MATERIALIDADES QUE PORTAN SABERES.

JUJUY Y SUS BIBLIOTECAS (1750-1830)

 

 

MATERIALITIES THAT CARRY KNOWLEDGE.

JUJUY AND ITS LIBRARIES (1750-1830)

 

 

Silvano G. A. Benito Moya

CONICET Instituto de Estudios Históricos.

Universidad Nacional de Córdoba. Córdoba, Argentina/

scribalatino_ar@yahoo.com.ar

 

 

María Luciana Llapur

CONICET. Centro Interdisciplinario de Investigaciones en

Tecnologías y Desarrollo Social para el NOA.

 Universidad Nacional de Jujuy. San Salvador de Jujuy, Argentina

llapur.luciana@gmail.com/

 

Fecha de ingreso: 12/08/2024.

Fecha de aceptación: 06/02/2025.

 

Resumen

 

Por lo usual, los estudios sobre la cultura escrita durante el período colonial y su transición se han concentrado en espacios urbanos centrales, como las ciudades metrópoli. Poco a poco eso está cambiando en Argentina.

Jujuy ha sido postergada, siendo que fue bisagra entre el Tucumán y Charcas, y sus elites se relacionaron con las ciudades centrales de Salta y Córdoba, pero también con La Plata y Potosí. Región de mucha conexión comercial a través del camino real con el puerto de Buenos Aires y la zona minera del Altiplano.

Estudiamos un conjunto de testamentos y expedientes de testamentarías post mortem, con los métodos indiciario y comparativo, para reconstruir la dinámica de una serie de bibliotecas privadas, y así discutir los espacios de circulación y posesión libresca. Saberes prioritarios de una época, pero también gustos particulares de sus propietarios; libros que, leídos o no, su presencia en los estantes era una condición necesaria, habilitándonos a analizar los saberes e ideas dominantes, en un contexto complejo, pues las reformas borbónicas y la propia Revolución de Mayo de 1810 generaron nuevas realidades y nuevas lecturas.

 

Palabras clave: Cultura Escrita, circulación de saberes, historia de las bibliotecas, Ilustración.

 

 

Abstract

 

Cultural Studies on written culture during the colonial period and its transition have usually been focused on urban central spaces like metropolitan cities. Gradually this has changed in Argentina.

Jujuy has been overlooked, considering that it was a hinge point between Tucuman and Charcas. Its elites were interacting with central cities from Salta and Cordoba as well as La Plata and Potosi. These were regions with a lot of commercial relation to the port of Buenos Aires and the mining area from the Altiplano through the Camino Real.

We have studied wills and post mortem Probate Court records with indiciary and comparative methods to reconstruct the dynamics of a series of private libraries and thus discuss the circulation spaces and book possession. The theoretical knowledge from a time period, particular tastes of the book owners, books (read or not), that with its mere presence were a precondition to analyse the knowledge and prevailing ideas of the times. We should bear in mind that this was a complex context since the Bourbon Reforms and even the May Revolution in 1810 generated new realities and new interpretations.

 

Key words: Written Culture; Knowledge circulation; library history; Enlightenment.

 

San Salvador de Jujuy se fundó definitivamente a finales del siglo XVI para reforzar el comercio de mercancías y ganado entre Chuquisaca y el puerto de Buenos Aires. Una avanzada en una frontera caliente, que aseguraba un corredor a lo largo de la Quebrada de Humahuaca y la Puna. Esto imprimió en ella el carácter de ciudad de paso y sendos espacios geográficos fueron sus jurisdicciones. De reducido tamaño y habitantes, su dinámica mixturó la cultura andina y española con diversos resultados.

Los libros no ocuparon un lugar destacado, pero no se puede negar que, en cuanto a dispositivos culturales, produjeron efectos diversos en una población mayoritariamente indígena y analfabeta. Había libros en algunas tiendas para la venta, y estaban presentes en las nutridas bibliotecas de un jurista y en las de todos los clérigos. Eran infaltables en las conventuales de los mercedarios y franciscanos y en la de la hacienda de los jesuitas de la frontera con el Chaco. Estaban en la ciudad y en los pueblos de indios de la Quebrada; y circulaban entre los comerciantes, los mineros, los caciques indígenas y también entre algunas mujeres. Viajaban desde el puerto de Buenos Aires y desde y hacia Charcas. Los que estudiaban en Córdoba, en la docta ciudad, los llevaban consigo a su morada solariega. Servían para leer, instruir, ampliar el horizonte informativo, alimentar el alma y los sentidos de sus dueños o furtivos poseedores, hasta para comprar y pagar o envolver cosas con sus hojas ¿Qué funciones cumplieron los libros de Jujuy entre ese siglo XVIII y los inicios del siglo XIX? ¿Quiénes fueron sus dueños? ¿Qué usos se hizo de estos objetos gráficos? ¿Cuáles son esos saberes y en qué medida transmitieron los valores imperantes sobre el deber ser de los grupos dominantes en su ligazón con la Monarquía y, luego de la Revolución de Mayo con las nuevas autoridades? Son algunos de los interrogantes que guían este trabajo.

El estudio se aborda desde la propiedad de los diversos objetos culturales o, mejor dicho, de las propiedades, porque la relación del humano con las cosas está históricamente construida y siempre existieron diversos usos y prácticas de propiedad (Fandos y Teruel, 2014). Somos conscientes de que para estudiar a fondo la relación de lectura con el libro se necesitarían otras fuentes -difíciles de hallar en los archivos jujeños-, otros métodos, y otras lecturas a contrapelo. Aunque, también sabemos que la frecuentación de la lectura no está necesariamente relacionada con la propiedad, pues los libros circulan (Chartier, 1994). Aquí interesan muchas otras relaciones que se tejen en el campo de la cultura escrita, que no implican solo lectura.

En Argentina, por lo usual, los estudios sobre el libro, su posesión, su circulación y su lectura durante el período colonial y su transición se han concentrado en espacios urbanos centrales, como las ciudades metrópoli, por ser focos de atracción debido a sus instituciones de gobierno, religiosas y de educación (gráfico 1). Poco a poco aparecen estudios sobre bibliotecas y libros de otros espacios, considerados marginales por la literatura tradicional. Jujuy ha sido uno de esos lugares postergados, siendo que fue una ciudad bisagra entre el Tucumán y Charcas, entre las relaciones de sus elites con Salta y Córdoba, pero también con La Plata y Potosí y de conexión comercial importante a través del viejo camino real y otros circuitos con muchos otros puntos geográficos, como Chile.

 

 

Gráfico 1: Espacios coloniales sobre los que se han focalizado las publicaciones

 

 

Fuente: Rubí (2010) e investigaciones posteriores de los autores[1].

 

 

En Argentina, el interés por el libro colonial data de mediados del siglo XIX, cuando un grupo de hombres de letras de entonces -Juan M. Gutiérrez, Antonio Zinny, José Toribio Medina y Bartolomé Mitre, entre otros- se preocuparon, principalmente, por la producción de las primeras imprentas del Río de la Plata y el Tucumán. A inicios del siglo XX, mucho antes de que la temática se desarrollara en Europa hubo dos pioneros, el argentino José Torre Revello (1940) y el estadounidense Irving Leonard (1949). En su intercambio epistolar tuvieron plena conciencia de ello y de cómo sus trabajos habían roturado nuevos campos. Fruto de esta influencia fueron los primeros trabajos que se ocuparon enteramente de las bibliotecas, sus dueños y la circulación de sus saberes (Furlong, 1944, 1952)[2].

A fines de los ’80 y ’90 la principal autora que se ocupó de las bibliotecas coloniales fue Daisy Rípodas Ardanaz (1989, 1999). La autora logró una visión de síntesis del fenómeno del libro, de sus usos, de su fisonomía y circulación, de las bibliotecas institucionales y privadas, y de la lectura pública y privada, entre otros tópicos[3].

Jaime Peire (2000) y Roberto Di Stéfano (2004), a inicios del siglo XXI, han sido señeros[4]. Dos de sus libros analizan la sociedad porteña de fines del siglo XVIII y del adentrado siglo XIX; los trabajos se ocupan del clero, regular uno y secular el otro, la capa de mayor alfabetización de la sociedad de entonces y, si bien, no dedicados al mundo de la cultura escrita sí estudiaron el fenómeno del libro, incorporando en sus análisis las perspectivas y conceptualizaciones chartieranas.

En el mismo sentido han ido los trabajos de Alejandro Parada (1999, 2002, 2009), siempre analizando las sociabilidades porteñas en torno a las representaciones y prácticas del orbe libresco, sobre todo de la primera mitad del siglo XIX. El incorporar en sus trabajos marcos teóricos de la Bibliotecología -que ha formado parte de su formación profesional-, le ha conferido novedad de enfoque. Ha sido uno de los que más ha introducido la renovación teórica de la paleografía italiana.

Héctor Cucuzza (2013) ha escrito el capítulo del período colonial de una obra colectiva dedicada a la Historia de la lectura en Argentina[5]. Para el espacio misional se ha defendido en 2022 la tesis doctoral de Fabián Vega, que marcará, sin duda, nuevos rumbos temáticos y metodológicos para el campo de la historia de la cultura en el espacio colonial argentino.

La historiografía, desde finales de los ’70, inició una revalorización del análisis cultural desde nuevas perspectivas, que rompieron con los postulados de la historia de las mentalidades y que dieron origen a la Nueva Historia Cultural, donde la cultura aparece como una dimensión que forma parte y atraviesa todas las prácticas sociales, ya que tanto ella como la sociedad son inseparables (Chartier, 1996: 47). La Historia Cultural permitió romper con los rígidos esquemas del materialismo histórico, al plantear la idea de que una sociedad está conformada por distintos grupos que son capaces de crear y recrear sentidos propios, estrategias simbólicas, a partir de una realidad determinada y de dotar de significados particulares a los objetos y a los discursos (Chartier, 1996; Ríos Saloma, 2009).

Durante la década del ‘80, los estudios de Historia Cultural cobraron auge en Argentina, conformando un campo de carácter amplio, complejo y diverso en cuanto a sus contenidos y líneas de abordaje. Esto implicó la preocupación de un creciente número de investigadores por transgredir la fórmula donde primaba solo el documento, logrando así la apertura de un renovado campo de trabajo, el de la Historia de la Cultura Escrita, la Historia del Libro, de las Bibliotecas y la Historia de la Lectura; es decir, de todo aquello que involucre a las prácticas de escritura y lectura, como de los contextos de representaciones y sentidos.

Sobre la existencia del libro en el Jujuy colonial se han producido -con disímiles profundidades- algunos trabajos, no siempre dedicados exclusivamente a esta geografía. Así, Celina Lértora Mendoza (2003, 2009, 2010) dentro del conjunto de las bibliotecas de conventos franciscanos de Argentina, ha abordado el contenido del fondo antiguo del cenobio jujeño. Enrique Cruz (2021), en cambio, aborda la biblioteca de la estancia de San Lucas, que existió durante el siglo XVIII en la frontera tucumana con el Chaco y perteneció a la Compañía de Jesús.

Nuestro trabajo se aborda desde el campo flexible, poroso y lábil de la Historia de la Cultura Escrita y de las Bibliotecas. Con este enfoque, Luciana Llapur (2019) ha publicado acerca de las bibliotecas privadas de Salta y el Jujuy colonial, ciudades y jurisdicciones, ya no sobre lo que se ha conservado, sino sobre lo que alguna vez existió y ya no está.

Las treinta y un librerías que componen el corpus principal de este estudio se obtuvieron, principalmente, del barrido pormenorizado de cada una de las testamentarías post mortem que se hallan en el Archivo de Tribunales y el Archivo Histórico de Jujuy[6] desde 1750 hasta 1830.

La investigación se acomete a través del método indiciario, que como lo han descrito los maestros Armando Petrucci (1990, 1999, 2003), Roger Chartier (1992, 1994, 1999, 2006), Carlo Ginzburg (1991), Robert Darnton (2003) y Fernando Bouza Álvarez (2018), entre otros: a falta de series documentales específicas que contengan datos se sigue la observación de indicios, datos fragmentarios que se recogen, luego de múltiples y variadas lecturas de fuentes muy diversas, procedentes de varios fondos y archivos. Al no contar con series documentales específicas para este tipo de trabajo, hemos consultado todos aquellos expedientes -testamentos y testamentarías en su mayoría- que mencionaban libros y, a su vez, nos permitían reconstruir la vida de sus propietarios. 

