado en la cultura rural, y al mismo tiempo, sujeto hacedor de una serie de actividades económicas que van desde la agricultura familiar hasta el oficio de hachero como parte de una identidad arraigada con la expansión del obraje.

 En los casos que aquí exponemos lo indígena aparece como sustancial en la revisión del pasado, no exento de tensiones y ambigüedades con las formas de identificación desde el presente. La diferencia está puesta en que una de las comunidades inició un proceso político que posibilitó la construcción y legitimación estatal de una nueva identidad como comunidad indígena. Sin embargo, como veremos, la categoría de campesino se alterna con la de indígena/originario más allá del proceso de reemergencia étnica o etnización a decir de Bartolomé[12], que implica un reconocimiento en base a características diferenciales que posibilitan pensarse como etnia y auto reconocerse como pueblos originarios. Podría decirse que la expresión de Bartra de “campesindio”[13] refleja las identificaciones locales con todas las salvedades respecto del caso mexicano, pero que en definitiva dan cuenta de los debates en algunos países de Latinoamérica en relación al uso de la categoría de campesino en detrimento del componente indígena.

Destacamos que el trabajo realizado con las comunidades fue en base a metodologías participativas que incluyeron talleres para trabajar las memorias a través de entrevistas grupales con el objeto de reconstruir episodios vividos o transmitidos en relación a la estancia, el obraje, y las relaciones sociales establecidas a través de esos modos de producción; la elaboración de árboles genealógicos a partir de ciertas dimensiones como trabajo, poblamiento, migración e identidad que posibilitó una reconstrucción de índole individual pero también comunal. En el caso de la comunidad de San Felipe, además de esta metodología, se sumó un mapeo para referenciar sitios significativos en el territorio.

Más allá de las historias y las condiciones ambientales que unen a ambas comunidades, San Felipe posee una población pequeña que estructura sus actividades económicas en torno a la explotación forestal para la comercialización de postes o trabajo artesanal, el meleo, algunos animales para autoconsumo dado el problema de agua potable, conjuntamente con subsidios o planes estatales, siendo la capilla y el salón comunitario el punto de encuentro. La escuela primaria es la única institución estatal en el territorio. Pozo del Castaño, tiene una población mayor a partir de los distintos parajes de influencia, posee una posta sanitaria, una comisaría, escuela, capilla y un salón comunitario donde se desarrollan las reuniones de la comunidad. Las actividades económicas principales, además de las migraciones estacionales, son la cría de animales generalmente para autoconsumo, algún emprendimiento apícola, la caza y la posibilidad de acceso a planes estatales. En ninguno de los casos se trabaja en la agricultura, siendo una actividad que la reconocen como diluida en el pasado y difícil de reflotar por la faltante de agua y otras condiciones materiales.

El artículo se estructura de la siguiente forma. En un primer apartado realizamos una breve caracterización histórica de las tierras en la zona de frontera del río Salado, situándonos específicamente en el departamento Figueroa para evidenciar procesos de larga duración que permitan comprender la expansión de la privatización y explotación de las tierras y en paralelo de las identidades rurales subalternizadas. En una segunda parte, planteamos los dos casos trabajados para dar cuenta de cómo las identidades y el pasado se convierten en objeto de revisión y recurso para la lucha en los conflictos territoriales, no exento de contradicciones internas a partir de relaciones con el Estado en donde lo indígena aparece como un sujeto y una posición a la que se apela para darle profundidad histórica a las violencias sufridas y las demandas por el territorio.

 

 

 

 

Figura 1: Ubicación de las localidades de San Felipe (azul) y Pozo del Castaño (rojo)

 

 

Fuente: Gobierno Electrónico Argentina. Las referencias son nuestras.

 

 

Las tierras del Salado y el campesinado en perspectiva histórica

 

Luego de haber sido un espacio fronterizo desde el período colonial, la zona del río Salado fue poblándose progresivamente hacia el este como consecuencia de distintos procesos económicos y ecológicos (condiciones del terreno para la ganadería, explotación forestal, etc.) durante el siglo XIX y principios del XX. Si bien la presencia indígena había constituido una problemática constante para el sector criollo por los llamados malones a lo largo de la frontera del Salado, el despliegue de la violencia estatal a partir de dispositivos militares y en otros casos evangelizadores, determinó la persecución, matanza y desplazamiento de estas poblaciones.

La militarización de los espacios fronterizos fue acentuándose en la segunda mitad del XIX con la presencia de los Taboada[14] y como parte de una política del gobierno de la Confederación preocupado por restaurar un frente de fortines para atender nuevamente a las fronteras con el Chaco, descuidadas durante las guerras civiles[15].

La preocupación constante por la expansión territorial en la zona chaqueña justificó una serie de campañas y expediciones a una escala mayor como la iniciada por Bosch en 1883 y la de Victorica en 1884 que perpetraron el genocidio indígena y parte de su desterritorialización. El inicio de esta campaña denominada como “conquista del desierto verde”, significó para la provincia la ampliación de su territorio en sus límites con la Gobernación del Chaco y dos décadas después una nueva expansión que implicó la delimitación definitiva de su geografía. Sin embargo, hacia fines del XIX, los problemas en la frontera se agudizaron a tal punto que comprometieron la colonización criolla en la zona del Salado sur y el flujo comercial con el litoral.

Para ese momento, e iniciado el siglo XX, los nuevos territorios anexados a la jurisdicción por los nuevos límites con el Chaco, le permitían al Estado un mayor control de la zona, aunque no en su totalidad debido a la continuidad de las excursiones indígenas hasta por lo menos la primera década de ese siglo[16]. Esto se dio en un contexto donde el Estado Nacional colaboró creando dispositivos de confinamiento y concentración como fueron las reducciones indígenas, tal el caso de Napalpí. Estos espacios contribuyeron a disminuir la belicosidad en los territorios colonizados y a sedentarizar a las poblaciones indígenas a través del trabajo asalariado en los obrajes de Chaco y Formosa[17], y si bien en territorio santiagueño no hubo este tipo de instituciones para ese momento, algunos propietarios de obrajes conjuntamente con colonos comenzaron a reducir población indígena[18]. De esta manera, comenzó una nueva etapa política y económica sobre esos territorios en la que se conjugaron colonización, privatización y explotación del bosque nativo.

La economía en la costa del Salado se basaba casi exclusivamente en la cría de ganado y siembra de cereales. La actividad ganadera no era nueva en la zona ya que se inicia con el establecimiento de las reducciones jesuíticas en el siglo XVIII[19]. Los desbordes del río dejaban tierra fértil lo que facilitaba la práctica agrícola por parte de un encadenamiento de pequeñas poblaciones en sus márgenes que se dedicaban al cultivo y a la cría de ganado menor en su mayoría, la cual se alternaba con la presencia de estancias y puestos.

Además de la ganadería y la precaria agricultura, la recolección de miel constituyó una actividad que, si bien para esos tiempos ya no era central en términos comerciales como lo fue en la Colonia, revistió una gran importancia para el autoconsumo y el intercambio. “Salir a melear” representaba una tarea cotidiana en la zona, pero no por ello fácil. Los meleros se internaban en el bosque chaqueño por lo que conocían gran parte del territorio, sirviendo como baqueanos en muchos casos. Esta actividad permitía llegar a puntos poco explorados y sobre todo tener comunicación y negociar con las poblaciones chaqueñas[20].

De esta manera la migración paulatina hacia el oriente del Salado por parte de la población criolla fue un proceso largo (últimos años del XIX y primeras décadas del XX), impulsado por los propios ganaderos y la misma actividad del meleo. Durante todo el XIX la actividad ganadera se mantuvo en las orillas del río, pero el agotamiento de los pastos, sumado a la gran presencia de dueños de hacienda, en ocasiones con títulos de herencia de esas tierras, fueron las causas de la migración[21].

Se trataba de un territorio poco explorado por los habitantes de la costa y sin presencia estatal. En este espacio marginal y lindante con la gobernación del Chaco se generaron cambios a partir de las migraciones de los saladinos y principalmente con la llegada del ferrocarril, que posibilitó el asentamiento de nuevas poblaciones. En los límites de este territorio del departamento Figueroa comenzaron a instalarse las estancias de la descendencia de los Taboada, aprovechando mano de obra de poblaciones campesinas desindianizadas del Salado, de aquellos meleros que ya residían en esas tierras (quizás poblaciones indígenas chaqueñas desplazadas) y posiblemente de algunos pobladores cautivos de la frontera[22].