De esta manera hemos podido caracterizar la posesión libresca de la sociedad jujeña, rescatando e identificando los libros que en su interior circulaban, reconociendo a sus propietarios, quienes ocuparon un lugar en el entramado social a partir de las relaciones entre sí, pero, además, a través de sus profesiones y oficios. En esta pequeña pero activa ciudad, donde los pocos hombres y mujeres dueños de librerías se conocían y relacionaban por lazos comerciales, parentales, entre otros, los libros también fueron un puente de vinculaciones y sociabilidad.

 

 

San Salvador de Jujuy y sus circuitos múltiples

 

La llegada de los primeros españoles al espacio que ocuparía Jujuy se realizó cuando aún no estaba consolidada la conquista de los Andes Centrales, siendo el adelantado Diego de Almagro quien procuró la ocupación de los territorios al sur del lago Titicaca (Sica y Ulloa, 2010: 43). Tras dos intentos de fundación fallidos -1561 y 1575-, el 19 de abril de 1593, se llevaba a cabo la fundación definitiva de la ciudad de San Salvador de Jujuy, con el propósito de conectar a Potosí con el Atlántico a través del puerto de Buenos Aires. Francisco de Argañaraz y Murguía, vecino de Santiago del Estero, fue quien costeó y llevó adelante la empresa. El proceso de ocupación y de desnaturalización indígena de la región, empezó a consolidarse con la fundación de Tarija (1572), Salta (1582) y San Salvador (1593), pues había que asegurar el camino de toda la Quebrada de Humahuaca y la Puna (Sica, 2014: 21). Así quedó reforzada y delimitada una franja territorial, flanqueada por dos fronteras hostiles. Al este los indígenas del Chaco, mocovíes, malabaes, guaycurúes, tobas, entre otros y, al oeste, los calchaquíes y los diaguitas. La guerra contra el indio fue una constante en toda la historia colonial del Tucumán. El carácter bélico de esta sociedad, por su calidad de frontera permanente, incidió considerablemente en su estructuración social (Mata de López, 2005: 30).

Desde la fundación, Jujuy formó parte de la Gobernación del Tucumán, pero con la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776 y la Real Ordenanza de Intendentes de 1782 y la Declaración de 1783, la gobernación fue dividida en dos: la Intendencia de Córdoba del Tucumán y la Intendencia de Salta del Tucumán. Esta última, con cabecera en Salta y autoridad sobre Jujuy, San Miguel de Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca (Cruz, 2011: 13). Tras las continuas guerras civiles -ya entrado el siglo XIX- se asistió en 1814 a la división de la intendencia en dos provincias: Salta y Tucumán. Salta ejerció jurisdicción sobre Jujuy, Orán, Tarija y el Valle de Santa María hasta 1834, cuando se separó y constituyó una provincia aparte (Conti, 2010: 87).

Esta pequeña ciudad, para el siglo XVIII y XIX que estudiamos, se encontraba emplazada en un damero formado por unas pocas manzanas, siete de sur a norte y once de este a oeste. Solo una plaza principal, a cuyo alrededor se emplazaba el cabildo y la iglesia matriz, y dos conventos religiosos masculinos de Santa Ana (mercedarios) y San Francisco (observantes franciscanos) y una capilla dedicada al patrocinio de Santa Bárbara. Y, además de los solares de vivienda, había un pequeño grupo de tiendas y pulperías que aportaban el dinamismo comercial urbano. El casco urbano estaba delimitado por los ríos Xibi-Xibi o Chico y Grande. Luego, los ejidos municipales para las huertas y quintas y, finalmente, la dilatada dehesa, con sus mercedes, reales de minas, pueblos de indios y los ayllos (Cruz, 2014: 19).

 

   

Figura 1. Plano de la ciudad dibujado por Ricardo Rojas en base al padrón de 1808.

 

Imagen que contiene Calendario

Descripción generada automáticamente

 

Fuente: Archivo Histórico de la Provincia de Jujuy, Fondo Ricardo Rojas, Caja V, Legajo I.

 

 

En la economía colonial, Jujuy tuvo un papel activo por ser ruta de tránsito y contacto, ya que era el punto a través del cual se vinculaban los territorios colindantes con el Altiplano. Por ser la ciudad más cercana al área minera, era el punto en el que comenzaba el ascenso hacia las tierras altas, donde se abandonaba el transporte de las carretas por los animales de carga (Sica y Ulloa, 2010: 55). La ciudad fue adaptando su economía a las necesidades del mercado minero, conllevando a una especialización regional de la producción dentro del espacio peruano. Como resultado de esto, la estabilidad y evolución económica quedó sujeta al desenvolvimiento de este mercado.

Previo al éxito del comercio mular, la economía regional se relacionó con la ganadería y sus derivados, tales como grasas, cecina, charqui y sebo (Sica y Ulloa, 2010: 56). Luego del éxito minero potosino, Jujuy diversificó sus negocios, tales como la invernada y venta de mulas, artesanías y la arriería. Esta última se transformó en una de las principales actividades económicas para los españoles e indígenas de la jurisdicción, por el creciente tráfico de comida, bienes de Castilla -entre ellos el papel y los libros- y de la tierra, herramientas y ganado, que se vendían en la propia jurisdicción o en otros lugares.

Cuando hubo altibajos en el comercio mular y de efectos de Castilla por situaciones internas -rebelión altoperuana- y externas -las guerras de la Monarquía Hispánica con Inglaterra y Francia- los efectos de la tierra lograron sobreponerse por un microclima económico de relativa independencia de los centros mineros respecto del comercio portuario y por una consolidación interna del mercado que tenía su vinculación comercial más intensa con Charcas (Sica y Ulloa, 2010: 78). Sin embargo, había muchos otros circuitos, como el que conectaba con Chile a través de la ciudad de Salta que cruzaba la cordillera de los Andes por el Paso de Guaitiquina que llevaba a San Pedro de Atacama (Conti y Sica, 2011). Por este, particularmente, se enviaba ganado a la costa del Océano Pacífico e ingresaban los efectos provenientes de Santiago de Chile, desde tejidos, chocolate, objetos de cobre, almendras y, sobre todo, azúcar (Mata de López, 2005: 42).

Esta situación mutó en respuesta al contexto revolucionario, después de 1810. Las guerras de independencia provocaron una militarización de la sociedad, porque el territorio fue frecuentemente foco de los enfrentamientos armados: hubo once invasiones realistas en esta jurisdicción y su población debió abandonar su tierra en tres oportunidades. Situaciones que conllevaron a la interrupción del comercio con el Alto y Bajo Perú, los cuales se restablecieron a partir de la década de 1830, cuando se pacificó el área (Conti y Gutiérrez, 2009).

La población jujeña era en su mayoría rural e indígena, y en la ciudad de San Salvador se encontraba la mayor diversidad étnica, ya que allí había españoles, negros, indígenas y mestizos, siendo la Puna la que concentraba más del 60% de la población, con escasa presencia española (Lagos y Conti, 2010: 70). En el censo de 1779, la ciudad contaba con 1707 habitantes, de los cuales el 25% eran españoles; reuniendo la mayor concentración de población española de toda la jurisdicción, que contaba con unos 15.000 habitantes, de los cuales el 4% eran españoles y 81% indígenas. Los migrantes españoles llegados durante el período borbónico -la mayoría vascos- se concentraron en la ciudad, ya que ocuparon puestos en la administración local o se dedicaron al comercio (Conti, 2008).

Solo un reducidísimo grupo constituía la elite que detentaba los cargos políticos y religiosos -tenientes de gobernador, alcaldes y regidores capitulares, curas rectores- descendientes, muchos de ellos, por lazos sanguíneos de encomenderos (Ferreiro, 2010: 48), aunque la elite se había abierto durante el siglo XVIII a los nuevos migrantes españoles mediante lazos matrimoniales y de paisanaje. Linaje, riqueza y poder eran, de esta manera, condiciones indispensables para integrarla (Mata de López, 2005: 179). Los libros, objetos y mobiliario también fueron representación material de poder y prestigio, por lo que su posesión implicaba cierto status y posición social.

Sea por herencia, compra o dote, las casas fueron disponiendo de sus espacios -alcobas, salas, aposentos y estrados- con objetos y mobiliario adecuado para las tareas que en esas habitaciones se debían concretar. Sin embargo, muchos de ellos solo fueron adquiridos por gusto y decoración, mientras que otros -con el paso del tiempo- supieron ser el medio para las actividades de lectura y escritura, brindando la comodidad necesaria y resguardando los libros.

Sara Mata de López (2005) asevera que se produjeron grandes cambios en la sociedad y economía regional a partir de las reformas borbónicas, ya que en diversos ámbitos modificaron e impactaron en lo existente, como “la modificación del régimen fiscal, el control de los bienes de la Iglesia, el establecimiento de una carrera administrativa para acceder a los más altos cargos en la administración colonial, la organización de las milicias, y la expulsión de los jesuitas”, formaron parte del plan de reestructuración de las colonias americanas (Mata de López 2005: 37). Con ello, también circularon nuevas ideas, otras viejas desempolvadas y libros a favor, para legitimar el conjunto de medidas.

Las reformas borbónicas y las guerras por la independencia supusieron una reestructuración. La ciudad de Jujuy y toda la Quebrada de Humahuaca fue espacio militarizado, si los hubo, en constante asedio y conflicto, y donde la guerra pasó a formar parte de la vida cotidiana. En los sucesivos abandonos de la ciudad se debieron elegir qué llevar y qué dejar, entre ellos los libros.

Los formadores de bibliotecas

 

Las treinta y una bibliotecas privadas de Jujuy para el período 1750-1830, reunieron un total de 937 libros[7]. De este universo libresco, nos interesa conocer aquí un fragmento de la vida de sus dueños, sus profesiones y oficios.

Hombres, y mujeres en menor medida, guardaron estos volúmenes que, aunque no siempre de su propiedad, se hallaban en sus tiendas, hogares y petacas de viaje. Del total de libros, veintiocho hombres reunieron 922 y tres mujeres 15 volúmenes.

 

 

Gráfico 2: Posesión libresca por grupos

 

 

 

Fuente: Testamentarías I a XXXII.

 

 

Entre las profesiones hallamos clérigos, comerciantes, militares, hacendados, mineros, un jurista, un artesano y un panadero; empero, resulta un tanto artificial la distinción tajante entre estas ocupaciones, ya que la mayoría ejercía el comercio siendo clérigos, militares y hacendados o el caso de un clérigo dedicado también a la minería. Lejos de superponerse estas actividades y tareas, respondían a las necesidades de una ciudad y territorio militarizados en muchos aspectos (gráfico 2). Roger Chartier (1996) ha advertido sobre usar desgloses sociales previos para dar cuenta de las diferencias culturales. Las diferencias de estado y de fortuna no siempre tienen que ver con la frecuentación de lo escrito. Sin embargo, sí creemos que se pueden al menos dar cuenta de algunas divisiones sociales en torno a profesiones, oficios o simplemente ocupaciones; primero, porque claramente advertimos libros que se adquieren de diverso modo por intereses en torno a los trabajos que se emprenden y, segundo, que Chartier (1994) no se cuida de usarlas en algunos trabajos.

A.- El grupo que más libros reunió, por obvias necesidades profesionales, fue el de siete clérigos con 769 volúmenes; sin embargo, más del 70% de estos (550) pertenecieron solo a dos: los doctores Juan Pascual Bailón Pereyra -con una de las bibliotecas privadas más grandes del Tucumán de entonces: 279 libros-, y Diego Antonio Martínez de Iriarte con 271 volúmenes. Este último, presbítero y abogado, descendía de una familia vasca que, afincada en Córdoba a principios del siglo XVII, se le concedió una encomienda en las jurisdicciones de San Miguel de Tucumán y en Jujuy (Zenarruza, 1991: 394). Su padre, el general Diego Tomás, también encomendero de una parcialidad de los ocloyas, desde 1750 pasó por los puestos de alcalde capitular y teniente de gobernador, entre otros (Cruz, 2015: 129-131). La familia, perteneciente al patriciado mercantil, estableció redes que le permitieron gozar de una posición económica favorable, estrechando lazos con la Iglesia, como sucedió con la estancia de Perico, adquirida por el bisabuelo de Diego Antonio, que luego sería viceparroquia y se constituiría como curato en 1773 (Cruz, 2010: 120; Vergara, 1942: 105-106).

Martínez de Iriarte estudió en la Universidad de Córdoba como convictor de su Colegio de Monserrat entre 1739 y 1747, año en que obtuvo su doctorado en Teología. Después continuó estudios de leyes en San Francisco Xavier de Chuquisaca. En 1772 fallece en Salta, donde residió en sus últimos años, dejando por testamento que se estableciera una capellanía con su biblioteca, las casas de su morada y otros bienes nada desdeñables, y que las ganancias de esta, sirviera para la manutención de sus sobrinos -quienes estudiaban en Córdoba- hasta que el que fuera sacerdote y abogado pudiera hacerse cargo de la capellanía a condición de que “defendiera como abogado a los pobres” (XXXII).

La biblioteca más grande que hemos hallado pertenecía al doctor José Pascual Bailón Pereyra, cura rector de San Salvador de Jujuy y originario de Córdoba. Murió ab intestato el 12 de mayo de 1789.

José Pascual había completado todo el currículum en la universidad de su ciudad natal, pues había estudiado desde el curso bianual de gramática latina en 1753 hasta graduarse de doctor en teología en 1764. Si bien había ingresado como manteísta -estudiante externo- en julio de 1757, a través de una beca dotada ingresó como colegial del Monserrat. Su cursus honorum había iniciado por la propiedad del árido y desértico curato de Guadacol (La Rioja) en 1764, a cuyo título se había ordenado in sacris, hasta que en 1777 se hizo cargo de las doctrinas de Cochinoca y Casabindo dentro de la jurisdicción del Marquesado del Valle de Tojo, hasta pasar al curato rectoral de Jujuy (XVI).

La tercera biblioteca clerical más voluminosa, con 87 libros perteneció a Gregorio López de Velasco. Provenía de una familia universitaria, sobre todo la paterna, profundamente vinculada a los cuadros de la Iglesia. López de Velasco, en su haber contaba con cuatro tíos paternos clérigos y dos monjas profesas del Arzobispado de Charcas; todos los varones habían estudiado en la Universidad de San Francisco Xavier y la mayoría se había doctorado. Tuvo un hermano universitario y presbítero como él: Pedro López y un sobrino ordenado in sacris, el doctor José Mariano Mendizábal que estudió en la Universidad de Córdoba. Una vez más, es el caso de una familia vasco-americana, que hace alianzas matrimoniales con el grupo de estos poderosos y afortunados comerciantes (Zenarruza, 1991: 253). Incluso el albacea nombrado por López de Velasco era el clérigo Juan Ignacio Gorriti. Fue cura de la doctrina de los ocloyas, hizo construir su iglesia en el pueblo tras un permiso solicitado en 1792; sin embargo, residía en la ciudad, donde falleció en 1799 (XVIII).

El juicio de inventario y partición de bienes del clérigo Martín Ignacio de Goyechea declara 75 libros. Hijo del general José Antonio de Goyechea -que lo conectaba directamente con el fundador del entronque navarro en Jujuy- y por madre con doña Gabriela de Argañaraz y Murguía, era descendiente de vasco- navarros ya americanos y, lo más importante, descendía de toda la elite encomendera fundadora (Zenarruza, 1991: 65). Doctor en teología y presbítero, había estudiado en Córdoba entre 1743 y 1748. Con posterioridad pasó a La Plata donde continuó sus estudios en la Universidad de San Francisco Xavier y como colegial del San Juan Bautista hasta el título máximo. Al ordenarse, volvió a la ciudad, y en 1803 escribió y entregó su testamento en pliego cerrado, pidiendo que permaneciera así hasta sus últimos días. Un año después, en 1804, fallecía en su hacienda de Yala (XIX).

Los Goyechea lograron tejer la mayor red de parentesco por matrimonio durante el siglo XVIII, al punto de constituir el 40% de la elite jujeña y los encomenderos del siglo XVIII, en su mayor parte, pertenecieron a esta familia (Sica, 2019: 186). Muestra de ello son los enlaces de las mujeres de esta familia con miembros de la conspicua elite jujeña, entre los que se encontraban Ángel de la Bárcena, Domingo Martínez de Iriarte y José de la Quadra. Los hermanos del presbítero Goyechea, José Antonio y Miguel Esteban, además de ser encomenderos, ocuparon diversos cargos en el gobierno local, y el segundo de ellos fue un importante comerciante de esclavos (Cruz, 2015: 128).

Oriundo de Salta era José Gabriel de Torres, quien estudió en la Universidad de Córdoba, desde la gramática (1737) hasta graduarse de Maestro en Artes (1742). Fue colegial del Monserrat del que salió expulsado. Fue cura propietario de las doctrinas de Cochinoca y Casabindo, le sucedió como cura interino Bernardino Castellanos y, luego como propietario otro clérigo de nuestro interés, Antonio Cornelio Albarracín, quien tenía una biblioteca de 8 libros al momento de su muerte. Torres muere en 1774, cuatro años antes había redactado su testamento, estipulando que se separasen 20.000 pesos para la fundación de diez capellanías de 2000 pesos cada una, de las cuales serían beneficiados sus parientes (Caretta, 2000: 97). Su biblioteca contaba con 22 volúmenes, la mayoría tomos sueltos y “maltratados” según inventariaron los comisionados (XI).

El maestro Francisco Javier del Sueldo, presbítero -ordenado en 1735-, tiene al momento de morir una biblioteca de diez volúmenes. Tuvo una vida de muchas vinculaciones estratégicas; sin embargo, no parece que hayan sido para ascender en el cursus honorum de la Iglesia, aunque esto lo favoreció, sin dudas, como empresario.

Fue cura interino de Humahuaca y capellán propietario de dos capellanías que, junto a sus emprendimientos, procuraron su sustento. Se desarrolló sobre todo como comerciante de productos de Castilla y frutos de la tierra que sacaba de su hacienda sobre el río Perico, con vinculaciones -por parentesco, amistad o negocios- con los comerciantes de Jujuy más poderosos, pero también mediante un sistema de redes con otros presbíteros, tales como el cura rector de la matriz de Jujuy Mtro. José del Castillo, Mtro. Francisco Castellanos, Mtro. Juan de Herrera, Dr. Diego Antonio Martínez de Iriarte, su primo Mtro. Pedro Pablo del Sueldo, su hermanastro Dr. Juan José Dávalos y su albacea Dr. Martín Ignacio de Goyechea. Estaba muy vinculado, curiosamente, al grupo de comerciantes vasco- americanos en Jujuy y Salta: Miguel de Indaburu, Gerónimo de Martierena, Miguel de Olasso, Diego Tomás Martínez de Iriarte y sus dos hijos Gaspar y Diego Antonio, Gregorio Zegada, y el maestre de campo Andrés Eguren y Tomás de Inda, que serían sus albaceas y, en Buenos Aires, a Francisco Díaz de Perafán.

Su pequeña biblioteca, con 10 tomos, muestra que la mayoría de sus lecturas derivaban de su oficio. Había sido un individuo presente en la familia, sus criados y esclavos. Había traído a sus tres sobrinitas y al sobrino varón Tomás Mealla -huérfanos de padre- desde Tarija a Jujuy. A Tomás lo condujo él mismo a Córdoba al Colegio Monserrat, para que fuera a la Universidad. Lo mantuvo hasta graduarse de doctor y dotarlo para que se ordenase. Declaraba haber hecho lo mismo con su otro sobrino Miguel Villafuerte, habiéndolo hecho estudiar en la Universidad de Córdoba y haberlo mantenido como convictor en el Monserrat. Dejó bienes para sus esclavos libertos y los hijos de estos a quienes había doctrinado, alfabetizado y pagado por la instrucción de oficios, entre ellos el de zapatero (XIII).

En 1802, fallecía el presbítero Mtro. Antonio Cornelio de Albarracín, dueño de 8 volúmenes. Fue manteísta de la Universidad de Córdoba entre 1739 y 1745 graduándose de Maestro en Artes en 1746. En 1777 se lo ve como teniente cura de la campaña de San Salvador y, luego, cura del beneficio de Cochinoca y Casabindo (XXI).

José Joaquín Bernal no llegó a concluir sus estudios como clérigo, murió joven, probablemente muy enfermo en 1810. Uno de los mayores acreedores que se presenta en la testamentaría, Manuel de Tezanos Pinto, le había prestado 235 pesos para que pudiera retomar estudios en la Universidad de Córdoba. Efectivamente, lo encontramos allí cursando el primer año de teología y entrando al Seminario de Nuestra Señora de Loreto desde junio a octubre de 1805. Se anotó que salía por enfermedad. Durante ese corto período en los libros universitarios se lo presentaba como “pobre y huérfano”. Entre sus 13 libros se halló la mayoría sobre medicina y cirugía, y por la rareza de estas obras en el circulante jujeño podríamos conjeturar que pueda haberse armado una biblioteca para el tratamiento de sus reiterados achaques (XXII)[8].

Los clérigos constituyen el grupo que aparece más abroquelado, porque verdaderamente componen un estamento social y se presta ayuda, favores y libros (Serrera, 1994: 70) y también realizan actividades comerciales fuera de su ocupación “profesional”.

 

B.- Los comerciantes, grupo fundamentalmente seglar, se dedica a este ramo en forma exclusiva, y son nueve propietarios de unos 80 libros. Aunque desde esa perspectiva las divisorias de una clasificación por oficios son muy lábiles, pues el grupo que llamaremos hacendados también se dedican al comercio y, dentro de este último también hay algunos individuos militares.

Domingo López Mojardín declara en su testamento de 1752, ser asturiano, soltero y no tener descendencia. Era síndico del convento de San Francisco. Es un comerciante del ramo de productos de Castilla y “de la tierra” y muy vinculado al comercio del puerto de Buenos Aires, pero también a la Capitanía General de Chile y directamente con comerciantes de la propia España. En una taleguita suya se encontraba un “librito de devociones muy viejo”, la definición de “viejo” muestra su uso, su compañero de viaje en la talega, sus imprecaciones a Dios, su fe (I).

Un año después, don Martín de Argañaraz y Murguía fallecía súbitamente mientras caminaba por una calle de Jujuy a las cuatro de la tarde de un 15 de febrero de 1753. Había oficiado de mayordomo del hospital de Jujuy en 1728, 1733 y 1735 (Cruz, 2015: 128). Es difícil saber cómo venía el parentesco, por la existencia de varios homónimos contemporáneos, pero confluía en un abuelo encomendero que poseyó la encomienda del pueblo de Ossa que, a su vez, había pertenecido a su bisabuelo y, luego, los pueblos indios de Paypaya y Purmamarca. (Zenarruza, 1991: 18). En su casa encontraron su biblioteca formada por quince libros, de los cuales según informaciones posiblemente de sus dueños, algunos eran prestados. Lamentablemente, la impericia de quien los inventarió nos ha vedado el conocer su contenido (II).

Pedro Miranda, comerciante minorista, poseía una pequeña tienda, cuyo local alquilaba al momento de fallecer en 1754. Al inventariar los objetos, solo se hallaba un libro titulado Las siete estrellas de Francia que, para la venta, subsistía en acogida promiscuidad con los bártulos de mercería (III).

El andaluz, capitán de forasteros, José Alberto González, muerto súbitamente en enero de 1763, tenía una tienda en San Salvador. Decía estar casado en Cádiz y, entre sus papeles, se encontró correspondencia con una hija, datada en Sevilla. Los libros diversos que se inventariaron, sumando un total de 7 tomos, aparentemente eran de su uso personal y no estaban a la venta (V). Con un par de tomos más, 13 en total, nos encontramos a Andrés Eguren y Lecuona, vasco de nacimiento, de Guipúzcoa, y como tal tenía libros en su idioma y un diccionario vasco- castellano, como otros propios de su profesión de comerciante (XV).

El comerciante cántabro Domingo Manuel Sánchez de Bustamante, natural de Cabezón de la Sal, había amasado una formidable fortuna al momento de morir en 1796. Estaba casado con doña María Tomasa de Araujo y Zárate, por la que se vinculaba con la elite encomendera fundadora. Sin dudas, un comerciante muy poderoso, vinculado a importantes miembros de la elite mercantil de otras ciudades del Virreinato, que además ofició de alcalde de segundo voto en varios períodos, también como maestre de campo y tesorero real (Cruz, 2015: 130, 131 y 134). Entre sus redes comerciales figuraba nada menos que don Martín de Álzaga, junto a Juan José de Lezica y Juan Antonio de Lezica y Ozamiz, todos poderosos mercaderes de Buenos Aires. Para Tucumán aparece el militar y comerciante José Antonio Álvarez de Condarco, que tendría mucho que ver, luego, en la causa emancipadora (Cutolo, 1968: 144-145). Quizá por paisanaje, se vinculaba también en Córdoba con Francisco Javier de la Torre, que tenía, a su vez, parentesco con los Lezica (Cutolo, 1975: 192-194), por lo que cerraba una poderosa red de vinculaciones.