En este contexto, la explotación del bosque nativo por terratenientes extranjeros y en algunos casos locales, permitió acumulación de riqueza y depredación del monte santiagueño. De esta manera, el nuevo ordenamiento territorial giró en torno al obraje y a la forma de organización social que implicaba este trabajo. Es así que este sistema extractivista y de explotación de la población rural subalternizada, vinculado al trazado del ferrocarril, se constituyó en una de las principales actividades económicas de la provincia y fundamentalmente de la zona media y norte del Salado. En este proceso también se produjo la consolidación de sociedades anónimas como Quebrachales Tintina, La Forestal, Ottavia, entre otras, que tenían por objetivo la adquisición, negociación y explotación de los bosques, así como también establecer grandes estancias para la ganadería y la agricultura[23].

En Figueroa, como en otras partes del chaco-santiagueño, el Sindicato de Tierras que congregaba capitalistas de Buenos Aires adquirió una cantidad importante de leguas entre fines del XIX y primeros años del XX[24]. De esta manera, convivieron en la región del Salado las estancias de los Taboada y aquellas tierras de propiedad extranjera que fueron explotadas en la extracción de madera, actividad que posteriormente continuaron empresarios locales a partir de la adquisición de nuevas tierras.

Como ya señalamos, el traslado de los ganaderos como consecuencia del agotamiento de los pastizales de las orillas del río, supuso una migración incierta que implicaba tiempos largos hasta su establecimiento definitivo. Pues había que construir represas, ahondar los pozos para acopiar agua de las lluvias, trasladar el ganado y formar, esencialmente, una población que pudiera servir y mantener los establecimientos. En esa zona, se había formado una cultura ganadera en base a una organización señorial, patriarcal y latifundista que le imprimía ciertas particularidades[25].

En las estancias de Pozo del Castaño y San Felipe, como en muchas otras, la organización suponía la presencia de estas familias extensas emparentadas como en el caso de la familia Taboada, a las que se sumaban peones y agregados, que constituían la necesaria base sobre la que se asentaba este tipo de establecimientos, y le adjudicaba un orden de funcionamiento, donde se mezclaban jerarquías, relaciones horizontales a partir  de una cultura campesina y redes parentales para asegurarse la reproducción social. El patronazgo como sistema pudo funcionar a partir de este tipo de organización que posibilitaba una serie de intercambios y lealtades entre el patrón, los peones y los agregados a partir de interacciones no siempre verticales. Dichas estancias comenzaron a expandirse como consecuencia del mismo crecimiento de la población y de esta manera se empezaron a cubrir determinadas demandas como la educación a partir de la creación de escuelas y en algunos casos posta sanitaria como parte de la presencia estatal en el territorio.

Después de la muerte de los propietarios, estas tierras fueron arrendadas/vendidas o apropiadas por obrajeros locales o empresarios inmobiliarios que se dedicaban a negocios especulativos. Sin embargo, fueron los peones, agregados y su descendencia los que progresivamente poblaron y expandieron sus familias sobre estos territorios. La explotación forestal en estas zonas de Figueroa fue determinante en diferentes aspectos. La ganadería y la estancia en decadencia dieron paso a la actividad forestal y a la migración de muchos pobladores hacia el trabajo en el obraje como conchabados, o a las cosechas de algodón en Chaco, entre otras actividades estacionales. De esta manera el campesinado quedó residiendo en las tierras de las antiguas estancias desarrollando múltiples actividades que implican migraciones temporales, extracción de madera y miel, caza y cría de ganado menor, generalmente para autoconsumo, y en algunos casos pequeños almacenes a lo que debe sumarse en los últimos años el acceso a planes sociales. Esta residencia por varias generaciones, otorga al campesinado un derecho de posesión (reconocido por la denominada ley veinteañal) que se tensiona con los títulos de propiedad de los herederos de los antiguos propietarios y de sus posteriores ventas.

En este sentido, la inestabilidad jurídica de la tenencia de la tierra los coloca en un estado de vulneración constante ante el avance de la frontera agropecuaria y los consecuentes conflictos territoriales. La residencia histórica en los terrenos de las viejas estancias de los Taboada, de los cuales muchos fueron vendidos por su descendencia, complejizan aún más la situación. Una revisión por las mensuras catastrales da cuenta de las sucesivas ventas o intentos de prescripción desconocidos por las comunidades campesinas e indígenas, y que van desde financieras extranjeras, obrajeros locales, hasta empresarios ganaderos de otras provincias.

Tanto en Pozo del Castaño como en San Felipe, las comunidades lograron organizarse como colectivo campesino y participar en distintas instancias institucionales como la Mesa de Tierras para canalizar los conflictos y ser acompañadas en el tránsito por lo judicial; pero en paralelo desarrollaron una serie de acciones como parte de estrategias para resistir en los territorios, la primera integrándose en el MOCASE y la segunda reconociéndose como parte del pueblo originario Tonokoté a partir de ciertas condiciones jurídicas y políticas que comenzaron a gestarse desde la reforma constitucional de 1994 en lo que refiere al reconocimiento a la preexistencia de los pueblos indígenas y con ello a derechos territoriales y a otras legislaciones, así como políticas educativas y sanitarias, lo que posibilitó un movimiento de auto reconocimiento en toda la geografía nacional. Sin embargo, esta situación trajo aparejada ciertas tensiones jurídicas en relación a la tenencia de la tierra; por un lado, entre el reconocimiento estatal del territorio indígena por parte del INAI (Instituto Nacional de Asuntos indígenas) y los títulos de propiedad de herederos o nuevos propietarios que reclaman esos terrenos, y por otro, la misma situación en relación a la aplicación de la llamada “ley veinteañal” por parte del campesinado.

 

 

 

 

 

Revisión del pasado indígena e identidad campesina en Pozo del Castaño

 

En el 2008 se presenta el primer conflicto territorial en la localidad de Pozo del Castaño. En esos tiempos las movilizaciones de la comunidad y las presentaciones en la justicia local se convirtieron en las estrategias necesarias, no solo para emprender una extensa lucha en el plano judicial y político, sino también para darle visibilidad pública a la problemática. Una empresa de Córdoba dedicada a la ganadería había comprado a herederas de un reconocido obrajero de la zona, más de 10.000 hectáreas ubicadas al oeste de la localidad, lugar de uso común para el pastoreo de animales, de otras actividades productivas y de presencia de sitios arqueológicos.

La conflictividad tuvo picos de violencia producto del cerramiento y el desmonte que formaban parte del plan productivo de los empresarios y que vulneraban los derechos posesorios de los pobladores, incluso, poniendo en jaque los modos de vida y la cotidianeidad de la comunidad[26]. En esos primeros momentos los campesinos se movilizaron cortando la ruta nacional 34 y forzando un interdicto judicial que frenó el avance momentáneo del empresario sobre esas tierras.

La dimensión de la problemática puede visibilizarse a partir de ciertos datos generales, como los expresados en el informe de la REDAF (Red Agroforestal Chaco Argentina) del año 2012, en el que se relevan, durante el período 2007-2011, 214 casos de conflictos de tierras en la región norte, de los cuales 122 habían tenido lugar en la provincia. Lamentablemente no hay una sistematización y actualización de datos oficiales con los cuales podamos evaluar la profundización e implicancia actual de la problemática[27].

Cuando esas tierras estaban en manos de otros propietarios o empresarios como en el caso de los Taboada o de otros obrajeros, su uso cotidiano y comunal no se había visto afectado. En este caso, fue el alambre y la imposibilidad del uso históricamente extensivo del territorio lo que activó el conflicto.

Las estrategias de resistencia de las familias fueron decisivas para la difusión de esta situación. La vinculación con instituciones como la Universidad Nacional de Santiago del Estero, la Dirección de Bosques y otros, generó la puesta en marcha de investigaciones y búsqueda de información para sumar argumentos científicos que avalen a los planteos de la comunidad. Asimismo, la intervención del Comité de Emergencia y la Mesa Provincial de Tierras como espacios resultantes de las luchas campesinas y de la visibilidad de la problemática de tierras en la provincia, fueron de suma importancia para validar los argumentos utilizados por la comunidad en las causas judiciales iniciadas.

El conflicto, no sólo generó la organización del campesinado para llevar adelante medidas en el plano político y jurídico y para denunciar las violencias, sino que también, activó un proceso reflexivo para pensarse identitariamente desde una dimensión histórica y territorial, revisando no solo el pasado indígena presente en la oralidad[28] y en la huella arqueológica, sino también de aquellas prácticas comunales que implicaban otras formas de sociabilidad y trabajo y que actualmente la consideran erosionadas, o por lo menos debilitadas.

Nuestra intervención y acompañamiento como parte de un proyecto de investigación de la universidad se basaba en la propuesta de trabajar a partir de dos interrogantes principales: ¿Qué podía aportar un enfoque que busque indagar en la producción de memorias locales a la lucha y resistencia por la posesión territorial? Y, por el otro, ¿cómo hacer intervenir los conocimientos históricos en esa dirección?