En su casa existía una variada biblioteca compuesta por 14 títulos y 26 tomos (XXVIII). En las hijuelas, todo el conjunto de libros fue para el hijo menor, Teodoro Sánchez de Bustamante, que por entonces cursaba en el Real Colegio de San Carlos en Buenos Aires al que había ingresado en 1792, seguramente gracias a las vinculaciones que su padre tenía con la elite político- mercantil del puerto. Por razones de salud y buscando mejor clima debió trasladarse a Chuquisaca y graduarse en la Universidad de San Francisco Xavier, primero de doctor en teología (1799) y, más tarde de bachiller en cánones y leyes (1801). En la Academia Carolina de Practicantes Juristas hizo su pasantía y en 1804 se graduó de abogado por la Real Audiencia (Rípodas Ardanaz y Benito Moya, 2017: 183).

Los libros recibidos en herencia lo acompañaron en muchos de sus periplos por el Virreinato y luego las Provincias Unidas del Río de la Plata de un hombre que, sin exageración de historiador, era un intelectual con una ingente capacidad. Inició una carrera pletórica que desde asesor general del cabildo de La Plata (1806) pasó por presidente de la Academia Carolina (1809). Luego de la Revolución de 1810 Saavedra lo nombró fiscal interino de la Audiencia de Buenos Aires, pero se volvió a Jujuy y rechazó otros nombramientos de los Triunviratos. Los sucesivos comandantes del Ejército Auxiliar del Norte, Belgrano, San Martín, Fernández de la Cruz y Rondeau lo retuvieron como secretario. Presidente del Congreso de Tucumán, suscribió el acta de independencia. Ambrosio Funes que lo conoció, dijo de él que era “el sujeto de más probidad y de mejores luces que he tratado en estos tiempos” (Cutolo, 1983: 618-621).

Otro comerciante, y que también tenía libros para la venta, era don Bartolomé Antepara, fallecido en 1819. Por primera vez un inventario deja de forma distinta los libros que tiene a la venta en su comercio y los de su uso personal. Solo dos libros, de teología e historia, encuadernados en fina pasta in quarto, aparecen para la venta. Y, luego, encontrados entre sus ropas en el espacio íntimo de su casa cuatro libritos de su uso personal para su edificación espiritual (XXIII). Tiempo antes de morir, había ejercido como alcalde de barrio, y había combatido con Güemes (Baldiviezo, 2020).

El último comerciante por considerar es don Andrés Ramos, fallecido en 1824. En 1812, tras el primer éxodo, Ramos se queda en la ciudad (Conti, 1992: 29), y ya para 1816, Güemes impuso un tributo forzoso a los enemigos de la patria, siendo este uno de los considerados detractores (Peirotti, 2007: 18). Don Andrés resguardaba en su hogar 11 tomos, entre los cuales se hallan obras de pensamiento ilustrado (XXVI). 

El grupo que hemos llamado “hacendados”, también se dedica al comercio; y entre ellos haremos una distinción entre aquellos que tienen rango militar y han seguido una carrera de ascensos castrenses, de los que no la tienen.

 

C.- Los hacendados militares son: general Juan del Portal (IV), coronel Manuel Eduardo Arias (XXIV), capitán Miguel Delgado Garzón (VI); y el salmantino José Hernández Cermeño (XXX), sin que podamos precisar su grado militar.  

 

D.- Los simplemente hacendados son Juan Ignacio Guerrico (XXXI) y Fernando Dávalos, que también era minero (XII). Los hacendados militares reunieron 45 libros en total, pero de estos Juan del Portal tenía 32 en una alacena de la sala principal. Casado con María Josefa de Urrutia, natural de Santa Cruz de la Sierra, era un matrimonio altamente alfabetizado, del grupo de vascos americanos que constituían la elite jujeña.

En la gestualidad simbólica, la importancia se manifestaba en las viviendas y utillaje, pero también en quién era don Juan del Portal, encomendero, hacendado, regidor perpetuo veinticuatro en 1724, alcalde ordinario de primer voto en 1732, 1734, 1747, 1748 y 1752 y, nada menos que teniente de gobernador en 1735 (Cruz, 2015: 128-129). Tuvo una larga experiencia militar en la frontera del Chaco, tanto en Santa Fe como en Jujuy (Sica, 2019: 149). Del paradero de los libros nada más sabemos, ni a cuáles manos pasaron entre sus hijos, a sabiendas que ninguno siguió estudios universitarios, sin embargo, una de sus hijas, Gregoria, se casó con el comerciante don Andrés de Eguren, y su nieta Cándida, con otro militar, Ignacio Guerrico, ambos propietarios de libros.

El coronel Manuel Eduardo Arias, había nacido y residido en Humahuaca, y fue un militar hacendado destacado por su actuación y presencia en la Guerra de la Independencia, siendo nombrado por el gobernador Juan Ignacio Gorriti comandante militar y político de la Quebrada de Humahuaca, la Puna y Orán. Formó parte de las milicias de Güemes, luchando contra el bando realista. Murió en 1822 en la provincia de Salta.

Miguel Delgado Garzón fue comerciante y minero. Natural de Humahuaca y antiguo vecino del paraje del Rodero, fallece en 1751 en su hacienda de la Limpia Concepción de la Cueva, otorgada por merced del gobernador Baltasar Abarca.

Si bien, Miguel Gerónimo tenía vivienda en Humahuaca, el lugar de su pequeña biblioteca es en la estancia donde vivía. No se puede saber con certeza cuántos eran los volúmenes, pues de cinco inventariados se declaran “unos que por no valer nada no se han tasado”.

Con un par de libros, José Hernández Cermeño, salmantino de Ciudad Rodrigo, militar y juez real subordinado del partido minero de Porco, viudo de la Marquesa del Valle de Tojo -de cuyo matrimonio no tuvieron hijos-, da su testamento el 4 de octubre de 1810 en la Villa de Talavera de la Puna. Su hijastro es el último marqués Juan José Feliciano Fernández Campero (1784- 1820), a quien su madre antes de morir había pedido que cuidase de Hernández Cermeño en su vejez.

José Ignacio Guerrico, comerciante, pero por entonces teniente ministro de hacienda de la Tesorería Nacional de Jujuy recepciona en 1813, de parte del Presidente de la Audiencia de Charcas Francisco Antonio Ortiz de Ocampo, al tiempo de su retirada de Charcas por las derrotas de Vilcapugio y de Ayohuma, varios bienes entre los que se encuentran enseres de plata y libros del tesoro de la Real Audiencia, pues aparece un tomo de la Real Ordenanza de Intendentes, los cuatro tomos infolios de la Recopilación de Indias y el misal de la capilla audiencial. A sabiendas del contexto conflictivo de la ciudad, estos bienes quedan en poder y resguardo del teniente Guerrico, que al igual que el comerciante Ramos, estuvo obligado a pagar contribuciones forzosas, y a pesar de sospechar de sus intenciones a favor de la Corona, continuo en su cargo, y en años posteriores fue diputado de la primera legislatura jujeña y también supo desempeñarse como ministro del gobernador Roque Alvarado (Aramendi, 2014: 105).

Fernando Dávalos testa y muere en la hacienda de La Angostura en octubre de 1776, era un comerciante de mulas y minero aurífero dedicado y exitoso. Junto a su archivo personal debidamente ordenado se encontraron tres libros. De su vida profesional, la Practica Judicial de Villadiego, y de la paraprofesional Historia de la Iglesia y otro de Teología moral (XII).

 

E.- Entre los sectores medios de la sociedad hemos detectado dos bibliotecas. De un sombrerero y mediano comerciante de 1799, y de un panadero. Asencio Bravo, el primero, que tiene una biblioteca típica de un alfabetizado promedio de la Quebrada y de la Puna. Su catón, su gramática latina, su libro de lectura y su catecismo moderno y probabiliorista, el de Fleury, no cualquiera[9]. Probablemente necesitara de morfología y sintaxis para leer la versión latina de los Ejercicios de San Ignacio (XIV).

En 1826 fallecía el panadero Juan Lagos, un peninsular gallego a quien no le fue bien. Se casó con una jujeña Raymunda Sánchez Guzmán y procrearon seis hijos. Tiene cuatro libros hallados en un baúl (XX).

 

F.- En casa de caciques también había libros. Diego Sandoval es un curaca que se ocupa de la recaudación del tributo indígena en Humahuaca. La función política, sus intereses y posibilidades han contribuido a su alfabetización. Lee y escribe, como queda palpable en su testamento de 1761. Los tres libros que deja para sus hijos y nieto varones resumen, de algún modo, su ciclo vital y sus intereses. La aritmética para su nieto, relacionada a su cargo de recaudador del tributo; un libro sobre los juicios de residencia para su hijo Fausto, que campea al hombre político, al hombre de gobierno como cacique, como guía del cabildo indígena y, la Descripción del Chaco del jesuita Pedro Lozano para Fausto, su otro hijo; su identidad, sus raíces. Si bien, él mismo declara venir del Cuzco, y ser lo que denominaba como “indio forastero”, muy probablemente de nación quechua; esto no lo limitaba a ir más allá en sus lecturas, en la comprensión de la “república de indios” (IX).

El oficio de cobrador -del que Sica (2019) encuentra seis en la Quebrada y en la Puna antes de la Real Ordenanza de Intendentes de 1782-, no siempre va acompañado de niveles de alfabetización medios, y donde este cacique sobresale por sus conocimientos. Quizás estos hayan sido promovidos por su oficio, aquel que también le trajo disgustos, como la denuncia de incesto que quedo sin resolver, quedando la duda si aquella situación era cierta o tal vez una venganza por ser recaudador (Santamaría y Cruz, 2000: 33).

En 1764 fallecía Asencio Chorolque en Yavi, casado, con ocho hijos. Al parecer todos los integrantes de la familia eran analfabetos, y por ello pedían que se firmara a ruego. Esto nos lleva a pensar que la tenencia de dos libros se debía más que nada a su valor económico y simbólico en su pretendida relación con la cultura escrita (VIII).

Un año después fallecía Juan Zerpa. Había sido gobernador indígena. En su inventario solo aparece un libro de la Vida del Padre Loy, pero en su vivienda hay tintero de plomo, plumas, escritorio con dos gavetas, papelera con tres gavetas y una cajuela con varios papeles, lo que da indicios de que su nivel de alfabetización era completo, pues no solo sabe leer sino también escribir (VII). Pascual Zerpa, posiblemente el padre, era en 1734 gobernador indígena de Cochinoca (Santamaría y Cruz, 2000: 20).

 

G.- Las mujeres que aparecen en posesión de libros son solo tres y los inventarios post mortem reúnen, entre todas, 15 volúmenes. Nicolasa Quintana Argañaraz tenía uno, Catalina Zebreros, cuatro, y María Ana Gorriti, diez. La primera de ellas fallece -sin dejar por escrito su postrera voluntad- en enero de 1774 dejando dos hijos menores. Estaba casada con José Lorenzo Albernas, quien no vivía con ella. En una petaca se encontraba la Guirnalda Mystica de Baltasar Bosch de Centellas in quarto, un cuaderno con varios apuntes, tres tinteros con tinta y plumas. Allí se declara que estaban prestados por José Pizarro, y por ello no se inventarían para devolvérselos (X). Quedará en el orden de la curiosidad los objetos gráficos, el préstamo y su utilidad ¿Acaso Nicolasa, de las conspicuas familias de la elite jujeña, sabía leer y escribir? ¿Había pedido prestada la petaquita, provista de todos esos instrumentos de la cultura escrita, para escribir alguna esquela o para enseñar a leer y escribir a sus hijos mediante tres tinteros y un cuaderno con varios apuntes? Son interrogantes que quedaran sin respuesta.

Catalina Zebreros fallece en 1791 y solo tenía en su biblioteca la Recopilación de Leyes de Indias en sus habituales cuatro tomos de a folio y, aunque sabía leer y escribir, declaraba en su testamento no poder hacerlo “por la vista”. Esta poderosa encomendera, originaria de Córdoba del Tucumán y descendiente directa de los fundadores de la ciudad doctoral, estuvo casada en terceras nupcias con Juan Francisco Martierena, de descendencia vasca. Sus dos hijos sacerdotes, Manuel y Antonio, vivían en la casa con ella. Se advierte, claramente, en el expediente, que no se inventarían las posesiones de los dos hijos que suponemos tenían sus bibliotecas personales (XVII).

Los infolios son un cuerpo de libros que, con seguridad han pertenecido a su tercer y último esposo -matrimonio de 1738-, para serles de utilidad en sus diversos empleos públicos, como haber desempeñado por dieciocho años consecutivos el cargo de tesorero del ramo provincial de sisa, además de primo hermano del segundo marqués consorte del Valle de Tojo (Zenarruza, 1991: 489) y apoderado de este último. En 1743 había sido alcalde ordinario de primer voto (Cruz, 2015: 52).

Por último, María Ana Gorriti, proveniente de una familia notoria, sus hermanos ocuparon cargos de gobierno y se destacaron en los tiempos revolucionarios. Casada con Carlos de Aguirre muere en el paraje de Miraflores en 1826, mientras su marido se hallaba en Oruro por asuntos comerciales. Desconocemos el nivel de alfabetización del matrimonio, aunque Carlos también venía de una familia de bastante instrucción, pues tenía dos hermanos presbíteros (XXVII).

En una ciudad tan pequeña como la de Jujuy, donde eran pocos y se conocían, las personas aquí abordadas tuvieron vinculaciones y relaciones, ya sean comerciales, familiares o de amistad y afinidad. Es un grupo representativo, al menos, de los que tuvieron libros y no dejaron rastros documentales o estos se perdieron. Algunas de estas bibliotecas son significativas de aquellos personajes de transición participantes de la causa revolucionaria y otros defensores del bando realista. Estas bibliotecas y sus propietarios pueden ser la clave para comprender aquellas ideas y saberes que circulaban en Jujuy por esas décadas.

 

 

El reposo de los libros: espacios y mobiliarios

 

Los espacios y la cultura material de una época nos permiten imaginar cómo se desarrollaban las diferentes actividades y tareas en un hogar, el uso que hacían los propietarios de esas áreas y de los objetos y mobiliarios que allí se encontraban, además de acercarnos a los estilos y gustos de la época. Según Arnold Bauer, cultura material refiere a las formas en que hombres, mujeres y niños producen las cosas, las moradas que habitan, las herramientas que emplean, y la forma en que se usan (2002: 404). La pertenencia a grupos sociales también se establecía a partir de la adquisición de objetos y mobiliario que supusieran una distinción y jerarquía social, haciendo que los materiales, detalles y decorados cobren importancia como criterios de diferenciación social, premisa observable en muchos de los casos trabajados, donde la materialidad condice a la estratificación social.

En Jujuy, los libros están en salas y aposentos, rodeados de otros objetos gráficos que portaban escritura, tales como cuadros al óleo de distintas advocaciones o láminas de papel, como aquellos mapamundis en la sala principal del clérigo Pascual Pereyra o los relojes que engalanaban las paredes de Ignacio Guerrico y Manuel Sánchez de Bustamante (XVI, XXXI, XXVIII).

Los libros de los jujeños también estaban en repisas, estantes y alacenas, que contenían otros objetos, y otras de uso exclusivo para el reposo de los libros, como aquel estante nuevo de cedro con su espaldar sobre el que se hallaba la librería de Martínez de Iriarte o las repisas para libros pintadas de colorado en poder de Asencio Bravo. También podemos imaginarnos a Andrés de Eguren en su dormitorio, hojeando algún libro de los ubicados en su estante. Las alacenas, como la que se ubicaba en la sala principal de Juan del Portal, sirvió como lugar de visibilización y prestancia para los libros. A veces la falta de mobiliario específico podía suplirse con unas sencillas tablas que oficiaban de repisa, como las de cedro del clérigo López de Velasco (XXXII, XIV, XV, IV, XVIII).

De naturaleza móvil y siempre preparadas para el viaje estaban cajas, cajones, baúles, y petacas. Estos no respondían a la necesidad de mostrar, pero sí de conservar un objeto frágil como el libro y, quizás de ocultar ciertos intereses y lecturas. En sus diversos tamaños y materiales, supieron ser el albergue de un sinfín de objetos y, entre ellos, de libros. Estos objetos vestían un espacio y denotaban prestigio según los materiales de su confección, pues los había de madera de cedro, roble o simplemente pino con detalles estéticos o ninguno.

En una caja del indio Asencio Chorolque, entre papeles se hallaban dos libros o aquella de don Sánchez de Bustamante, que contenía plata labrada y papeles pertenecientes al convento franciscano de la ciudad (VIII, XXVIII). De mayores dimensiones y con algunos detalles, los baúles fueron de amplio uso, algunos de ellos utilizados no solo para guardar, sino para transportar, como los declarados por don Hernández Cermeño en tiempos revolucionarios, los cuales contenían vajilla, enseres y varios libros o las petacas, como aquellas de doña Nicolasa, las cuales no eran de su propiedad, y una de ellas contenía un libro (XXX, X). Los escritorios, papeleras y escribanías contenían por lo usual papeles, pero no hemos encontrado que hayan servido para conservar librillos (II).

La luz para la lectura indefectiblemente la proporcionaba el astro rey, pero en la noche bien servían las velas en faroles, candeleros, palmatorias, hasta linternas y una pantalla de dos luces de plata de Guerrico (XXXI) a los que se unían anteojos, pocos, pero no inusuales, como aquel par que se encontraba en el cajón del escritorio del clérigo Sueldo (XIII).

Algunos de los objetos aquí presentados tuvieron un valor que superaba meramente lo económico, adquiriendo significado a partir del sentido, valor y uso que el humano les dio (Moreyra, 2009: 123).

 

 

El valor de los libros: conformación y fragmentación de las bibliotecas

 

El libro en América es más caro que en España por múltiples factores: embalaje, transporte y varios impuestos. San Salvador de Jujuy es un mercado escaso del libro, aunque no muy caro en relación a otras plazas regionales. Algunas comparaciones contemporáneas realizadas sobre idénticos textos, formatos y encuadernaciones arroja que Salta es una plaza de precios más elevados, aunque ninguna como La Plata, que al decir del fiscal Luis María de Moxo y Francolí, Charcas tiene fama de país caro (Rípodas Ardanaz, 2003: 870). Como plantea Di Stefano, los libros además de escasos son costosos en el Buenos Aires colonial, pues “quienes los venden deben vérselas con un mercado demasiado pequeño, y quienes los buscan tienen que pagar precios demasiado elevados por ellos” (Di Stefano, 2001: 520). Si esto ocurría en una ciudad como aquella, con mayor dinamismo, población, y oferta, en Jujuy pues resultaba más dificultoso adquirir los libros sea por la indisponibilidad o el precio de los mismos.

Sin embargo, San Salvador no posee casi tasadores especializados en libros. Mucho peor en el ámbito rural, pues las tasaciones caían en los alcaldes de la santa hermandad o en quienes ellos delegaban.

Rípodas Ardanaz constata para Charcas que “el costo promedio por volumen varía según el grupo a que pertenezcan los dueños de las bibliotecas apreciadas” (Rípodas Ardanaz, 2003: 870). Por ejemplo, las bibliotecas de los abogados -independientemente de su contenido- valen más que las de los clérigos, particularidad que parece repetirse en San Salvador.

Si establecemos analogías de comparación entre los libros de las bibliotecas de Diego Antonio Martínez de Iriarte -abogado y clérigo- y la de José Pascual Bailón Pereyra -clérigo- sobre el mismo libro, formato, encuadernación y estado de conservación, sistemáticamente la del abogado supera a la del clérigo en el precio de los libros[10]. Algunos ejemplos básicos pueden arrojar luz sobre lo que exponemos: la Recopilación de Leyes de las Indias en sus cuatro volúmenes infolios sale exactamente el doble en la del abogado -30 pesos- que en la del clérigo -16 pesos-; un ejemplar de la Biblia y sus concordancias se tasa a 18 pesos en la de Martínez de Iriarte y a solo 14 pesos en la de Pereyra, un comentarista bíblico como el famoso Cornelio à Lapide en 10 tomos se tasa en 60 pesos y 40 pesos, respectivamente, y cada tomo de las populares obras del ilustrado Benito Feijóo del Teatro Crítico y las Cartas Eruditas cuesta 2 pesos y solo 1 peso y medio, según sea la del abogado y la del clérigo.

También en la comparación de ambas librerías pudimos comprobar que una Suma Teológica de Santo Tomás en 12 tomos de Martínez de Iriarte (1772) vale aproximadamente el doble (36 pesos) que su comentarista Francisco Suárez en 25 tomos en el inventario de Pereyra de 1789 (35 pesos). Es evidente que, luego del extrañamiento jesuítico la literatura de sus autores bajó de precio, y subió la de las obras teológicas recomendadas desde el poder monárquico.

En el otro extremo de los precios, los libros pasaban desapercibidos, por lo que no eran tasados ni considerados al momento de la repartición de bienes, ya sea por el mal estado en que se encontraban debido al uso o maltrato, como también por el poco valor otorgado a los volúmenes. Para la tasación de estos el estado era fundamental, ya que en gran medida -en conjunción con la temática y el autor- de ello dependía su valor, por lo que algunos directamente no tuvieron precio, por ser “viejos”, “inservibles” o estar “maltratados” (II, XVIII).

Las bibliotecas privadas de Jujuy eran modestas y, en muchos casos, podía contarse su contenido con los dedos de una mano ¿Cómo llegaban los libros? ¿Cómo fue el proceso de su conformación?

 Daisy Rípodas Ardanaz (1999) ha estudiado en profundidad las diversas maneras que había de hacerse con libros en el período colonial. Más allá de las habituales, que eran por compra en comercios más o menos especializados o la de recibirlos como herencia; señala que había otras, tales como adquisiciones en almonedas o ventas particulares, compras fuera del lugar de residencia mediante el encargo a terceros, viajes personales, vendedores ambulantes, regalos, suscripciones, libros como elementos de pago y, el “temido” préstamo, pues siempre estaba el riesgo de pérdida por la no devolución que era frecuente y las quejas recurrentes. De todas estas posibilidades que la autora ha recogido a lo largo de diversos casos rioplatenses, tucumanenses y chuquisaqueños, no hemos podido detectar todas estas maneras en las fuentes jujeñas.

En Jujuy no había negocios dedicados exclusivamente a la venta de libros como sí había en la capital virreinal a fines del siglo XVIII. Pedidos fuera de la ciudad, los libros llegaban desde el Puerto de Buenos Aires, principalmente, o desde Charcas para cobijarse en alguna biblioteca particular o para formar parte de los objetos vendidos en las tiendas jujeñas, como en la de Martín Argañaraz y Murguía, que entre los productos ofrecidos tenía tres Oficios parvos para la venta. Como afirma Rípodas Ardanaz (1999: 251), en estos expendios se vendían obras de fácil salida.

Otro medio para adquirir los títulos en Jujuy era realizar el pedido a algún librero que pudiera enviarlos, como el clérigo José Pascual Pereyra, que poseía la biblioteca más grande de todo el Jujuy de la segunda mitad del siglo XVIII y, siendo oriundo de la docta Córdoba, quizá allí había tenido más posibilidades de formar una abultada biblioteca para la época que, luego, habría devenido en itinerante. No obstante, trabajaba encargándolos a comerciantes libreros porteños. Al momento de morir se encontraban entre los documentos de su archivo personal una cuenta de libros -ya pagada- de marzo de 1789 y la correspondencia con don Jaime Nadal y Guarda, que remitía desde Buenos Aires siete títulos aún en camino (XVI). Este comerciante catalán había residido en Salta desde su llegada al Río de la Plata en 1777, probablemente desde allí había empezado a hacer negocios con el clérigo, pero en ese año de 1789 o poco antes ya residía en Buenos Aires y había abierto comercio en la calle “del Temor” (Cutolo, 1978: 10). También, antes de su expulsión eran los procuradores jesuitas quienes recibían y ejecutaban toda clase de encargos, sobre todo libros que no venían solo para sus colegios. El jesuita Gervasoni, unos años antes de 1767 -la fecha funesta para la Compañía-, compra libros para unas treinta personas entre quienes estaba el Marqués del Valle de Tojo (Rípodas Ardanaz, 1989: 471).