 

 

 

 

Figura 2: Talleres en Pozo del Castaño

 

 

Fuente: Fotografía propia

 

 

En los distintos encuentros -mediante entrevistas grupales y el armado de genealogías[29]- indagamos sobre el pasado y la presencia histórica de las familias, la vida comunitaria, los usos del territorio en relación a las principales actividades económicas como la cría de animales de granja, la venta de postes, la caza y la recolección. Por otro lado, la identidad en tanto forma de auto-representación que los posiciona como sujeto colectivo fue un aspecto que nos posibilitó advertir ciertos quiebres y continuidades respecto a las representaciones del pasado. En este caso, la historia oral y la memoria se convierten en un canal para explorar no solo las subjetividades en la (re)construcción del pasado[30] en relación al trabajo en el obraje, la vida cotidiana, los lazos comunitarios, etc., sino también la adquisición, bajo ciertas circunstancias, de un valor instrumental para la defensa de los territorios en condiciones históricas y estructurales de desigualdad.

Uno de los aspectos más significativos que surge en la identificación genealógica se vincula, justamente, con lo indígena. La figura recurrente y representativa de Indalecio Carabajal, conocido como “Tata[31] Inda”, un poblador que vivió durante la primera mitad del siglo XX, cristaliza para los castañenses la imagen del “indio” que es objetivada en su fenotipo y en prácticas de caza y recolección, como generalmente aparece en las representaciones de los sectores rurales de la provincia para referirse, principalmente, a pobladores antiguos. Sin embargo, las caracterizaciones van más allá de estas descripciones y tipificaciones raciales y se asocian a destrezas y manejos de recursos de caza y conocimiento del monte, e incluso hasta convertirse en una referencia que se invoca desde el pasado para tener suerte cuando se internan en el monte a cazar. Uno de los referentes de la comunidad señala criterios de demarcación entre lo indio y lo campesino (generalmente difusos), pero que en este caso se vincula con lo que planteamos arriba, donde la categoría de indio actúa en la marcación de aquellos pobladores que por fuera de la educación estatal sabían interpretar al monte a partir de conocimientos “sobrenaturales”.

Esta construcción de subjetividad local en torno a la identidad indígena revela las características culturales e históricas de esta categoría:

 

 

Mi abuelo Bonifacio (nieto de Indalecio) por los rasgos era un tipo rudo y hereje, para mí ha sido como un indio porque no está atravesado por una formación educativa. Le gustaba vivir en el monte, andaba mal de salud, pero igual todos los días salía al monte. Por ahí lo comparo con su hermano Ciriaco que tenía otra forma de vivir, que se parecía más a un campesino, era un viejito que era arriero y tenía vacas, arriaban vacas a Clodomira[32].

 

 

En la figura de "Tata Inda" como personaje histórico para la comunidad se condensa la imagen de lo indígena en el que parece funcionar como un puente con el pasado para la identificación con esa ascendencia. Sin embargo, las recurrentes apelaciones al mestizaje, por parte de los pobladores, implican un posicionamiento como sujeto diferencial en la que prevalece la identificación como campesinos/as.

Esta categoría de autodefinición no solo refleja una designación en términos geográficos o de trabajo, sino que pasa a tener una impronta política, en tanto reconocimiento en las últimas décadas como sujeto político y movilizado. Por supuesto que debemos considerar que las categorías responden a contextos de legitimación y que las políticas conceptuales[33] remiten a condiciones de posibilidad para designarse y ser legitimado como indio y/o campesino. Esta resignificación del significante campesino implica un proceso de identificación[34] en el que se generaron articulaciones entre una posición histórica como sujeto subalternizado del espacio rural y una subjetivación construida como agente político.

En este contexto lo indígena se convierte en la referenciación de un “pasado” en donde, más allá de algunos reconocimientos individuales de pobladores, como en el caso de Clara: “yo me siento india y cuando me preguntan no tengo por qué ocultar”[35], no se traduce en una identidad colectiva de los castañenses. Como sabemos, en las memorias también están inscriptos los silencios que evidencia una producción de narrativas cargada de vacíos[36] como parte de políticas del olvido y autonegaciones generadas desde la construcción del Estado Nacional y de los distintos momentos de consolidación de los Estados provinciales que proyectaron imaginarios en torno a la alteridad interna.

En el caso de la provincia de Santiago del Estero uno de los agentes estatales que mayor eficacia simbólica tuvo en la negación o divorcio con lo indígena y lo afromestizo fue la escuela. Justamente en zonas del Salado donde fue señalado por intelectuales y escritores de fines del siglo XIX como territorio poblado por santiagueños “poco civilizados” o “en vías de civilización” (un ejemplo de ello son las “Memorias descriptivas de la provincia” escritas por Gancedo y posteriormente por Fazio), se fue expandiendo, a principios del siguiente siglo, un discurso a través de la escuela que mostró al mestizaje como lugar posible de identificación en el marco del postulado de “crisol de razas” donde se destacaban los rasgos de la herencia hispana e indígena en el sujeto santiagueño marcado como habitante de la campaña o campesino. Uno de esos discursos está presente en manuales escolares como el de Moreno Saravia de 1938 donde sostenía que el santiagueño era el resultado del mestizaje indígena europeo excluyendo toda posibilidad del componente afro[37].

Algunos de estos indicios históricos para pensar la construcción de un discurso estatal de la diferencia y que fue proyectándose a la población rural a través de la escuela y de otros actores, nos permite argumentar que si bien no borró necesariamente lo indio como categoría social y de uso en las marcaciones del sujeto rural, aportó a la desvinculación respecto a todos los marcadores culturales que puedan hacer sospechar hacia afuera de las comunidades (y quizás también hacia adentro) que se trataban de “verdaderos indígenas”. Esa misma vigilancia cultural también implicó a la lengua quichua que se la desindianizó y en todo caso se la reconoció como “lengua criolla” y folklorizada durante el siglo XX. Los mismos castañenses reconocen lejanamente la relación de su lengua quichua con lo indígena y su identificación gira en torno a ambigüedades y tensiones en el que generan un corte con el pasado. Y si bien esto no es propio de la provincia, Pizarro lo identifica en Catamarca y Rodríguez para Tucumán[38], las propias dinámicas históricas locales nos muestran como las rupturas evidencian un pasado poblado por indios incivilizados y en la actualidad por campesinos “mestizos”.

El obraje y el desmonte, constituyen otros puntos de inflexión en las memorias y en las mismas interpelaciones sobre la identidad. El conflicto territorial parece significar una nueva demarcación social a modo de frontera[39], que sitúa en la dinámica social una nueva forma de considerarse en relación a un sujeto novedoso, en este caso el empresario ganadero, y a un proceso de cerramiento efectivo de las tierras. En las entrevistas son recurrentes las menciones sobre las consecuencias ecológicas del desmonte, entre las que se destaca a las constantes sequías que dificultaron el desarrollo de la pequeña agricultura campesina, principalmente cuando se establece una comparación con los “antiguos”. Sus antepasados tenían cercos para la siembra, es decir, desarrollaban prácticas productivas que se fueron diluyendo como consecuencia, entre otros aspectos, de las condiciones ambientales y ecológicas. Este corte con el pasado y su necesidad de revisión, así como la valoración del territorio y de prácticas productivas y de sociabilidad de los llamados “antiguos”, parece reactivarse en la coyuntura de conflictividad.

De esta manera, el trabajo en el obraje articula las memorias del campesinado en dos direcciones que generan cierta ambigüedad. Por una parte, implica el trabajo asalariado para una población que vivió en una relación de patronazgo en la estancia de los Taboada, con lo cual los antiguos atendían la hacienda y vivían a partir del consumo de los animales y la cosecha de maíz, actividades que alternaban con la caza y recolección, pero por otro, las nostalgias sobre un monte más tupido y extenso, dan cuenta de las consecuencias actuales de los recursos del monte.

 

Mi abuela Rómula también le atendía la hacienda a los Taboada, le sacaba la leche a las vacas y hacía quesos para poder vivir, porque me contaba mi abuelo en ese tiempo, que iban para la invernada ahí para el lado de Bandera Bajada, a comprar el maíz para sembrar y con eso nos alimentábamos, hacían harina para hacer tortillas. Mi abuelo no se si le pagaban o no. Hasta que se abrieron los obrajes de quebrachos los Taboada lo tenían de peón a él[40].

 

Para muchos el obraje representaba la posibilidad del primer ingreso y es parte de la valoración que algunos “viejos” realizan en torno al trabajo. En los talleres uno de los participantes destacaba lo que pudo obtener a partir de los campamentos y que el ocaso del obraje industrial había representado la decadencia para la población. La figura del hachero es muy fuerte (podemos decir incluso que representa una identidad laboral en los hombres) y sintetiza de alguna manera el sacrificio y la vida en “monte adentro” con todos los conocimientos necesarios para sobrevivir en esas condiciones, y por otro lado, la posibilidad del trabajo remunerado que implicaba el acceso a ciertos bienes con cheques o giros que para sobrevivir terminaban cambiándolos en los almacenes locales o del patrón. Los contratistas los conchaban y durante varios meses seguían la ruta de los montes para la tala del quebracho. De esta manera, Taco Pozo en Chaco o Salta eran algunos de los destinos de los campamentos de los hacheros que se instalaban durante varios meses en ranchos armados por ellos mismos con una cama de palos o bien durmiendo en el piso. Más allá de estas condiciones de precariedad, los castañenses mayores recuerdan ese pasado con cierta nostalgia.

Por otra parte, las generaciones más recientes y sobre todo que tienen una participación más activa en la organización política campesina, cuestionan el sistema del obraje por las situaciones de precariedad y explotación, tratando de convencer a los “viejos” de las condiciones indignas del trabajo, la negación de derechos laborales y de las consecuencias sociales, culturales y ambientales del desmonte.

Más allá del obraje y de la figura del hachero como parte de una marca de identidad masculina local, emerge una construcción de identidad en términos territoriales en la que se elabora un sentido de pertenencia en relación a las dimensiones materiales y simbólicas del espacio habitado con perspectiva histórica, donde se articula, compara y valora un pasado en relación a las circunstancias del presente[41]. Lo que se aprende en el territorio y desde los “viejos” se traduce en una memoria hecha cuerpo[42], en un conocimiento práctico que implica la disposición a la caza y a la recolección como formas de ocupación y circulación territorial, donde el pasado no se representa, sino que se actúa, se pone en práctica. Tal como nos señala uno de nuestros informantes respecto al aprendizaje sobre la caza y el uso del monte: “viene de la gente de antes, los mayores, cuando nacemos ya nacemos sabiendo todo eso”[43].

En esta comparación con el pasado, los antiguos pobladores, identificados en algunas ocasiones como indios, son resignificados en el contexto de conflicto. Muchos de ellos se personifican en las historias familiares bajo el sentido comunitario de “nuestros abuelos”. De este modo, los campesinos reflejan una necesidad de resistir en el territorio a partir de poner en valor sus antepasados y de significar su relación con el monte chaqueño, los aprendizajes derivados de la caza, la recolección, la agricultura familiar y hasta el mismo trabajo de hachero (más allá de las contradicciones respecto al uso/degradación del monte), saberes y prácticas trasmitidas, en la que los “antiguos” desempeñaron un rol fundamental. Al mismo tiempo, las reminiscencias respecto a un pasado con lazos comunitarios más sólidos y su aparente disolución, emergente en gran parte de los relatos, forman parte de una memoria que necesita reconstruirse y que el mismo conflicto interpela.

Aquí la violencia también cobra una dimensión histórica en las memorias largas como plantea Da Silva Catela[44] en relación al sufrimiento vivenciado por sus antepasados. Es recurrente las menciones sobre el padecimiento de las condiciones materiales de vida de los “antiguos”, la dependencia a los estancieros, la carencia en tiempos de sequía, la migración forzada como única posibilidad de generar ingresos y subsistir, a lo que se suman aquellas violencias simbólicas donde el pasado indígena y la lengua quichua fueron históricamente omitidos y silenciados en las aulas. Es decir, que los conflictos con los empresarios no representan un hecho o episodio aislado de violencia, sino que es constitutivo de relaciones socio-económicas con otros agentes en una historia territorial más larga. 

Aquellos discursos que problematizan la identidad y el pasado aparecen principalmente en situaciones de trabajo reflexivo, como en el caso de los talleres o en reuniones de la propia comunidad, donde emergen interpelaciones en torno a su lugar como campesinos/as ante las situaciones extremas de violencia o en ciertas argumentaciones de la luchas por el territorio, pero aún sin considerarlos como recursos sólidos para la defensa territorial en el plano judicial y político. La propia historia local a partir de la oralidad no es concebida como un posible instrumento político para llevar a otro plano de discusión la problemática. Generalmente, las herramientas pasan por los argumentos jurídicos de la posesión o bien a partir de la legislación de bosques como un recurso necesario para garantizar la posesión de tierras en disputas y de este modo frenar los planes productivos de los empresarios.

 

 

 

 

 

De pueblo campesino a comunidad indígena: Las luchas de la comunidad “Yaku Muchuna”

 

A diferencia de la comunidad de Pozo del Castaño, la de San Felipe hizo un proceso de auto reconocimiento como pueblo indígena bajo el nombre de comunidad “Yaku Muchuna” (donde escasea el agua en lengua quichua). Sin embargo, como ya lo dijimos, se trata de dos pueblos cercanos que comparten una misma cultura rural, parentesco en algunos casos, el uso de la lengua quichua y, como vimos, un proceso histórico de tenencia de la tierra que implicó a la misma familia Taboada como propietaria de las estancias que se instalaron hacia fines del XIX y de otras porciones de tierras acaparadas por capitalistas foráneos para la explotación del bosque nativo.

A partir del año 2009 los pobladores comienzan un proceso de auto reconocimiento como comunidad indígena perteneciente al pueblo Tonokoté que se institucionaliza entre el 2011-2012 con el otorgamiento de la personería jurídica y la culminación del relevamiento territorial que realiza el INAI en el marco de la Ley 26.160. Como en otras localidades, el auto reconocimiento sucede en un contexto de conflicto territorial, convirtiéndose en una herramienta con cierta eficacia para evitar desalojos o avances de los empresarios del agro sobre las tierras. En este punto es necesario advertir que si bien las reemergencias étnicas se desarrollan en coyunturas desfavorables para los pobladores en base a la situación jurídica sobre la tierra, este proceso no se hace en un vacío y tampoco es eminentemente instrumental, más allá de la necesidad de visibilizar diacríticos étnicos que reproducen en muchos casos la mirada colonialista que el propio Estado construye y espera sobre las comunidades[45].

En este caso, el inicio de este proceso se entrelaza con el conflicto territorial iniciado con un histórico obrajero que había explotado las tierras por cerca de tres décadas y que tras un largo período de ausencia había intentado en el 2003 retornar a San Felipe para continuar con la explotación forestal. La resistencia de la comunidad en el territorio campesino (hasta esos momentos auto percibida como campesina) y en el terreno judicial comenzó a cobrar relevancia en el departamento Figueroa hasta la constitución de la Mesa de Tierras. Las experiencias de otras comunidades como la de San Roque (costa del Salado) les permitió poner en marcha el proceso, a partir de encuentros con la autoridad indígena de esa comunidad que los ayudó a ir constituyéndose en base a un trabajo silencioso y paciente de auto reconocimiento de las familias y del procedimiento ante el INAI para su legitimación estatal[46].

 

 

 

 

Figura 3: Cartel de entrada de la comunidad “Yaku Muchuna”

 

 

Fuente: Fotografía propia.

 

 

Es importante referenciar dos aspectos de la reemergencia étnica en la localidad y en general en la provincia: por un lado, como dijimos, un cierto sentido heurístico que adquiere la revalorización de la identidad indígena en coyuntura de conflictos y violencias, y por otro, las maneras que definen, dan sentido y vivencian su propia indianidad en términos de memoria y (re) vinculaciones con el pasado.

En cuanto al primero, es necesario señalar las condiciones tanto jurídicas como políticas a partir del reconocimiento constitucional y de una serie de legislaciones nacionales que contribuyeron al autoreconocimiento, a lo que se suma una mayor vinculación de las organizaciones campesinas con otras de la región o la misma inclusión en la CLOC-Vía Campesina lo que también contribuyó en el proceso.

En Santiago del Estero, desde los últimos años del siglo XX se visibilizan comunidades indígenas, llegando a contar en la actualidad con seis pueblos y más de ochenta comunidades en distintas zonas rurales y urbanas de la provincia[47]. Algunas de ellas integran organizaciones como el MOCASE Vía Campesina, mientras otras tienen vínculos o forman parte de otras redes u organismos indígenas a nivel nacional. El hecho de que la mayor parte de las comunidades rurales adscriban a la identidad indígena para garantizar derechos territoriales, educativos y sanitarios que como campesinos no lo obtenían, nos habla de la importancia del Estado en su apertura al reconocimiento, pero al mismo tiempo a mostrarse como un agente que participa activamente en la construcción de la etnicidad[48]. La referente y autoridad de la comunidad, señala:

 

Si bien veníamos de un proceso de defensa de un territorio y que era una herramienta como para abrazar el territorio más factible que como comunidad campesina que veníamos gastando mucha plata en la defensa, y que si teníamos que conservar ese monte y empezar a pagar impuestos por ese monte como comunidad campesina estábamos muertos, porque si bien la gente sacaba madera pero no iba a ser suficiente para mantener tanto espacio de territorio, seguro que íbamos a terminar achicando el espacio del territorio. Cuando nos ha llegado esa información, yo me acuerdo bien claro que nos hemos reunido ahí y hemos dicho: -vamos a comenzar a averiguar, esto sería una oportunidad[49].