El intercambio o el préstamo también era un recurso habitual en Jujuy, con la posibilidad de que aquel libro prestado no volviera junto a su dueño, obra del descuido o de la muerte, como José Pascual que tenía libros en préstamo y prestados, los Sermones de las maravillas de Dios de Antonio Osorio de las Peñas “que por ser perteneciente al colector no se tasó”. Era del presbítero tucumano Antonio de Aráoz, el colector de rentas eclesiásticas del Obispado del Tucumán en la jurisdicción de Jujuy. La amistad entre José Pascual y Antonio o el posible patronazgo eclesiástico del sacerdote experimentado con el novato -entre los documentos había una deuda de Aráoz con Pereyra por el préstamo de 128,7 pesos-, puede haber venido por el tío de Antonio, el doctor Diego Miguel de Aráoz y Paz, que había sido compañero contemporáneo de Pereyra en la Universidad de Córdoba y ambos habían coincidido en el mismo período como colegiales monserratenses. El hecho de aclarar quién era su dueño resguardaba una clara intención de que fuera devuelto a los anaqueles de dicho colector (XVI). 

La herencia era otra forma de adquirir títulos -testimonio principal de ella son la mayoría de las fuentes de este trabajo-; sin embargo, han quedado algunos ejemplos de algunas formas particulares del ejercicio de ella. Por ejemplo, sospechamos que la presencia de cuatro juegos de Breviarios en la biblioteca del doctor López de Velasco, descritos como “alguno trunco” y la mayoría “viejos y muy maltratados”, podría referirse a regalos en vida o herencia de sus tíos clérigos. Los Breviarios, libros de lectura intensiva diaria, era común que al final de una vida apareciesen como gastados, muy usados, y truncos. Lo que no era nada común, que un solo clérigo tuviese cuatro juegos en su haber (XVIII). En esas herencias se dan los casos del libro como objeto de valor económico, como la india Antonia Micaela Chorolque, que recibió en las hijuelas de su padre un libro de La vida de San Pedro González Telmo y un Diurnito viejo siendo analfabeta (VIII) o del libro con valor cultural, que implica necesariamente lectura, como Matías y Rafael Lagos y Sánchez que adquirieron cuatro libros, tres el primero y uno el segundo, mientras que las hijas mujeres no heredaron ninguno, permitiéndonos entrever que eran estos los que sabían leer (XX).

Sin embargo, algunos de los propietarios de las bibliotecas aquí trabajados decidieron un destino distinto a la indiferencia frente a sus libros y por ello -antes de morir- ya dejaban estipulado quien sería el depositario, así heredó Juan José Dávalos la biblioteca de su hermanastro el doctor Francisco Javier del Sueldo, quien le había pagado sus estudios universitarios, dotándolo congruamente para su ordenación in sacris. Como muestra de su cariño, y de bregar por el oficio que profesaban, Dávalos recibió desde los libros más íntimos de un sacerdote como el breviario, el diurno y un semanasantario, como así “los demás libros que se hallen por míos a tiempo de mi fallecimiento” (XIII).

En otras situaciones, se podían adquirir libros en los remates para pagar los costos de entierro y las deudas pendientes del fallecido. Así ocurrió en la almoneda de don López de Mojardín, en la cual Cayetano Gutiérrez compró un libro (I).

Si bien en las fuentes directas no hemos detectado casos de compras por suscripciones de los periódicos y obras de la Imprenta de Niños Expósitos de Buenos Aires, sí sabemos que desde la última década del siglo XVIII había una red de venta de los productos de esta imprenta y que en Jujuy había un encargado de ventas (Rípodas Ardanaz, 1999: 251).

No son ajenos los vendedores ambulantes estudiados por Rípodas Ardanaz para México y Zacatecas (1989). En 1804 el comerciante jujeño José Miguel de Tagle está en Buenos Aires comprando mercancías con la intención de conducirlas hasta Potosí. Los mercaderes porteños Antonio Ortiz y José Martínez de Hoz le encargan venderles un lote de libros de cuyo sobreprecio dependerá la ganancia de Tagle[11]. Este también debe recoger el dinero que en Jujuy ha producido la venta de varios cuadernos titulados Restablecimiento de la religión en Francia. De todos los libros quedan en Jujuy el Semanario de Agricultura y Artes dirigido a Párrocos (13 tomos) que lo compra el Marqués del Valle de Tojo y el Evangelio Meditado comprado por el Dr. Juan Ignacio Gorriti[12].

Así como una biblioteca se conforma, también se fragmenta, se descompone y se dispersa sea por la muerte de su propietario, sea por los traspiés y la mala fortuna de la vida, como alguna confiscación o los peores saqueos, vandalismo y catástrofes climáticas. Aquí caben también algunas de las modalidades que sirvieron, igualmente, para componer o formar bibliotecas, pues tocan de uno y otro lado.

Tras la muerte de sus propietarios, por lo general los libros se dispersan, tal es el caso del cacique gobernador Diego de Sandoval en su memoria testamentaria, dejando un libro para su nieto y dos libros para ambos hijos (IX). Otros se subastan y, así como incrementan una librería dispersan otra, como en el remate de los bienes de Bartolomé Antepara, en el cual el doctor Saracíbar compró los dos tomos de la obra de Echarri (XXIII).

También la muerte, en ciertos casos, marcaba el paso para que los libros fueran devueltos a sus propietarios o para que aparecieran antiguos dueños reclamándolos como propios, así sucedió con la biblioteca de María Ana de Gorriti y Carlos de Aguirre. En 1826, María Ana de Gorriti fallecía, quedando como cuidadora de sus bienes Basilia Ruiz, pues el viudo Carlos de Aguirre se encontraba en Oruro, y el hijo de ambos aún era menor de edad (XXVII). Tras lo sucedido, y luego de inventariarse los bienes, irrumpió en la casa familiar Ana Gorriti, hermana de María Ana, llevándose cuatro libros que decía pertenecer a su madre Feliciana Cueto, descendiente de la elite encomendera fundadora de Jujuy (Zenarruza, 1991: 149). Cierto es que no podemos afirmar de quienes eran los libros, si de doña Feliciana o del matrimonio Aguirre Gorriti, aunque sí podemos manifestar que estamos en presencia de dos familias alfabetizadas de Jujuy, con miembros formados y destacados para la época[13].

Ese temido préstamo generaba mucha dispersión, el doctor José Pascual a quien lo hemos visto recipiendario de libros en préstamo, a su vez, aplicando el precepto latino del do ut des, también prestó libros, pues los que inventarían su librería, al encontrar trunca la obra en cuatro tomos del cisterciense Antonio José Rodríguez Nuevo aspecto de la teología médico- moral, optan por aceptar que “no aparecen más que tres, y con concepto a que estará prestado el tomo” la tasan más barata (XVI). El préstamo a veces implica la curiosidad por la novedad, tal es este último caso, de una obra ilustrada que había tenido sucesivas ediciones desde la primera en 1742. Argañaraz y Murguía tenía entre sus libros algunos prestados, sin especificar la cantidad ni mencionar sus dueños (II). O bien, los tomos de Historia de la Florida y Ensayo Cronológico, que estaban en poder del padre Hoyos y que completaban la obra de Garcilaso, eran de la biblioteca del clérigo Martínez de Iriarte (XXXII).

Este fue el derrotero de algunas bibliotecas, sin embargo, debemos considerar el contexto jujeño desde los albores revolucionarios hasta 1830, donde la militarización de la ciudad y el continuo asecho y saqueo de la misma, en conjunción con los éxodos, provocó la pérdida de objetos y el vandalismo en las casas, por lo que, seguramente, muchos libros sufrieron estas consecuencias. El convento franciscano de la ciudad en el detalle de su estado expresaba los ingresos y los bienes que resguardaba, aludiendo a las reiteradas retiradas -éxodos-, manifestando que en su biblioteca solo había “algunas obras truncas”[14].

 

 

Las ideas se escriben y circulan

 

La presencia de letrados universitarios siempre fue escasa en la ciudad, solo conocemos en la segunda mitad del siglo XVIII a Diego Antonio Martínez de Iriarte que, por su condición de clérigo, le estaba limitada su actuación como abogado graduado en Charcas. La mismísima Recopilación de Leyes de las Indias (lib.1, tít. XII, ley 1) mandaba expresamente que el clérigo no fuese alcalde, abogado o escribano, con algunas excepciones, como defenderse a sí mismo o a sus parientes más cercanos o a la Iglesia en la jurisdicción que le tocara o a pobres y miserables (Benito Moya, 2012: 798). Aunque Martínez de Iriarte se saltaba algunas de esas disposiciones, según veremos.

La justicia en primera instancia era ejercida por los alcaldes del cabildo y por los tenientes de gobernador, personajes, en la mayoría de los casos, carentes de formación jurídica. Eso trasuntaba todos los procesos, tanto civiles como penales, que eran eminentemente prácticos y con nula alegación de doctrina. Esta realidad no era privativa de un espacio como el jujeño, también se daba en ciudades centrales del Tucumán como Córdoba, con algunos atenuantes (Llamosas, 2008: 17). No se ha encontrado en la lectura completa de los treinta y un expedientes sucesorios con libros ni una sola cita o mención a un corpus legislativo o a jurisprudencia por parte de los agentes de justicia de la ciudad y campaña -alcaldes ordinarios y alcaldes de la santa hermandad, respectivamente-. A tal punto era la escasez de abogados que, ante casos jurídicos complejos, Jujuy consultaba a asesores letrados de Salta (XXI) o, en su defecto, a la misma Audiencia de Charcas. Por ello, se percibe escasa la literatura jurídica en las casas de los jujeños, más allá de algunos cuerpos legislativos como la Recopilación indiana y el Concilio de Trento (XI, XVII, XIV, XXI); salvo contadísimas excepciones, como un Fernando Dávalos, que tenía un tomo del práctico Alonso Villadiego y un Andrés Eguren que tenía el Laberinto de comercio, para consulta jurídica de sus actividades empresariales (XII, XV).

Diego Antonio Martínez de Iriarte era tenido por un personaje de autoridad en Jujuy, eso se trasunta en el juicio sucesorio del capitán Miguel Gerónimo Delgado Garzón que, muerto en 1751, había dejado herederos menores de dos matrimonios. Los alcaldes que intervinieron en el largo pleito favorecieron a los hijos del segundo y, los menores del primero se defendieron con el asesoramiento secreto de Martínez de Iriarte. Sus escritos parecen ofuscar al alcalde José Antonio de Zamalloa, quien cuando logra averiguar que Martínez de Iriarte está en entretelones, depone su actitud hostil hacia los menores (VI).

No obstante, Martínez de Iriarte era un provocador que fue expulsado de la ciudad de Jujuy y debió afincarse en Salta donde lejos de moderarse, continuó generando perturbaciones de orden público; por ejemplo, asesoraba a la propia alcaldía capitular cuando le tocaba el turno a algún pariente o se erigía en abogado de una y otra parte pleiteante, lo que había ocasionado divisiones y malestar entre los salteños.

Su biblioteca es la más abundante en obras jurídicas, tanto de Jujuy como de Salta, pues equipada en Jujuy la traslada a Salta donde murió en 1772 (Benito Moya, 2012: 798-799). Junto al clérigo Juan Pascual Bailón Pereyra, poseían la mayor cantidad de obras de derecho.

Respecto de los textos legales, como ya se ha dicho, lo que tiene mayor presencia es la Recopilación de Leyes de las Indias y el Concilio de Trento y, menos, la Nueva Recopilación de Leyes de Castilla y el Corpus Iuris Canonici, que solo los tiene Pereyra. Como rareza, Martínez de Iriarte posee dos compilaciones: Recopilación de estatutos de Orihuela (1703) de Tomás Martínez y un Repertorium universale in sex tomos de jure privato et judiciis (XXXII, XVI).

Los civilistas italianos, representantes del mos italicus tardío, solo están en la biblioteca de Martínez de Iriarte: Giacomo Menochio (1532-1607), Giuseppe Mascardi (+1588), Nonnius Acosta, y de la literatura de procesos Giovanni Battista Asini. Entre los hispanos, está en los anaqueles Sebastián Jiménez de la Universidad de Salamanca quien, junto a otros, toma una vía conciliadora del derecho romano civil, canónico y regio (de Dios, 2016). Lo que sobresale de esta biblioteca es su tradicionalismo, representado en el mos italicus tardío (siglos XVI-XVII) y caracterizado por el comentario de comentaristas del Corpus Iuris Civilis, que tampoco lo hemos detectado como cuerpo en ninguna biblioteca. Sin embargo, al menos una obra se avizora como un atisbo de modernidad, la del civilista holandés Arnold Vinnen, que sirvió para estudiar el derecho romano durante el siglo XVIII, tanto en Charcas (Rípodas Ardanaz, 2015: 138) como en Córdoba (Benito Moya, 2011: 348) y seguido por círculos ilustrados.