 

La nueva etnicidad da forma y evidencia silencios y olvidos que actuaron como parte de las políticas estatales desde el siglo XIX. En este caso, el soporte político-jurídico encausó nuevas formas de auto referenciarse que habían sido auto negadas o puestas en duda por las propias generaciones pasadas[50]. La misma autoridad de la comunidad refiere, que si bien existían señales de sus antepasados: “nuestros orígenes nos venían diciendo, gritando de que somos preexistentes”[51], aún no se conocían las posibilidades (ni existían las condiciones) para ser reconocidos como pueblo originario. Hasta esos momentos la lucha y organización se había dado como comunidad campesina.

Es necesario comprender que las interpelaciones a las identidades -en este caso campesina- como a las propias formas de representar el pasado responden a situaciones de conflictividad y donde se crean nuevas formas de posicionarse como sujeto político en el espacio social. Quizás, muchas veces, el problema, principalmente para el Estado, radica en concepciones hegemónicas que ven a la identidad como algo estático y coherente y no como producto de contingencias históricas y como parte del despliegue de recursos necesarios para preservar y proyectar un futuro en el territorio. Como lo planteamos en la introducción, las circunstancias remiten a procesos de identificación que implican re significar la posición del sujeto, en este caso de campesino a indígena, lo que genera también tensiones en las mismas poblaciones rurales que en muchos casos reproducen el discurso estatal de la extinción indígena. Lo que resulta, en ciertas ocasiones, problemático para los avances en la organización del sector y en los acuerdos de campesinos y pueblos originarios. La “falta” de continuidad histórica y la ausencia de “rasgos culturales distintivos” que demarquen ciertas fronteras étnicas entre los pueblos y con el campesinado, suele resultar el argumento principal para las negaciones de las identidades indígenas a partir de una concepción objetivista de las mismas.

En lo que respecta a las propias memorias y su articulación con la identidad indígena, los pobladores reconocen en la lengua quichua, los saberes locales y los usos del territorio, elementos constitutivos de su indianidad. En el taller que abordamos para trabajar la relación pasado-presente a partir de las memorias y de un mapeo territorial participativo, las apelaciones sobre cierto discurso sutil, doméstico y hasta oculto[52] de sus abuelos acerca de su posible ascendencia indígena se solapaba con el bilingüismo quichua-castellano, las prácticas de caza y recolección y con la materialidad de la evidencia arqueológica a partir de los propios vínculos que generaban con ellas (algunas reconocidas como pozos de indios), forjando así un estado de “sospecha” recurrente sobre sus antepasados. El carácter de la vida dura y pesada del monte también define lo indígena, la obstinación, la resistencia física en el arduo trabajo de hachero o recolección de miel y el conocimiento por tradición y práctica. Estos funcionan como marcadores de aboriginalidad[53] para la población.

Como en todo acto de memoria, el pasado no representa un depósito de recuerdos, si no que se reconstruye y resignifica a la luz del presente. De esta manera los hechos y procesos actuales (como la misma reetnización como pueblo Tonokoté) permitió mirar hacia atrás con otra perspectiva y entender la imposibilidad de visibilizarse y de constituirse como comunidad en el pasado. Uno de los integrantes, nos explica esa relación y las herramientas que actualmente se disponen:

 

 

Tenemos el valor de que uno que nos represente como indígena, todos debemos seguir parejo, coincidir y defender lo que se ha fundado esto. Más atrás no conocíamos, cualquiera decía: -yo soy arrendatario, listo-. Te pagaban lo que querían y vivías con eso, y si no, no tenías sostén para tu familia. Por eso, a eso me refiero. Entonces vamos creciendo, ahora tenemos el valor de ser fundadores de esto y agradezco que nos han hecho conocer el derecho que uno tiene de ser indígena[54].

 

En este sentido, el proceso también posibilitó la revisión de un pasado en términos de la tenencia de la tierra ya que, anteriormente, se consideraban como “vividores” de aquellas familias principales como los Taboada-González con los cuales construyeron vínculos de trabajo, parentesco y subalternización bajo la figura del “respeto y la reverencia” como marcas del patronazgo. Justamente, este sistema que funcionó desde la instalación de las estancias a fines del XIX y principios del XX reprodujo esta lógica de lealtades y de reconocerse como “viviendo de prestado”, sin advertir sus derechos posesorios y en este caso, histórico y ancestral. Como ya advertimos en el caso anterior, aquí también prevalecen memorias largas en torno a la violencia material y simbólica donde ubican a sus antepasados como “ocupantes” de tierras y subordinados a los Taboada y en la imposibilidad de reconocerse como indígenas ante las vergüenzas de una identidad que en se conservaba domésticamente.

Si bien la reetnización bajo la figura de pueblo Tonokoté permitió gestionar y ser reconocidos por el Estado, los fundamentos históricos y antropológicos al que se acude y se adjunta a las carpetas técnicas del INAI reproduce una imagen esencializada de lo indígena con una historia distanciada y desagenciada para la comunidad ya que generalmente es narrada por disciplinas como la historia, arqueología y la antropología, atravesada muchas veces por un discurso colonialista. Aquí se describe la religión, la alfarería, la organización social y las diversas etapas agro alfareras con un mapa provincial en el que se ubican a las distintas etnias de manera estática. Si bien estos argumentos fueron necesarios para la gestión ante el organismo estatal, son las propias memorias y las prácticas en el territorio a las que les atribuyen la identidad indígena generando una suerte de etnicidad o “indigenismo de entrecasa”[55].

Como dijimos, además de los saberes del monte y el uso de las plantas medicinales, la lengua quichua constituye uno de los principales fundamentos en el auto reconocimiento. Señalada como la lengua de los “antiguos” y cuya importancia radicaba en la socialización de las familias, da cuenta que en las generaciones anteriores “se aferraban a la quichua” para transmitir conocimientos y los quehaceres de la vida cotidiana. Sin embargo, la escolarización y por ende la alfabetización en castellano, sumado a las “vergüenzas” inculcadas en el marco de cierta vigilancia cultural[56], produjo cortes en la transmisión de esta lengua[57]. El señalamiento de estos diacríticos en las entrevistas muestran la necesidad de escapar, o por lo menos de matizar, cierto esencialismo estratégico que en muchas ocasiones las comunidades deben usar para mostrar especificidad étnica al Estado como la denominación de la autoridad Kamáchej (proveniente del dialecto cuzqueño-boliviano), símbolos y ceremonias como la Pachamama, incorporada a partir de la reetnización. Estos señalamientos de la comunidad “Yaku Muchuna” no refieren a una etnicidad específica como parte del pueblo Tonokoté, si no aspectos generales de lo que podemos llamar “cultura rural campesina” que iguala a pueblos auto percibidos como campesinos e indígenas. En este sentido, reconocen la necesidad de reconstruir una historia local que permita resignificar el pasado como comunidad indígena y al mismo tiempo generar espacios para la transmisión, algo que se presenta problemático por la migración de los jóvenes.

Sin embargo, a partir del año 2013 un nuevo conflicto hacia el norte de San Felipe que figura en las mensuras catastrales como propiedad original del Sindicato de Tierras y que luego pasó a manos de un obrajero y actualmente a una empresa local, puso en alerta y movilizó a la comunidad que reclama ese territorio argumentando su uso a partir de actividades forestales, de caza y recolección de miel y frutos, además de ser un espacio de pastoreo de los animales y de reforestación de árboles nativos como el algarrobo blanco. La depredación por más de 100 años del obraje en San Felipe y parajes aledaños, redujo fuertemente el monte y los quebrachales, por lo que los pobladores debieron buscar y conservar el escaso monte en la zona. Esta situación derivó en la solicitud ante el INAI para relevar también ese territorio que actualmente usan y comparten distintas comunidades de parajes vecinos en lo que respecta a las actividades de extracción de maderas, caza y recolección de miel. En ese sentido, una de las estrategias fue la instalación de un rancho para vigilar la zona ante la intromisión de empresarios. Esto produjo también situaciones de violencia a partir de su quema y destrucción en reiteradas ocasiones.

 

 

Reflexiones finales

 

En base a lo planteado es necesario organizar los comentarios finales en tres direcciones. El primero acerca de cómo se problematiza la identidad campesina y los usos del pasado a partir de los conflictos y la organización; el segundo sobre los procesos históricos de larga duración acerca de la tenencia de la tierra; y el último sobre el aporte de las disciplinas para pensar la necesidad de convertir los hallazgos en evidencia jurídica y comenzar a interpelar a las instituciones estatales.

En primer lugar, la categoría de “campesino/a” para referenciar a la población rural santiagueña tiene una larga tradición en el discurso social provincial, en muchas ocasiones cargada de connotaciones estigmatizantes y como una etiqueta que favoreció el ordenamiento de la propia diversidad interior en el siglo XX y quizás anteriormente. En la década del ochenta y a partir de la organización del sector se convierte en una identidad política y comienza instalarse un giro positivo en la auto representación. La reciente etnogénesis, como en el caso de la comunidad “Yaku Muchuna”, funcionó como una herramienta para la protección de los derechos territoriales y paralelamente para poder revisar el pasado en términos de una memoria fragmentada y dispersa en torno a lo indígena. Asumir una identidad étnica implica poner en tensión una categoría histórica y cultural como la de campesino y reconocer la indianidad oculta bajo este genérico desmarcado éticamente. En este caso los usos del pasado se vuelven necesarios en situaciones de legitimación de posesión territorial en donde lo indígena le otorga profundidad histórica a las demandas. Aquí es importante señalar que se conjugan ciertos aspectos de reinvención identitaria (banderas, símbolos y rituales), buscando establecer diacríticos como parte necesaria de la reconstrucción de una “identidad prehispánica perdida”, junto a apelaciones en relación a la lengua quichua y otros marcadores de indianidad.

En este sentido, la identidad indígena representa cierta novedad para el campesinado santiagueño que convivió históricamente con negaciones e imaginarios sobre lo indígena instalados por agentes estatales y que tuvieron su efecto simbólico en la reelaboración de las identidades y en las ambigüedades que actualmente mantienen con ese pasado. En este marco, debemos entender a las memorias subalternas en una dinámica relacional, ya que las memorias dominantes no solo fijan contenidos, sino también límites a las interpretaciones históricas[58]. Si bien las reemergencias de pueblos originarios se vuelven un recurso indispensable en ciertas condiciones de desigualdad, también producen diferencias al interior del campesinado con el cual comparte gran parte de la historia, las memorias y la lengua, pero que queda en situación de desventaja al carecer de una legislación que lo contemple como un sujeto diverso y de derecho.

En aquellas comunidades campesinas como Pozo del Castaño el no reconocimiento como pueblo originario no implica para nada la desvinculación con lo indígena. Como vimos, la identificación con los “antiguos” y el propio reconocimiento doméstico de la ascendencia indígena en el trabajo con las genealogías, evidencian el mismo vínculo que otras poblaciones reetnizadas. Aquí el pasado se vuelve objeto de revisión en las situaciones conflictivas donde se traza una comparación con los “viejos” y ciertas prácticas productivas en torno la siembra o actividades comunales como los encuentros para hilar o desgranar el maíz donde las mujeres tenían un rol preponderante cuando sus esposos salían a las cosechas o a los campamentos del obraje. En este caso, la defensa territorial se piensa también en clave histórica cuando refieren a que defienden sus tierras por todo lo que allí aprendieron y en memoria de sus abuelos y de las violencias sufridas, lo que implica todo un capital simbólico del pasado que se traslada al presente para pensar nuevamente sus identidades en el espacio rural, y no solo a partir de cuestiones materiales o productivas.

En segundo término, remarcar la necesidad de comprender los conflictos territoriales a partir de historizar el mercado de tierras en la provincia y en el departamento Figueroa. Darle profundidad histórica al problema no solo permite realizar un seguimiento en torno a los que figuran como propietarios en escrituras o mensuras desde el siglo XIX, sino que también nos permite comprender los mecanismos de privatización de tierras, el desarrollo de las estancias y del obraje como sistemas de explotación de la mano de obra de poblaciones rurales subalternas (indígenas, mestizos, criollos) que fueron quedando en esas tierras en condición de campesinos y que en las últimas décadas comenzaron a alambrarse producto de la expansión de la frontera agropecuaria y del agro negocio. En este sentido, el trabajo de archivo en relación a las memorias locales representa un trabajo colaborativo para dar cuenta de estos procesos donde familias como los Taboada que gobernaron Santiago durante la segunda parte del siglo XIX, tuvieron en propiedad grandes porciones de tierra y donde el campesinado funcionó como mano de obra en los trabajos ganaderos y posteriormente como hacheros en los campamentos del obraje. Trasladar los documentos históricos al territorio para dialogar con las memorias locales fue una metodología que dio resultados interesantes. En este sentido, el uso de las mensuras para advertir el mercado de tierras en la zona y la mención a meleros en el siglo XIX, mostrando una ocupación preexistente, permitió a los pobladores sumar elementos a los relatos de los “antiguos” en relación al poblamiento, las relaciones de lealtad y subalternidad con la familia Taboada y sobre todo de mirarse como sujeto colectivo en la historia.

Por último, la producción de conocimiento en relación a las memorias e identidades en un contexto de conflictos necesita dar un paso más cuando se trabaja con poblaciones campesinas. Este paso es el más problemático ya que implica convertir el dato científico en evidencia en el plano jurídico, lo que significa entrar en disputa para interpelar otro campo. Y si bien no fue parte de nuestro objeto el abordaje de lo jurídico, consideramos necesario señalar que este campo mantiene su estructura política y epistémica, y que como otras instituciones está atravesada por representaciones hegemónicas acerca del campesinado que terminan obturando la comprensión de los procesos históricos y de las lógicas de ocupación y uso territorial que van a contrapelo de la racionalidad capitalista.

El problema, más allá del agenciamiento de las comunidades, el repertorio de acciones colectivas de resistencia y de sus organizaciones que ya tienen un largo recorrido, tiene otros dos aspectos que deben considerarse. El primero y fundamental por una cuestión de derechos, es la necesidad de contar con una legislación específica. Como dijimos al comienzo, el actual campesinado, al no ser contemplado jurídicamente como un sujeto colectivo con determinadas particularidades culturales y sociales (los avances en el reconocimiento de los derechos de las y los campesinos por parte de la ONU constituye un paraguas global, pero aún sin incidencia concreta en el país) y al no contemplarse desde el Estado particularidades productivas, culturales ni lingüísticas, los conflictos son resueltos judicialmente sin ninguna prerrogativa, y es la vía por la que, en muchos casos, terminan perdiendo sus derechos posesorios.

En tal sentido, a diferencia de los pueblos originarios que poseen reconocimiento constitucional y una serie de leyes en distintos ámbitos, el “indiferenciado campesinado”, no goza de derechos similares. El efecto de esta representación, -que reconoce superficialmente diversidad cultural y lingüística-, es la profundización del ocultamiento de las desigualdades estructurales e históricas.

Finalmente la posibilidad de trabajar desde las ciencias sociales con el propósito de convertir en prueba aquellos datos que puedan determinar la presencia histórica de las familias en el territorio. En este caso, el encuadre histórico nutrido por las propias memorias nativas junto a la evidencia documental (sabemos que para la justicia es la principal fuente de prueba) podría convertirse en el elemento de legitimación del campesinado. Además del trabajo de archivo en la búsqueda de mensuras, censos y otros registros que comprendan los apellidos de las familias campesinas o que muestren la dinámica política y económica en el medio rural, junto al mercado de tierras y a la mano de obra en esas zonas, la reconstrucción del pasado de la comunidad a partir del árbol genealógico y las memorias viene a complementar y situar la perspectiva nativa sobre el territorio. El reconocimiento no solo de su ascendencia, sino también de las propias concepciones sobre el espacio-tiempo, el reconocimiento del pasado indígena, la reproducción material y simbólica de las familias a partir de los recursos del monte y la necesidad de revitalizar lazos que consideran debilitados, constituyen solo algunos de los aspectos desde los cuales puede contribuir el conocimiento histórico y el trabajo con las memorias locales.

Por ello, el valor de esta propuesta metodológica reside en dar visibilidad a una historia en el territorio y una identificación negada y subestimada, muchas veces, por los mismos pobladores, para advertir procesos de ruptura con el pasado, pero también de reconocimiento y valoración en las circunstancias de conflicto.