En cuanto a la cantidad de canonistas sigue descollando la biblioteca de Martínez de Iriarte y algunos en la de Pereyra. Figuran canonistas generales como el jesuita Adam Huth, comentarista de las Decretales, el franciscano germano Anaklet Reiffenstuel (1641-1703) y Martino Bonacina (1585-1631). Los hispanos son el salmantino Francisco Salgado de Somoza (1595-1665) -discípulo de Solórzano Pereyra-, Diego Mejía de Cabrera y Gonzalo Suárez de Paz. Como dato de actualidad está el Cursus iuris canonici hispani et indici del jesuita Pedro Murillo Velarde (1696-1753), uno de los más importantes canonistas indianos, cuya primera edición salió en 1743 (Benito Moya, 2022: 187). Entre los hispanos, las obras refuerzan el regalismo borbónico, ya que las temáticas recurrentes son asuntos del patronato regio y de los recursos de fuerza. Sin embargo, en varios casos no se trata de obras completas, sino de tomos sueltos.

El mayor contenido de las dos bibliotecas -Pereyra y Martínez de Iriarte- es sobre el derecho patrio -que nuclea al castellano, indiano y aragonés-. Allí hay una amplia literatura de comentaristas y obras procesuales; no obstante, sorprenden muchas ausencias. Entre las obras de comentaristas del derecho castellano se pueden citar la Política para corregidores del salmantino Jerónimo Castillo de Bobadilla, representante del mos italicus (Tomás y Valiente, 1975); Commentarii iuris civilis in Hispaniae regias constitutiones de Alfonso de Acevedo (1518-1598); las Variae resolutiones de Antonio Gómez, eminente profesor salmantino (de Dios, 2016); y la Curia Philipica y el Laberinto de comercio terrestre y naval del Reyno de Juan Hevia Bolaños; y el poco usual Tractatus de hispanorum nobilitate de Juan García de Saavedra, más vinculado a comentar la Nueva Recopilación que al derecho nobiliario (Rípodas Ardanaz, 1975: 530). Entre los procesualistas hay tres tratados para escribanos: Diego Bustoso y Linares; Pedro Melgarejo Manrique de Lara; y Gabriel de Monterroso y Alvarado, todos escribanos en sus villas españolas. Los comentaristas del derecho indiano son el gran jurista humanista Juan de Solórzano Pereyra (1575-1654), oidor casi por veinte años de la Audiencia de Lima; y Gaspar de Villarroel (ca. 1587-1665) con Gobierno eclesiástico pacífico y unión de los dos cuchillos pontificio y regio, quien fuera obispo de Chile y arzobispo de Arequipa y Charcas. Y algunas rarezas como una obra de derecho de la Corona de Aragón de Miguel de Cortiada (+1691) y de la de Portugal con Antonio da Gama.

La presencia de libros de regnícolas del siglo XVI y XVII en bibliotecas de la segunda mitad del siglo XVIII no parece reflejar herencias vetustas conservadas de generación en generación, sino más bien la nueva política borbónica que vuelve a desempolvar los viejos autores defensores de las regalías reales, para diseñar y configurar la base ideológica del regalismo. Para los borbones, la sociedad útil era la ordenada y ello estaba en todas las instituciones. Los autores, teólogos y juristas, eran los que contribuían con la pluma a dar legitimidad y conformación, son resortes armónicos que servían para equilibrar las aspiraciones ilustradas de centralización jurídico-administrativa, la expansión y control comercial y el fortalecimiento de una nueva cultura basada en la felicidad y utilidad de los vasallos. Principios, todos, que entran en crisis a principios del siglo XIX. Para Peire (2008: 115-116) se produce un “resquebrajamiento de lo que fue el cerramiento de la semántica política y su fundamento religioso en la época de la contrarreforma y al mismo tiempo la apertura y producción de nuevos significados”.

En cuanto al campo teológico, como es de esperar las bibliotecas más equipadas son las de los siete clérigos que, para mayores puntualizaciones todos estudiaron durante la administración jesuítica de las universidades de Córdoba y La Plata. Las dos más voluminosas en contenido teológico continúan siendo las de Pereyra y Martínez de Iriarte, pero le sigue en número la de Gregorio López de Velasco, que se ordena in sacris en 1767 o 1768 y cuya librería es la típica de un clérigo postridentino que no se actualizó. Era voluminosa, con 87 tomos y, por la descripción de doce libros “inservibles”, arrojaría la presunción de que los había heredado varios de sus parientes (XVIII).

¿Qué es lo más común en todas ellas? Los breviarios (en dos o cuatro tomos), los semanasantarios, los diurnales y el misal, pues claramente no dejan de celebrar misa y de rezar el oficio diario para clérigos seculares. El otro libro es la Biblia y sus concordancias, aunque no la poseen todos, lo que muestra, una vez más, que el clero postridentino no era muy asiduo a su lectura, pero también puede significar la vuelta a las fuentes escriturísticas propio del siglo XVIII, con una pincelada “ilustrada” en la historia de la exégesis bíblica. Por ejemplo, a fines del siglo XVIII se crea en la Universidad de Córdoba una cátedra de Sagrada Escritura que no la hubo desde la fundación de la corporación (Benito Moya, 2008: 83)

Entre los comentaristas bíblicos algunos tienen el moderado jesuita Cornelio à Lapide (1567-1637) con sus 11 tomos o las obras completas de Francisco Suárez (1548-1617). En la teología moral priman las obras jesuíticas, pues es de notar que todos han estudiado bajo esa escuela. Martínez de Iriarte tiene un Lacroix, un Arsdekin y para el estudio de las consecuencias morales de la bula de santa cruzada: un Mendo. Torres Gaete tiene un Busenbaum, un Juan Martínez de la Parra y un Paolo Segneri. Pereyra tiene un Calatayud; sin embargo, a juzgar por su biblioteca, es este el clérigo que más interés ha tenido de estar acorde a los nuevos rumbos de la teología después de la expulsión y supresión de la Compañía de Jesús. Tiene la Theologia de Noël Alexander y la Theologia Moralis de Larraga, ambos dominicos y propuestos como modelo por la misma Monarquía Hispánica (Benito Moya, 2011: 166). Le sigue Antonio Cornelio Albarracín con otro Larraga (XXI), y López de Velasco con un Jaime de Corella (XVIII).

Jacques Benigne Bossuet con Variaciones de las Iglesias Protestantes, está en la biblioteca de Martínez de Iriarte. Es el teólogo francés que representa el ideario de la moral rigorista y “nacionalista” propuesto por los borbones, con la obligación de obedecer al rey en conciencia (Peire, 2008: 119). Teólogo jansenizante, empleado por los teóricos del reformismo borbónico, se enseña en la Universidad de Córdoba, luego de la expulsión jesuítica, pues sobre la base teológica galicana de crítica al ultramontanismo papal que propone, se erige la defensa de la persona y las regalías del rey (Benito Moya, 2011: 345-347). Para los borbones, el buen clérigo era también el buen burócrata, que se ponía al servicio del Estado.

En el plano concionador se espeja lo mismo, aunque no tan evidente pues hay matices. La biblioteca de Pereira es la que más literatura ignaciana guarda, mientras que la de Martínez de Iriarte tiene más literatura sermonística franciscana. Sin embargo, es Pereyra el más a la “moda”, con varios sermonarios traducidos del francés que le traerían a Jujuy los gustos neoclásicos y el abandono del sermón barroco (Herrejón Peredo, 2003).

¿Se perciben influencias ilustradas en los libros que circulan? Desde luego que hay algunas. Dos clérigos tienen el Teatro Crítico Universal y las Cartas Eruditas de Benito Jerónimo Feijóo, ilustrado cristiano temprano, que circula con aplauso en el Río de la Plata de la segunda mitad del siglo XVIII (XXXII, XVI). Asimismo, la obra del Abate Pluche Espectáculo de la naturaleza, que se imparte en el estudio de la Física en la Universidad de Córdoba, está en los anaqueles de otro clérigo. En astronomía, el Lunario del padre jesuita santafesino Buenaventura Suárez encuentra sitio en dos bibliotecas (V, XXXII), junto al interés antropológico por el Origen de los indios del Nuevo Mundo del dominico Gregorio García o la Descripción Chorographica del Gran Chaco Gualamba del jesuita Pedro Lozano, estos últimos en las bibliotecas del curaca alfabetizado de Humahuaca Diego de Sandoval y del comerciante vasco Andrés Eguren (IX, XV). En una frontera siempre caliente de avanzada sobre el Chaco, seguramente también había otros intereses.

El comerciante cántabro Domingo Manuel Sánchez de Bustamante tiene una variada biblioteca compuesta por 14 títulos y 26 tomos, que no solo era utilitaria a su profesión empresarial como un Compendio de contratos o el ilustrado título del Discurso sobre el fomento de la industria popular, sino también a sus apetencias intelectuales por la teología como el famoso Promptuario de teología moral de Larraga, pues él era síndico del convento franciscano de Jujuy o, curiosidades intelectuales, tales como el Lunario del jesuita Suárez o El sabio instruido o el Teatro Crítico de Feijóo (XXVIII).

La muerte, en junio de 1824, y el posterior inventario del cordobés de origen Manuel Antonio López, revela la nueva realidad, respecto del libro y su circulación, que ha provocado la revolución de 1810 y la posterior independencia. Manuel Antonio, comerciante, es sobre todo impresor, el primero de todo Jujuy; entre sus bienes figura “una imprentita de mano con dos o tres libras de letras sueltas” (XXV).

López, seguramente había logrado pública autorización, gracias al Estatuto Provisional para la Dirección y Administración del Estado de 1815, redactado por la Junta de Observación establecida por el Cabildo de Buenos Aires durante el directorio de Ignacio Álvarez Thomas, que había restablecido un viejo decreto de 1811 sobre la libertad de imprenta, y declaraba “que todo individuo del país o extranjero puede poner libremente imprentas públicas en cualquiera ciudad, o villa del Estado con solo la calidad de previo aviso al gobernador de la provincia, teniente gobernador y cabildo respectivos”. 

Aunque no hayamos constatado ningún impreso salido de esa imprenta, se colige fácilmente que la misma está en pleno funcionamiento por los negocios de López con otros comerciantes del papel. En su tienda se inventarían enormes cantidades de resmas, y tiene una red para conseguir y distribuir papel que no se limita a las utilidades de su imprentita, sino que tiene negocios con “las provincias de arriba” a cargo de Casimiro Marquiegui, y cargamentos que están en la Aduana, en Cobos -Salta-, y en Córdoba que aparenta ser su aprovisionadora. Es curioso, que en su poder se hallan dos títulos muy sugerentes, “un diccionario en dos tomos francés y español” y “un tomo de cartas persianas”, junto con otros 5 libros.

Había otros aires para el correr de las Lettres persanes de Montesquieu, libro prohibido por el Index en un tiempo no muy lejano, que circulaba también en la primera versión española publicada en Madrid por la Imprenta Nacional en 1821 y en Cádiz en el mismo año y 1822[15]. Dada la muerte de don Manuel en junio de 1824 ¿habría llegado al Río de la Plata y a Jujuy algunas de las versiones en vernáculo? Quizá la presencia de un diccionario en dos tomos francés- español pueda darnos la pista probable de que corría una versión en francés de las que se publicaron en el siglo XVIII y que, ignorando las flamantes versiones vernáculas, se estaba traduciendo la obra con fines de publicarla en esa imprenta (XXV).

 

 

Algunas reflexiones finales

 

En este trabajo hemos querido presentar un espacio marginal de propiedad y circulación del libro en el Río de la Plata. Más allá de que tengamos la certeza de que durante las guerras independentistas y las sucesivas incursiones militares y éxodos se perdió mucha documentación[16], hay una secuencia cronológica apreciable sin lagunas demasiado prolongadas en el tiempo, lo que nos permite hacernos una idea de lo que alguna vez hubo. Creemos valioso empezar a estudiar y reflexionar no solo sobre espacios centrales, ya que a través del estudio inexplorado de espacios marginales podremos hallar nuevas hipótesis para armar el rompecabezas de la cultura escrita de manera más completa. Jujuy era una plaza difícil para conseguir libros: mediterránea, ubicada entre Salta y Charcas, pero alejada, sin librerías y libreros especializados, y con una pequeña imprenta tardía cuya producción aún se debe descubrir y estudiar.