Cabe aclarar que todo esto no tendría un efecto estructural si no pensamos seriamente en una reestructuración de los organismos del Estado, donde áreas tan sensibles como la justicia, la educación y la salud puedan capacitarse y formar desde una perspectiva intercultural, es decir, centrada en la diversidad, y desde allí romper prejuicios profundos a partir de un necesario y verdadero trabajo de inclusión que reconozca la pluralidad y las desigualdades que suelen reproducirse cotidianamente en estos ámbitos.



[1] Una versión preliminar de este trabajo fue presentada en el 12° Congreso Argentino de Antropología Social realizado entre los meses de junio y septiembre de 2021.

[2] Aclaramos que tomamos el término “comunidad” como un concepto nativo, es decir como parte del discurso de poblaciones campesinas o indígenas en referencia a la convivencia en el mismo espacio geográfico (localidad/paraje) y donde prima un sentido político (acciones colectivas y organización) e histórico. 

[3] En el transcurso de los años 2017-2019 se trabajó con la comunidad de Pozo del Castaño en un proyecto de CICyT UNSE, y recientemente se abordó un trabajo conjunto con la comunidad Tonokoté “Yaku Muchuna” en el marco de otro proyecto sobre territorialidad, memorias e identidades en el que junto a otros integrantes elaboramos un informe técnico.

[4] Algunos trabajos al respecto: Alfaro, María Inés y Guaglianone Adriana (1994), “Los Juríes. Un caso de conflicto y organización”, en Giarracca, Norma (Comp.), Acciones colectivas y organización cooperativa, Buenos Aires, Argentina, Centro Editor de América Latina, pp. 141-154; De Dios, Rubén (2010), “Los campesinos santiagueños y su lucha por una sociedad diferente”, en Pereyra, Brenda y Vommaro, Pablo (Comp.), Movimientos sociales y derechos humanos en Argentina, Buenos Aires, Argentina, Ediciones CICCUS, pp. 25-46; Barbetta, Pablo (2012), Ecologías de los saberes campesinos: más allá del epistemicidio de la ciencia moderna. Reflexiones a partir del caso del Movimiento Campesino de Santiago del Estero Vía Campesina, Buenos Aires, Argentina, CLACSO; De Salvo, Agustina (2014), “El Mocase: orígenes, consolidación y fractura del movimiento campesino de Santiago del Estero”, Revista Astrolabio, N° 12, pp. 271-300.

[5] Ver trabajos de Gómez Herrera, Andrea (2019), “Hacer posesión: dispositivos y prácticas de gobierno de lo común en una población rural de Santiago del Estero, Argentina”, RevIISE - Revista De Ciencias Sociales y Humanas, N° 14, pp. 135-146; Gómez Herrera, Andrea, Jara, Cristian, Díaz Habra, María y Villalba, Ana (2018), “Contracercar, Producir y resistir. La defensa de los bienes comunes en dos comunidades campesinas (Argentina)”, Eutopía Revista De Desarrollo Económico Territorial, Nº 13, pp. 137-55; Fonzo Bolañez, Claudia Yésica (2020), “Sensibilidades legales y usos alternativos del derecho. El encierro ganadero comunitario El Rejunte (Figueroa, Santiago del Estero)”, Cuestiones de sociología, N° 23, e106, https://doi.org/10.24215/23468904e106

[6] Ver Jara, Cristian (2016), “¿Qué es un campesino? La construcción de un sujeto político ambiguo en Santiago del Estero (Argentina)”, Astrolabio, N° 16, pp. 340-361; Bonetti, Carlos (2020), “Memoria, historia e identidad en el contexto de conflictos territoriales: El caso de Pozo del Castaño, Santiago del Estero”, Tramas/Maepova, N°8, pp. 51-65.

[7] Hall, Stuart (1996), “¿Quién necesita identidad?”, en Hall, Stuart y Du Gay, Paul (Comps.), Cuestiones de identidad cultural, Buenos Aires, Argentina, Amorrortu, pp. 13-39.

[8] Candau, Joel (2008), Identidad y memoria, Buenos Aires, Argentina, Ediciones Del Sol.

[9] Bonetti, Carlos; Suárez Mauricio y Fanzzini Mónica (2022), “De hijos del obraje a productores algodoneros. La construcción de una identidad política campesina durante el conflicto de Los Juríes, Santiago del Estero”, Perspectivas Revista de Ciencias Sociales, N° 14, pp. 674-704.

[10] Autoras como Agustina Desalvo (2011) sostienen, a partir de una perspectiva marxista, que la proletarización del sector por la venta de fuerza de trabajo los convirtió en obreros rurales, lo cual dificulta continuar reconociendo en términos objetivos a campesinos en Santiago del Estero, y específicamente en departamentos como Figueroa. Nuestra comprensión de la categoría en términos históricos y culturales, sumados a la autopercepción de los sujetos, nos aleja de esta concepción productivista. Ver Desalvo, Agustina (2011), “¿Campesinos o asalariados rurales? Una caracterización social actual de las familias rurales del Departamento de Atamisqui, Santiago del Estero”, Mundo Agrario, 11 (22). Recuperado de: https://www.memoria.fahce.unlp.edu.ar/art_revistas/pr.4795/pr.4795.pdf

[11] La producción escrita hacia fines del siglo XIX como las Memorias Descriptivas elaboradas para la provincia, o en publicaciones de autores foráneos, denomina a los sectores rurales como “habitantes de la campaña”, “pobladores rurales”, entre otros. 

[12] Bartolomé, Miguel (2003), “Los pobladores del desierto genocidio, etnocidio y etnogénesis en la Argentina”, Cuadernos de Antropología Social, N° 17, pp. 162-189. Disponible en: http://www.scielo.org.ar/pdf/cas/n17/n17a09.pdf  

[13] Bartra, Armando (2008), “Campesindios. aproximaciones a los campesinos de un continente colonizado”, Boletín de Antropología Americana, N°44, pp. 5-24.

[14] Manuel Taboada fue gobernador de la provincia en distintos períodos durante la segunda mitad del siglo XIX y su hermano Antonino Jefe militar de la Frontera del Río Salado. La familia y su descendencia se hizo de grandes extensiones de tierra en los departamentos Banda, Figueroa y Moreno.

[15] Schaller, Enrique (1986), “La colonización del territorio nacional del Chaco en el período 1896-1921”, Cuadernos de Geohistoria, N° 12, pp. 156.

[16] Periódicos locales como “La Reforma” o “El Siglo” publicaron de manera regular en los inicios del siglo XX (lamentablemente solo contamos con ejemplares hasta 1905) notas acerca de malones indígenas o de persecuciones que hacía la policía de frontera en la zona sur y este de la provincia. 

[17] Mignoli, Luciana y Musante, Marcelo (2018), “Los cuervos no volaron una semana”. La masacre de Napalpí en clave de genocidio”, Revista de Estudios sobre Genocidios, N° 13, pp. 27-46.

[18] En la estación Averías algunas familias se dedicaron a reducir poblaciones indígenas ante la ausencia de la policía. Las publicaciones en el periódico “La Reforma” de 1902 no dan detalles de dónde eran ubicados o bajo que promesas, sin embargo, es posible que se los haya incorporado al trabajo en los obrajes recientes de la zona o al servicio personal. 

[19] Bilbao, Santiago (1964-65), “Poblamiento y actividad humana en el extremo norte del Chaco Santiagueño”, Cuadernos del Instituto Nacional de Antropología, Nº 5, pp. 143-206.

[20] Bonetti, Carlos, Ramos, Marian, Maldonado, Noemí y Suárez Mauricio (2019), “Historia de la tenencia y posesión territorial en el Gualamba y Pozo del Castaño”, en Bonetti, C. (Comp.), Tierras y territorios en el chaco santiagueño. Antropología de los conflictos del campesinado en Pozo del Castaño, Bellas Alas, Santiago del Estero, pp. 51-89.

[21] Bilbao, Santiago, 1964-1965, Ob. Cit.

[22] En el censo de 1869 se registran indígenas del Chaco en distintas zonas de la provincia, principalmente en el área de frontera. Muchos de ellos, desnaturalizados por las políticas de militarización, servían en las quintas de la ciudad o en estancias. 

[23] Dargoltz, Raúl (2018), Hacha y Quebracho: historia ecológica y social de Santiago del Estero, Santiago del Estero, Marcos Vizoso.

[24] En una de las operaciones que se realizan, adquieren 500 leguas cuadradas en los departamentos de Figueroa y Copo entre 1897 y 1904. Rossi, Cecilia (2013), “Deuda pública, bancos, tierras fiscales y Sindicato. Cuestiones de las tierras de la frontera Chaco-santiagueña entre dos siglos: 1890-1910”, en Banzato, Guillermo (Dir.), Tierras rurales. Políticas, transacciones y mercados en Argentina, 1780-1915, Rosario, Prohistoria, pp. 177-197.

[25] Bilbao, Santiago, 1964-1965, Ob. Cit.

[26] En sus inicios el conflicto tuvo hechos de extrema gravedad como la intervención de bandas armadas que respondían al empresario y amedrentaban a la población. La participación de la policía local también estuvo cubierta de sospechas a partir de supuestas complicidades. Estos hechos no son aislados, sino que forman parte de prácticas que suceden en la mayor parte de los conflictos y denunciados por las organizaciones.

[27] Si bien no contamos con datos oficiales por parte de los organismos del Estado, la difusión periódica de las organizaciones campesinas e indígenas sobre intentos de desalojos o conflictos en distintos puntos de la provincia, dan cuenta de un agravamiento de la situación de tenencia de la tierra más allá de algunas herramientas y del avance en espacios de contención estatal.

[28] En nuestro país se dio un extenso proceso de ocultamiento e invisibilización indígena privilegiando el componente blanco – criollo en la conformación de la identidad nacional. Esto tuvo su comienzo con las campañas militares hacia fines del XIX en Patagonia y Chaco en la consolidación de la construcción del Estado Nación y que tuvo su continuidad en gran parte del siglo XX a través de negaciones y ocultamientos generados en espacios escolares y en ámbitos estatales que se encargaron de borrar o de hacer cierta vigilancia sobre aquellas diferencias culturales. Esto generó sentimientos de vergüenza por parte de poblaciones que se desmarcaron públicamente de lo indígena. En este sentido, los actuales procesos de auto reconocimiento van sacando de a poco esos discursos ocultos.

[29] El trabajo genealógico se hizo de manera participativa y abierta con la presencia de las familias en los talleres. No se buscó seguir una perspectiva netamente biologicista, sino de ir advirtiendo los lazos que establecen con el pasado familiar y comunal a partir de ciertas dimensiones como: migración, trabajo, identidad.

[30] Halbwachs, Maurice (2004), La memoria colectiva, Buenos Aires, Argentina, Miño Dávila.

[31] Tata significa “padre” en quichua. En este caso sería el “padre o mayor” Indalecio.

[32] Entrevista realizada en el mes de agosto de 2018 en territorio de Pozo del Castaño a Roger. Realizada en el marco del Proyecto de investigación “Territorio y territorialidad en el chaco santiagueño: Conflictos, resistencias e identidades en comunidades campesinas e indígenas. Una perspectiva histórica y antropológica”, dirigido por el autor entre 2018 y 2019.

[33] De la Cadena, Marisol (2006), “¿Son los mestizos híbridos? Las políticas conceptuales de las identidades andinas”, Universitas humanística, N° 61, pp. 51-84.

[34] Hall, Stuart, 1996, Ob. Cit.

[35] Entrevista realizada en el mes de agosto de 2018 en territorio de Pozo del Castaño a Clara. Realizada en el marco del Proyecto de investigación “Territorio y territorialidad en el chaco santiagueño: Conflictos, resistencias e identidades en comunidades campesinas e indígenas. Una perspectiva histórica y antropológica”, dirigido por el autor entre 2018 y 2019.

[36] Becher, Pablo; Becher, Melisa (2017), “Memoria e historia oral”, Miradas en la diversidad, Buenos Aires, Colectivo de Estudios e Investigaciones Sociales, pp. 57-80

[37] Moreno Saravia, Medardo (1938). Escuela y Patriotismo, Santiago del Estero, Argentina, Tipografía Zampieri.

[38] Pizarro, Cynthia (2004), Ahora ya somos civilizados: La invisibilidad de la identidad indígena en un área rural del Valle de Catamarca, Córdoba, Argentina, EDUCC. Rodríguez, Lorena (2019), “Alteridades indígenas en Tucumán en el paso de la colonia a la república. Un acercamiento a la configuración de la matriz provincial de identidad”, en P. López Caballero y Ch. Giudicelli (Eds.), Regímenes de alteridad. Estados-nación y alteridades indígenas en América Latina, 1810-1950, Villa María, Argentina, Editorial Universitaria Villa María, pp. 157-191.

[39] Barth, Fredrik (1976), Los grupos étnicos y sus fronteras. La organización social de las diferencias culturales, México, Fondo de Cultura Económica.

[40] Entrevista realizada en el mes de agosto de 2018 en territorio de Pozo del Castaño a Obispo. Realizada en el marco del Proyecto de investigación “Territorio y territorialidad en el chaco santiagueño: Conflictos, resistencias e identidades en comunidades campesinas e indígenas. Una perspectiva histórica y antropológica”, dirigido por el autor entre 2018 y 2019.

[41] Bonetti, Carlos, 2020, Ob. Cit.

[42] Candau, Joel, 2008, Ob. Cit.

[43] Entrevista realizada en el mes de septiembre de 2018 en territorio de Pozo del Castaño a “Tito”. Realizada en el marco del Proyecto de investigación “Territorio y territorialidad en el chaco santiagueño: Conflictos, resistencias e identidades en comunidades campesinas e indígenas. Una perspectiva histórica y antropológica”, dirigido por el autor entre 2018 y 2019.

[44] Da Silva Catela, Gilda (2017), De memorias largas y cortas: Poder local y violencia en el Noroeste argentino”, Intersecoes. Revista de Estudos Interdisciplinares, N° 2, pp. 426-442.

[45] Bonetti, Carlos (2021), “Los procesos de etnogénesis en Santiago del Estero. Hacia una historicidad de las identidades étnicas”, Corpus Archivos virtuales de la alteridad americana, N° 12, pp. 1-22. En línea: http://journals.openedition.org/corpusarchivos/5267 [Consulta: 02 septiembre 2022].

[46] Informe realizado conjuntamente con Silvia Sosa (Docente-investigadora de la FHCSyS-UNSE) y Mauricio Suárez (Becario CONICET).

[47] Según el censo 2010 la provincia registra 11.508 personas que se auto reconocen como parte de un pueblo, es decir, un 1,3% del total poblacional. El aceleramiento de los procesos de reetnización en los últimos 10 años seguramente impactará en los porcentajes del censo 2022. Los pueblos que actualmente están reconocidos son: Tonokoté, Lule, Lule Vilela, Diaguita Cacán, Sanavirón y Guacurú.

[48] Gros, Christian (1999), “Ser diferente por (para) ser moderno, o las paradojas de la identidad: Algunas reflexiones sobre la construcción de una nueva frontera étnica en América Latina”, Análisis político, N° 36, pp. 3-20.

[49] Entrevista realizada en el mes de abril de 2022 en territorio de San Felipe a Angélica. Realizada en el marco del Proyecto de investigación “Territorialidad, identidades y memorias en el chaco santiagueño”, dirigido por el autor.

[50] Bonetti, Carlos, 2021, Ob. Cit.

[51] Entrevista realizada en el mes de abril de 2022 en territorio de San Felipe a Angélica. Realizada en el marco del Proyecto de investigación “Territorialidad, identidades y memorias en el chaco santiagueño”, dirigido por el autor.

[52] Scott, James (2004), Los dominados y el arte de la resistencia, México, Ediciones Era.

[53] Briones, Claudia (1996), “Culturas, identidades y fronteras: una mirada desde las producciones del cuarto mundo”, Revista de Ciencias Sociales, N° 5, pp. 121-133.

[54] Entrevista realizada en el mes de abril de 2022 en territorio de San Felipe a Horacio. Realizada en el marco del Proyecto de investigación “Territorialidad, identidades y memorias en el chaco santiagueño”, dirigido por el autor.

[55] Concha Merlo, Pablo (2021), “Discursos de aboriginalidad entre los Lule-vilela del MOCASE. Tensiones entre la demanda estatal de etnicidad y apertura indigenista de las identidades criollas”, Corpus Archivos virtuales de la alteridad americana, N° 11, pp. 1-29.

[56] Segato, Rita (2007), La nación y sus otros. Raza, etnicidad y diversidad religiosa en tiempos de políticas de la identidad, Buenos Aires, Argentina, Prometeo libros.

[57] Si bien la quichua es una lengua hablada por una parte importante de población rural y en algunos casos urbana (aunque no contamos con un censo), su histórica folklorización como una lengua de “los santiagueños” aludiendo a cierta criollicidad, la extirpó de su matriz indígena. Sin embargo, algunas comunidades reetnizadas  buscan nuevamente de indianizarla.

[58] Popular Memory Group, (1982), “Popular memory: theory, politics, method”, en Johnson, Richard, Mc Lennan, Gregor, Scharz, Bill y Sutton, David (eds), Making Histories. Studies in History Writing and Politics, Mineápolis, University of Minnesota Press.