A través de estas páginas hemos indagado, descripto y caracterizado la posesión libresca de la sociedad jujeña, dando cuenta los libros que circulaban junto con las temáticas más sobresalientes. También nos hemos enfocado en quienes fueron sus propietarios que ocupaban su lugar en el entramado social a partir de relaciones sociales y familiares como aquellas estrechadas a través de sus profesiones y oficios. Allí también los libros aparecen como puentes de vinculación, siendo parte de los momentos de sociabilidad.

Las principales bibliotecas, las más provistas, son las de los clérigos, miembros todos sin distinción de la elite jujeña, a quienes les había servido en sus cursus honorum. Ahora bien, con una población en su mayoría indígena, también se observa la posesión libresca y su circulación entre los altos sectores indígenas alfabetizados, como los caciques y sus hijos varones. Si bien, la mayoría de la población femenina es analfabeta, incluso las doñas de la elite, en el siglo XIX empieza a cambiar, y ya las hijas leen, escriben y frecuentan libros. 

Otro aspecto no menor que se ha estudiado ha sido el ajustar, primero, la mira microscópica analizando las principales corrientes jurídicas y morales a la realidad jujeña. Derecho y teología son en múltiples aspectos una unidad inseparable, pues operan mancomunadamente tanto en la Monarquía Hispánica como en las flamantes instituciones “nacionales” y provinciales en las primeras décadas del siglo XIX. Jujuy, comparada con ciudades metrópoli como Córdoba o Buenos Aires, presenta mucha menor proporción de autores y títulos, lo que no implica necesariamente menor variedad de temáticas y problemáticas que interesan al poder. Los grandes temas, los grandes títulos y problemas teóricos que desvelan a la Corona y luego al nuevo orden están presentes.

En segundo lugar, ya desde una mira telescópica, las bibliotecas de esta región de los confines imperiales responden a las políticas globales de dominación en el orden normativo y moral a través de la letra impresa. El contenido jurídico, teológico, científico y literario se convierten en dispositivos del deber ser de la comunidad, la familia y el individuo. Por ejemplo, se ve mucha literatura jesuítica en la mayoría de las bibliotecas, esto se debe, en parte, a que muchos de los clérigos hallados fueron alumnos de los jesuitas en sus universidades, pero también a que, en una ciudad marginal con menos controles, la literatura ignaciana siguió circulando. El control se manifestó principalmente en centros académicos, no así en el espacio de las bibliotecas privadas. Es esto una muestra más de cómo la Compañía, ya extinta, se las arregló para seguir en la mentalidad colectiva, a través de sus libros, entre otras cosas. O, también, ya en otro período y en otra realidad se ve cómo en 1824 desde la imprentita local que se instala se pretendería publicar a Montesquieu traducido.

Por eso este estudio de media duración muestra mosaicos de distintas épocas y tiempos de transición desde las concepciones sobre el poder de los Austrias y los dos primeros Borbones -sostenidos por una ingente literatura jesuítica-, hasta las lecturas iluministas de franceses más propias del siglo XIX; pasando por el paquete nada menor de reformas borbónicas y su nueva concepción galicana y regalista del poder que se manifiesta en la recuperación de viejos y nuevos regnícolas.

Ahora, ¿por qué la literatura probabilista seguía tan presente? Por siglos la Compañía de Jesús había destinado la flor y nata de sus intelectuales a solucionar los mayores problemas y desafíos del Nuevo Mundo: administración de sacramentos a los indios, sobre todo el matrimonio y la confesión; los ayunos cuaresmales o advenimientos; las bulas de cruzada; los ejercicios espirituales y devotos. Debía resultar imposible obedecer in totum las órdenes regias, por la razón de que no había otra literatura que contemplase la totalidad de realidades americanas y que reemplazara o auxiliara a capellanes, párrocos, obispos e incluso funcionarios civiles y militares. También quienes habían estudiado en las universidades y colegios bajo el paraguas de un vetusto “paradigma”, y entonces alejados de los centros neurálgicos de irradiación cultural tales como Córdoba, La Plata o Buenos Aires, les resultaría difícil aggiornarse o convencerse y, mientras en la faz pública se mostraban con ropajes a la moda, en la faz privada no estarían del todo convencidos.

 

 

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[1] El gráfico no es exhaustivo en el relevamiento de toda la bibliografía sobre Historia de las bibliotecas y la lectura en Argentina -está excluida la de la historia del libro, la imprenta y el periodismo-. Tampoco lo es el inestimable trabajo de Eduardo Rubí, que recoge la producción aproximadamente hasta 2009. Lo que buscamos es reflejar una tendencia. 

[2] Solo tomamos libros para el desarrollo de este somero estado de la cuestión que, a nuestro juicio, han marcado hitos. Los autores que han escrito artículos o capítulos en obras colectivas, que desde principios del siglo XX se dedicaron a estudiar la historia de las bibliotecas y la circulación libresca, están subsumidos en el gráfico 1.

[3] El hecho de que viajara una vez al año, junto a su esposo José M. Mariluz Urquijo, y permanecer alrededor de dos meses en Europa investigando y recorriendo bibliotecas, archivos, museos y librerías, y tomando contacto con diversos intelectuales, sobre todo españoles, le permitió formar una voluminosa biblioteca especializada, difícil de hallar por entonces en Argentina. Ella, y el grupo al que formó, introdujeron la renovación de muchos temas: vida cotidiana, mentalidades, cultura material, religiosidad, libros, bibliotecas y lecturas.

[4] Estos autores han desarrollado más extensamente sus aportes al campo de la cultura escrita mediante dos trabajos posteriores: Di Stéfano (2001) y Peire (2008). Ambos destacan los aportes de Daisy Rípodas Ardanaz, mediante la profusión de citas de sus trabajos y de los hallazgos documentales que la autora publicó con eruditos estudios introductorios. En su trabajo Peire afirma: “agradezco a esta autora su inestimable y generosa ayuda para la elaboración de este trabajo” (Peire 2008: 125).

[5] El capítulo está basado en gran parte en la producción de la Imprenta de Niños Expósitos y enfocado en la realidad porteña.

[6] Para evitar tautologías innecesarias en torno a las fuentes archivísticas, hemos asignado un número a cada uno de los expedientes de las treinta y un testamentarías, que luego servirá para citar la fuente en el cuerpo del texto. Lo hacemos en guarismos romanos, para evitar cualquier tipo de confusión con otras signaturas archivísticas o fechas. Archivo de Tribunales de la Provincia de Jujuy: I.- Domingo López de Mojardín, Expedientes 1752-1753, legajo 1248, 1752; II.- Martín de Argañaraz y Murguía, Expedientes 1752-1753, legajo 1258, carpeta 38, 1753; III.- Pedro Miranda, Exps., leg. 1274, carp. 39, 1754; IV.- Juan del Portal, Exps. 1756-1758, leg. 1325, carp. 40, 1758; V.- José Alberto González, Exps. 1762-1764, leg. 1398, carp. 42, 1763; VI.- Miguel Gerónimo Delgado Garzón,  Exps. 1764-1766, leg. 1414, carp. 43, 1751; VII.- Juan Zerpa, Exps. 1764-1766, leg. 1429, carp. 43, 1765; VIII.- Asencio Chorolque, Exps. 1764-1766, leg. 1428, carp. 43, 1765; IX.- Diego de Sandoval, Exps. 1759-1761, leg. 1381, carp. 41, 1761; X.- Nicolasa Quintana de Albernas, Exps. 1774-1776, leg. 1587, carp. 49, 1774; XI.- José Gabriel de Torres, Exps. 1774-1776, leg. 1600, carp. 49, 1774; XII.- Fernando Dávalos, Exps. 1776, leg. 1653, carp. 50, 1776; XIII.- Francisco Javier del Sueldo, Exps. 1779, leg. 1735, carp. 53, 1779; XIV.- Asencio Bravo, Exps. 1782-1783, leg. 1804, carp. 55, 1799; XV.- Andrés de Eguren, Exps. 1783-1785, leg. 1835, carp. 55, 1785; XVI.- José Pascual Baylón Pereyra, Exps. 1788-1790, leg, 1932, carp. 60, 1789; XVII.- Catalina Zebreros, Exps., leg. 1976, carp. 62, 1791; XVIII.- Gregorio López de Velasco, Exps. 1799-1803, leg. 2083, carp. 66, 1799; XIX.- Martín Ignacio de Goyechea, Exps. 1799-1803, leg. 2190, carp. 69, 1804; XX.- Juan Lago y esposa, Exps. 1804-1807, leg. 2257, carp. 71, 1817; XXI.- Antonio Cornelio de Albarracín, Exps. 1804 -1807, leg. 2271, carp. 72, 1806; XXII.- José Joaquín Bernal, Exps., leg. 2363, carp. 74, 1810; XXIII.- Bartolomé Antepara, Exps. 1817-1831, leg. 2499, carp. 77, 1819; XXIV.- Manuel Eduardo Arias, Exps. 1821-1822, leg. 2525, carp. 78, 1822; XXV.- Manuel Antonio López, Exps., leg. 2586, carp. 80, 1824; XXVI.- Andrés Ramos, Exps., leg. 2603, carp. 80, 1824; XXVII.- María Ana Gorriti, Exps., leg. 2695, carp. 82, 1826. Archivo Histórico de la Provincia de Jujuy, XXVIII.- Manuel Sánchez de Bustamante, Fondo Padre Vergara, caja I. leg. 3, 1799; XXIX Objetos de la Real Audiencia, Fondo Padre Vergara, caja I, leg. 8, 1813; XXX.- José Hernández Cermeño, Fondo Marqués, carp. 166, 1810. XXXI.- José Ignacio de Guerrico, Fondo Padre Vergara, caja I, leg. 3, 1799. Archivo y Biblioteca Históricos de Salta, XXXII.- Diego Antonio Martínez de Iriarte, Fondo Judicial, exp. 2, 1772.

[7] El número nace de aquellos inventarios en que pudimos contabilizar los libros, en dos casos no se especificó la cantidad por “no valer nada”.

[8] Las referencias documentales sobre los estudios académicos de los clérigos y el inicio de sus carreras curiales han sido extraídas de Archivo General e Histórico de la Universidad Nacional de Córdoba, Libro de matrículas nº 1 y Libro de grados nº 1. Archivo del Colegio Nacional de Monserrat, Libro de la entrada de los Collegiales del Collegio de N. S. de Monserrate de esta ciudad de Córdoba, (1702-1767). Archivo del Arzobispado de Córdoba, legajo 25, Concursos a curatos y oposiciones (1699- 1859).

[9] Es necesario mencionar que los catecismos no solo sirvieron para instruir en la fe y evangelios a los feligreses, ya que también en algunos de ellos se aludía a cuestiones políticas, armonizando elementos religiosos, políticos y cívicos (Medina, 2014: 375).

[10] Martínez de Iriarte muere en Salta y allí se confecciona su inventario y tasación, y Pereyra en San Salvador. Son mercados distintos y sus precios son diferentes: Salta es más cara; sin embargo, la relación de diferencias de costos del mismo producto gráfico llama mucho la atención.

[11] Colección documental “Mons. Dr. Pablo Cabrera”, FFyH- UNC, documento nº 644.

[12] Colección documental “Mons. Dr. Pablo Cabrera”, FFyH- UNC, documento nº 646.

[13] Las hermanas Gorriti fueron hijas de Ignacio de Gorriti -un hacendado salteño, que contaba con libros (Llapur, 2019)-, y hermanas del canónigo Juan Ignacio Gorriti, quien se destacó como orador sagrado y patriótico. Los hermanos Gorriti, José Ignacio y Juan Ignacio, fueron gobernadores de la provincia de Salta. Por su parte, los hermanos de Carlos de Aguirre, se habían formado como clérigos.

[14] Archivo del Convento Franciscano de Jujuy, Disposición de 1816, folio 3v.

 

[15] Peire (2008: 132) detecta la circulación de este libro en Buenos Aires desde la década del ’80 del siglo XVIII. Antes que él, ya había estudiado el tema Torre Revello (1965).

[16] En los sucesivos “éxodos jujeños” los fondos documentales principales se repartieron entre funcionarios y vecinos comprometidos. Se hizo lo mismo con el Archivo de Gobierno, luego de la retirada del Ejército en 1812. Se debe a Teodoro Sánchez de Bustamante el haberlo reunido de nuevo (Cutolo, 1983: 618).